Andrés Gamboa, comandante de los guerrilleros
de Iquicha, había adquirido
el leve defecto de creer en todo lo que decía
el padrecito Tineo. Los domingos bajaba montado en mula con aperos de plata
hacia Huanta para escucharlo predicar en quechua, y ofrecía ante
los ojos atónitos de todos, gruesas limosnas sobre el platillo metálico
que pasaba el monaguillo por las bancas del templo. Retenía la bola
de coca en el carrillo y se quedaba absorto mirando la imagen de la Virgen
de Sillapata, hincado de rodillas y enseñando sus suelas gastadas
a los feligreses de la parte posterior. Un día de Agosto, en la
feria de Mío, don José Pancorbo, comandante de la guerrilla
de San José de Secce, le llamó la atención con tono
agresivo.
-¿Qué le pasa a usted, don Andrés?... Más parece que se volviera beato.
-Me volví cristiano, pues, don José... Qué le vamos a hacer... Contestó suspirando.
Ya no parecía el bravo que cargaba contra el enemigo y los pulverizaba dejando un reguero de sangre y pólvora negra. El mismo que le arrancara los testículos al prisionero y se los hiciera tragar antes de ejecutarlo, ahora se dedicaba a prender cirios en todas las naves de la iglesia.
-Mejor diga que tiene miedo a que le alcance la muerte y que los años lo están volviendo como mujer... Siga así y se va a convertir en un fantoche... ¡Ni parece comandante, sino rabona! -gritó mirándolo con desprecio.
La gente curiosa que rondaba los puestos
de la feria, no se atrevían a
intervenir en la discusión como otras tantas,
formando corrillo y opinando. Pero disimuladamente detenían
el paso para escuchar. Acariciaban alguna
mercadería con los ojos y seguían con orejas
alertas el diálogo de los dos personajes.
-¡Creo don José que se está
propasando! -con mano fuerte cogió la
empuñadura de la bayoneta que llevaba terciada
bajo la faja serrana.
Pancorbo dio la espalda y retiróse
ofuscado por la cólera. Más allá lo vieron
lanzar un escupitajo verde. El ofendido sonrió
con satisfacción ante la vista de un público
timorato que escapaba del lugar como si nada hubiera pasado.
El cielo empezaba a oscurecer con presagios de lluvia y los pocos
comerciantes que quedaban, recogieron sus bártulos
buscando lugares seguros. Gamboa hizo lo mismo encontrando
refugio propicio bajo el portal pétreo de un zaguán
señorial. Otros lo imitaron trayendo a la sombra sus bultos de
chirimoyas y pacaes, canastas con naranjas enanas de
la ceja de montaña, animales de corral
y sacos de coca. Aguardarían allí hasta que el aguacero
amaine. De pronto, una mano pequeña tocó su hombro.
Era como la pata de un animal que le topaba huidiza.
-Don Andresito... -habló alguien con
el rostro cubierto bajo un sombrero
escurrido. Poncho corriente de pobre hechura, calzón
rotoso negro, ojotas miserables que sujetaban sus
dedos retorcidos.
-Don Andresito... Ese tayta Feliciano Urbina, quiere hablar con usted.
Susurraba para que nadie lo escuche. El espantajo salió por delante mojando su raquítica existencia. Lo mismo hizo Gamboa. Por más que en el trayecto trataba de pegarse a los muros, la caída oblicua del agua lo alcanzaba. Unas cuadras más y ya tenía ensopado el poncho de alpaca; el sombrero de ala corta amenazaba escurrírsele como el que llevaba su improvisado guía. Llegando a la chichería del barrio Tipón, el pequeño volteó y señaló la entrada invitándolo a pasar. Los ojos buscaron identificar, en la oscuridad del recinto, a los dueños de aquellas botas con espuelas que estaban sentados alrededor de la pieza sobre bancas y sacos de grano.
-Ha llegado nuestro ilustre invitado -anunció
una voz acercándosele. Por fin
reconocía al doctor Urbina. La vista ya acostumbrada
a la penumbra de la
chichería identificó a los demás
notables de Huanta. Los traidores que se apuraron en
pactar con el enemigo, ahora se reunían en Mío. Uno
de ellos jugaba con la punta del fuete sobre el piso de tierra,
mientras los cuyes de la casa peleaban a chillidos.
Alguien le ofreció un enorme vaso
de chicha. Allí estaban Antonio Huamán,
Odilón Vega, Isidoro Vargas. No alcanzó
a distinguir bien una figura oscura
que se agazapaba en las sombras.
-Y seguro que don Andrés Gamboa querrá
saber por qué lo invitamos a
venir... -Urbina colocó una mano en su hombro;
ese gesto lo ofendía. La
chichera andaba ocupada en tender el poncho húmedo
de Gamboa arriba del fogón en donde se asaban rocotos rellenos.
-Usted dirá pues, doctor... -alcanzó a pronunciar con timidez.
