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CÓMO  CAZAR  A  LA  RAPOSA
 
  a los amigos lancheros de Yarinacocha
 

   Íbamos a buscar esa tarde a don Cristóbal Crispín surcando la laguna incendiada por el sol de las seis.  Me habían hablado de su experiencia vasta en andanzas por el monte virgen, de sus historias increíbles pero reales.

    - ¡Mira!... -me gritó el Boa desde la popa.

    Sujetaba con fuerza el timón con una mano mientras que con la otra me señalaba un bufeo colorado que se divertía en la estela dejada por la hélice.  El ruido del motor nos hacía gritar para comunicamos.  La noche peleaba el cielo a los celajes enormes que enrojecían la planicie selvática.  El bufeo nos toleró unos cuantos metros más y ya no volvimos a ver relucir su brillante lomo en los surcos acuáticos.

    Viramos hacia la orilla apagando el motor y dejando que nos condujera el impulso hacia el rancho donde empezaban a prender lamparines de kerosene.  Una vez que atracamos en la orilla, el Boa amarró las sogas al palenque húmedo y subimos por el camino que amenazaba ser cubierto por una baja vegetación ribereña.  Ya los insectos nocturnos competían en ruidos con los batracios cantores que llamaban a la lluvia.

    -Ahora lo vas a conocer al viejo... ¡Se pasa mi suegro! -me dijo orgulloso el Boa cantando mientras trepábanos.  Me había advertido que requería ser tratado con respeto.  Nos acarició un olor a pan recién sacado  del horno.  Silbamos fuerte para que supieran que nos acercábamos.

     - ¡Hola hijo!... En buena hora.

     -Don Cristóbal... Aquí le traigo un invitado pal' lonche...

     -¡En buena hora, en buena hora!

     El apretón hízome sentir los callos que cubrían su palma.

     -¿Y qué dice, pues, la maldita boa? -palmeó al yerno.

     -Ahí pues.  Teresa dice que la disculpe porque no lo ha venido a ver.

     -Así son las hijas, carajo, cuando nos las roba el marido... -sonrió- ...Ese maldita boa, carajo... -volvió a sonar sus espaldas.  Lucía como un suegro afectuoso y pronto lo confirmaría al saber que otro yerno habitaba con otra de sus hijas bajo su techo.  El Boa preguntó por su cuñado.

      -¿Y qués del Agustín, don Cristóbal?

      -Se ha ido el sirvengüenza llevando turistas a Cashibococha.  Les va a hacer creer que están en África a los gringos, el muy pen... denciero.

       Me presentaron a Ofelia, que no era tan delgada ni tan alta como la mujer del Boa.  Ella se apresuró en colocar dos tazas más en la rudimentaria mesa cuya madera estaba desgastada por el uso.  Dos nietas de don Cristóbal Crispín me observaron y corrieron avergonzadas.  Luego irían ganándole espacio a la vergüenza y se incorporarían poco a poco a la mesa.  El lamparín de kerosene respiraba colgado sobre nuestras cabezas, resistiendo la arremetida de una pléyade de insectos que se estrellaban despavoridos contra su cobertura transparente.

     -¡Asiento, asiento, jóvenes que ya no van a crecer! -bromeó dejándose caer sobre un sillón liso de madera. Todos lo secundamos. Hubiera querido arrojarme sobre la canastilla de fragantes panecillos que Cristina traía entre las manos. Ambas nietas se sirvieron primero, sin que ello molestara al patriarca que las contemplaba orgulloso, apoyando los codos en los brazos del sillón.

    Pensé por un instante en el valor que le da la gente sencilla a sus únicos muebles, incapaces de cuestionar su incomodidad.  En cambio los capitalinos, que todo lo poseen, hubieran preferido un cajón para sentarse antes que en ese incómodo sillón.

     -¿En qué piensa el amigo? -me sorprendió divagando.

     -En cosas que se cuentan de usted -supe esquivarlo y abreviar así un diálogo que de otra forma habría sido prolongado.  Sonrió con su dentadura manchada por el tabaco.

      -Cuídese de los mentirosos, joven... Por aquí abundan.

      -Me han contado, por ejemplo, que usted ha sido cazador de otorongos.

      -¡Aaaah!... Ya le fueron con el cuento del tigre, oiga usted.  Pero no me gusta mucho hablar de tigres, porque le tengo respeto al animalito ese.  Si lo he cazado, es por necesidá nomás.

      -¿Comerciante de pieles? -pregunté.

      -Nunca, joven.  Esa es pa' mí una tarea despreciable.  Tampoco tenía necesidá.  Lo que sí, lo he matado para que no se lleve al ganado, pa' que no me mate. Sólo así... En fin, cada uno con su creencia... Los chunchos le tienen respeto al venado, pero yo se lo tengo al otorongo.