-Queremos que nuestro comandante de guerrillas
sepa que estamos enterados
de ese gran cambio en su vida. Lo hemos observado en
la iglesia de Carhuarán, y al parecer se ha
arrepentido de sus violencias...
Por fin reconocía la silueta que se agazapaba en el rincón más lejano. Era el padre Cabrera, cura de mistis que hacía la misa en latín. Con su bonete rojo no podía pasar desapercibido. El crucifijo enorme de su pecho podía servir para financiar cien montoneros; la cadena de plata pagaría veinte caballos con monturas de guerra.
-Por eso -prosigue Urbina- queremos invitarlo
para que se sume a nuestro
partido. Acabaremos con los caceristas, y necesitamos
un cristiano con
temple, con valor, como vuestra excelente persona.
-Usted dirá pues, señor...
-repitió mirando atropellarse a dos cuyes que
competían por ganar la oscuridad.
-El atrevido bandolero de Pancorbo quiso liarse a puñaladas con este digno amigo, tan solo porque ahora es un buen creyente. ¿No es así? La feria de Mío no tiene secretos, señor Gamboa... No para nosotros.
-Así fue... -el león se mostraba sumiso.
-Pero lo mejor, querido comandante, es que
ya acabamos con la cabeza de la
víbora y el cuerpo morirá solo. Pedirá
que le ayudemos a morir con cualquier actitud salvaje.
El guerrillero iquichano no demostró
sorpresa alguna. Temía por la vida de don Miguel
Lazón desde la noche en que soñó que un cóndor
le picaba los ojos a su cadáver. Yacían
en el suelo sus hijos también. Jugando con el sombrero de
ala corta entre los dedos, disimulaba sus auténticas
emociones.
-Quién será, pues, doctor... -levantó los hombros siempre con la mirada en el piso de tierra.
-Hemos dado muerte a Lazón. Ahora
necesitamos el apoyo de los iquichanos
para asegurar el triunfo sobre los caceristas. Ofrecemos
suspender los arriendos de los próximos cinco
años que ustedes deban a nuestras haciendas, así
como repartir entre los indios las tierras de Lazón. También
les daremos ganado para que los reproduzcan... Pronto
entenderán que los pierolistas somos los auténticos
protectores de los indios...
Hablaba ya borracho, con la lengua de trapo.
Sus partidarios bebían y
observaban desconfiados la presencia del guerrillero.
-Seremos pierolistas entonces, señor... ¿Qué nos queda? -dijo tímidamente don Andrés Gamboa en un gesto que sus antiguos compañeros de armas hubieran creído imposible.
Se sucedieron aplausos y vítores de los flemáticos observadores. Luego lo abrazarían y cantarían emocionados el himno nacional; todos, excepto el cura del bonete.
-¡Viva Piérola, carajo!
Algunos indios medrosos asomaban a ver lo
que pasaba en la chichería. El
doctor Urbina sacó su revólver y lo vació
contra el techo cargado de maíz
tierno.
-Te lo dije, Odilón... Cuando se les
muere el caudillo, los indios buscan otro. ¡La situación
es nuestra! -comentó a gritos Feliciano Vargas.
Al día siguiente, cuando Gamboa emprendía el camino de regreso montado en su mula con aperos de plata, lloró amargamente la muerte de don Miguel Lazón, aquel que los guiara en combates victoriosos sobre el ejército invasor. Lo habían matado como a un perro, a puñaladas y en su propia casa. También a uno de sus hijos y a otros jóvenes que se hallaban reunidos por casualidad. Recordaría entre lágrimas aquella tarde en que el sol se puso al alcance de la mano y que los colores celestiales sirvieron de fondo a las lanzas decoradas con cabezas de chilenos decapitados, tarde en que Lazón los condecoró en nombre del general Andrés Avelino Cáceres. En ese mismo día los notables de Huanta se volvieron iglesistas y abogaron por la pacificación y el desarme, temiendo que los indios armados reclamasen lo que siempre les había pertenecido. Ahora, los cobardes partidarios del general Iglesias, eran pierolistas. Y se hubieran casado con el diablo con tal de ponerse en contra del héroe de la Breña. Los guerrilleros llamaron “chileques” a aquellos blancos entreguistas. "Ccala-cuchis" les decían los chutos de las alturas.
-Ve carajo, si de algo sirvió hacerse
el cristiano... -murmuró enjugándose el
rostro.
Gracias a ese ardid conocía por propia
confesión a los asesinos de su
líder principal. Y se quedarían en Huanta
porque suponían la adhesión de los iquichanos.
Fueron testigos de su llanto las cumbres escarpadas
y los cactos que rodeaban el camino de herradura.
Diez días después los cerros
huantinos se tiñen de banderas coloradas. La
mañana es gris, fría y lluviosa, pero no
opaca el brillo de los fusiles y los
rejones. Juan Cusichi comanda junto con Gamboa a los
iquichanos desde la
cresta del Pultunchara. Lleva un Comblain que le arrebatara
a un joven
chileno después de ultimarlo a machetazos. Sus
orejas resecas cuelgan como
trofeo en el extremo de la culata. Desde Cerro-Calvario
hace señas Lucas
Huallasco, comandante de Huamanguilla, con más
de cuatrocientos
guerrilleros de a pie armados rudimentariamente. La mayoría
llevan lanzas y
huaracas, aunque uno que otro tiene un Peabody de pocas
municiones. José
Pancorbo ha traído a sus bravos de San José
de Secce, armados hasta los
dientes, por la bajada de Marcas. Son los
que más armas de fuego poseen.
Los bravos de Cedropata, comandados por don Manuel
Cárdenas, bajan por
el camino de Callki de cuatro en fondo. Suenan las caracolas
y huacra-pukus.
-Creo que a Urbina le ha avisado el diablo
-comenta Gamboa a su segundo
cuando ve las barricadas levantadas por los pierolistas.
En su traspiración
despide un suave aroma, mezcla de sudor y de yerbas
con que lo frotara el
laik'a de su comunidad para que las balas no le alcancen.
El padre Cabrera ha
nutrido a los pierolistas de fusiles enterrados en los
años de la guerra. Las
montañas verdes se oscurecen de emponchados que
bajan a atacar la ciudad.
A las seis de la tarde, Huanta es una
hoguera gigantesca con olor a carne
chamuscada. La sangre de los muertos de ambos bandos
se une en una sola
corriente que baja por las calles, incontenible
como una acequia. Sólo son
respetadas las casas de los barrios de Pumaccasa y Cruz
Verde. El barrio de
Cincoesquinas es arrasado por servir de refugio a la
última resistencia de los
traidores. Los presos, liberados por Urbina
para defender la ciudad, sirven de
juguete a los guerrilleros que cercenan sus miembros,
los castran y luego los
decapitan. Han cogido a Odilón Vega tratando de
huir. Hacen un hueco con
cuchillo tras de su barbilla, debajo de la lengua, y
por ahí le introducen la
punta de una soga para arrastrarlo de la quijada. Jalado
así por el caballo de
Juan Cusichi, es trajinado sobre los cactos y peñascos
del camino. El padrecito Tineo trata de interceder
por la integridad física de los vencidos, pero
no lo toman en cuenta. Ya han capturado a Urbina intentando esconderse
tras las faldas del cura Cabrera en la iglesia. Miguel Elías Lazón,
el hijo sobreviviente del líder asesinado, ha encabezado
la captura del infame homicida y manifiesta la intención
de trasladarlo a Ayacucho para entregarlo a las autoridades.
El cura Cabrera junto con el padrecito Tineo sostienen en hombros al derrotado, presa incontenible de aguda crisis de nervios. Por un momento la turba se deja guiar y forman columnas de cuatro en fondo para dirigirse en busca de justicia a Ayacucho. Emprenden la marcha a trote lento, agobiados por la dura jornada, empujando al prisionero a punta de lanza que camina sostenido por los dos frailes. Pero hay algo que no convence del todo al comandante de San José de Secce, algo que le hace subir de pronto un sabor a hiel amarga a los labios.
-¡Alto carajo!... -truena la voz de José Pancorbo en la oscuridad.
Se acerca el caballo de Andrés Gamboa y lo mismo hacen los otros comandantes guerrilleros. Los religiosos intercambian miradas preocupados, temiendo por la vida del reo. Urbina tiembla como si le atacasen súbitas tercianas.
-¡Este miserable debe morir aquí
y no hacernos viajar hasta Ayacucho!
¿Quién nos asegura que allá encontraremos
justicia? ¿Cuándo los jueces nos
han escuchado? -arenga Pancorbo a la multitud sudorosa
y fatigada por el
cruento combate.
-¡Sí!
- ¡Claro! -responden voces de aprobación desde diversos ángulos.
-¡Mátenlo!... ¡Maten al
asesino de nuestro taytayay Lazón!... -grita una
mujer de edad. El padre Cabrera se desespera suplicando
que no provoquen
la ira divina, se aferra a la montura de don Andrés
Gamboa.
-Piedad, hijo... Tú eres cristiano... -implora.
Los comandantes miran a don Andrés
temiendo una debilidad. El guerrillero
que prendía velas en el altar mayor de la catedral,
sostiene la mirada sobre aquella sotana negra en gesto
retador.
-¡Yo siempre he creído en las huacas,
padre!...¡Retírese! Grita el fiero
iquichano metiéndole el caballo por delante. Con
su propia lanza atraviesa el
cuerpo de Urbina arrancándole un gemido sordo.
El griterío es descomunal y
la multitud retacea el cadáver exhibiendo pedazos
de intestinos en la punta de
los rejones. El puente de Allpachaca se estremece bajo
el ruido ensordecedor
de los pututos que silban cantos fúnebres en la
noche.
Agosto, 1985