     En las miradas que asomaban sobre las tazas se percibía espectativa por las palabras del viejo.  Les agradaban sus historias según podía intuir.  Las niñas se inquietaban en sus asientos intercambiando miradas ante la proximidad de un nuevo relato o quizás de uno antiguo y repetido, pero igual de fascinante.

      -¿Qué edad me echa usted, amigo?

      -Supongo que sesenta o sesenticinco... -respondí.

      El Boa mostró su nacarada dentadura bajo los bigotes lacios en una sonora carcajada. Las niñas también celebraron y Ofelia sonrió respetuosamente.

       -Tengo setentiocho, oiga usted -me lo dijo ladeando el rostro bajo el lamparín jadeante. En la mesa caían los primeros insectos derrotados.

       -Y hasta ahora puede cruzar a nado pal otro extremo... -aseguró el Boa.

       Quise dudarlo, pero la evidencia de un organismo aún fuerte me lo impedía.  Sus manos eran demasiado grandes y los antebrazos venosos se veían fortalecidos por un intenso trabajo físico.  Los pies descalzos sobre el entablado también eran grandes.

        -Así es amigo.  El hombre tiene que tener todo grande... -se había percatado del rápido examen visual-  Mano grande, pie grande, todo grande...

          -¿Todo grande?    -preguntó con malicia el yerno.

          -¡Todo grande! -confirmó el suegro guiñandonos un ojo.  Todos reímos.

       -Pero eso sí, nunca me he entregado al trago, ni a la cervecita ni al chuchuhuasito... Sólo al trabajo, oiga.  Y a otras cosas que no le hacen daño a nadies...

        Ya no quedaba en la canastilla sino un vago recuerdo de migajas.  Comprendí que la conversación más iba dirigida hacia mi persona, antes que al general de los presentes.  Era el invitado.

       -¿Y qué dice el Boa? -se dirigió al hijo político.

       -Ahí, pues, don Cristo... Que me están palabreando pa' coger una tierra en Palcazú...

        -¡Ah!  Eso sí que está bueno.  Ahí te vas a hacer hombre... En lugar de estar transportando gringuitos en bote.

       El Boa sonreía cabizbajo ante la mirada del anciano.

      -Ahí  laTeresita va a llorar cuando vea tu mano sin pellejo de tanto machetear. ¡Carajo!... Yo he sido colono toda mi vida... Ahora hay motosierra, generador, carretera.  Antes no había nada, ni calaminas.

     - ¿Usted es fundador de estos lugares?   -pregunté.

     -Hemos fundado más de una docena de caseríos de los cuales sólo queda este puerto ruinoso que, si no fuera por los turistas, ya hubiera desaparecido también. Aquí llegamos a vivir cuatro familias cuando no había nada más que unos cuantos chunchos.  Hubo que cruzar por aguajales pa' poder llegar... ¡Carajo! -suspiró.

      -¿Y la carretera?

      -¡Qué carretera ni carretera!  Yo le voy a decir que para abrir la trocha, que luego fue camino y después la convirtieron en carretera de cascajo, nadie quería ser voluntario. ¡Si había que meterse con el agua hasta el pecho pa' machetear!  Y ahí estaba la boa, el lagarto, la shushupe, el jergón... A lo menos se le introducía por el ano el canero o le picaba algún otro bicho.

        Ofelia retiraba las tazas de fierro enlozado y sus hijas le ayudaban con la canastilla y las migajas que habían quedado esparcidas sobre la mesa.  Desde la laguna durmiente nos llegaba el sonido de una piragua a motor que iba muy despacio.

        -¿Cómo encontraron la ruta? -susurró el Boa masticando la punta de sus bigotes.

          -No fuimos nosotros solos.  Déjame recordar... ¿Cómo se llamaba este indio cashibo, caramba? ¡Ah sí!... Ricardo Ortiz, que le decían “Bolivar”, fue el verdadero descubridor del camino que conduce hasta Pucallpa... A él deberían hacerle un monumento o una calle... y no tanto a Federico Basadre.  Recuerdo que él nos preparaba unas hierbas que las masticaba y nos las frotaba por todo el cuerpo y los pies.  Eran pa' que la boa y el lagarto nos dejaran pasar por el aguajal.  Así, si pisábamos a la boa o la rozábamos, ella se hacía a un ladito nomás, sin fastidiar...

     Pasamos a la salita en donde habían unos muebles viejos pero más cómodos que los del pequeño comedor.  En una estantería se agolpaban elementales textos escolares junto con algunos de veterinaria práctica.  En el estante más bajo envejecía una anacrónica colección de "Selecciones"' de los años cincuenta.  En la llanura amazónica ello constituía un tesoro cultural.

    Don Cristóbal se introdujo a las habitaciones interiores para luego salir con un atado de mapachos y una caja de fósforos.  La lámpara de kerosene había quedado en poder de Ofelia para que realizara tareas domésticas, y a nosotros nos alumbraba un mechero rudimentario hecho con el pedazo de una soguilla.

     Las nietas se arrellenaron en un sillón a punto de desarmarse. Les interesaba seguir oyendo al abuelo, transportándose a los escenarios de sus narraciones traídas de lugares o épocas inaccesibles para una mujer.

       -Toda la selva no es igual... -prosiguió -  La selva alta es diferente a estos aguajales; y la llanura virgen también es otra cosa. Allá hay animalitos que nuay acá.  Ustedes no conocen a la raposa, por ejemplo.

        -Algo he escuchado hablar...    -respondí.

        -Creo que es como el zorro, ¿no?   -precisó el Boa.

        -Pero ñato y más pequeño. Ya nuay por acá.  Eso se encuentra  donde hay selva muy tupida, por la montaña alta también.  Es un animalito muy jodido, oiga usted.  Roba gallinas, huevos, cecina... ¡Carajo!  ¡Qué animalito tan pendejo!  Hay veces que le ven por lugares como éste, pero raro... Muy raro.

        Se escuchaban las risitas como gemidos de las niñas ante las lisuras del anciano. Y es que cuanto más maduro es el hablante, mejor pronuncia las lisuras.

        -En esa época que andábamos con los caucheros, nos azotaba de vez en cuando la raposa.  Y se llevaba la gallina pa' matarla más allacito nomás.  Comía lo que quería y el resto lo dejaba hecho un desperdicio. ¡No había corral seguro!

        -Pero con una escopeta se soluciona el problema, don Cristóbal...

         Quise sugerir lo más lógico.  Él me escuchó y luego comenzó a estirar lentamente una mueca de burla.

       - ¡Qué escopeta le va a valer!  -rió- ...Eso no sirve pa' la raposa. Ese animalito es muy rápido y silencioso.  Sabe cuando usted lo tiene apuntando y corre cruzado pa' que falle la puntería. Conociendo que hay escopeta en una casa, no vuelve. Y si regresa, se asegura de que estén durmiendo.

     El Boa escuchaba silencioso con los brazos cruzados y las niñas se abstenían de hacer la más mínima manifestación.  Adentro Ofelia había terminado de lavar las tazas y se dedicaba a poner en remojo la fariña que el cuñado le trajera del puerto.  Sólo nos acompañaba el sonido lejano del lamparín de kerosene mientras que la luz insuficiente del mechero jugaba con nuestras sombras.

      -¿Y cómo la cazan entonces, don Cristo? -preguntó el Boa.

      -Ahí está el secreto, pué... -calló el viejo, como queriéndonos dejar con la historia inconclusa.

       -Ya pues, abuelo. Cuenta... -canturreó una de las niñas.

       -Cuenta, cuenta,  abuelito... -secundó la otra.

       Una corriente fresca espantó a la ola de calor que nos azotaba desde la tarde. En medio del silencio espectante, don Cristóbal Crispín sonreía a sus oyentes.

     -Ese bicho sólo se puede cazar con aguardiente.

     -¿Cómo dice?

     -Con aguardiente, pues joven... Se colocan varios platos con el aguardiente por los rincones de la propiedad... Luego, la raposa la huele desde lejos y viene corriendo a tomarla. Porque es alcohólico el animalito ese.  Fíjese usted.  Y uno escucha sus gritos y revolcadas de borracho en la noche. ¡Así como los ebrios cuando se les da por cantar!

      Hicieron falta algunos segundos para que retumbara en las calaminas la risotada amplia y voraz del Boa.  Y las risas asmáticas de las niñas que el abuelo disfrutaba como resultado feliz del relato.

     -Es lo único que me faltaba oir -dije cuando acabé de sosegar mi carcajada.

     -¿No me cree?... ¡Jajay, carajo!... Haga usted la prueba y verá que no es broma.  Nadies le dará solución para ese azote de corrales.  Ni escopeta, ni trampa, ni veneno... Una vez que está borracha, puede usted recién dispararle.

      Continuamos riéndonos con el Boa. La madre llamó a las niñas para acostarlas, aprovechando la finalización del relato.  No sin cierta rebeldía infantil, obedecieron.

     -Bueno jóvenes... pa' hoy ya he hablado demasiado.  Me van a disculpar porque los que nos levantamos temprano, nos acostamos temprano.  Si decide quedarse, que ahí lo acomode el maldita Boa, ques' como dueño de casa...   Está en su hogar, amigo... -me dijo a modo de despedida.

     Una vez que se hubo retirado con paso calmo el narrador, salimos al palenque de la orilla a verificar el amarre del cual dependía la seguridad de la única riqueza del Boa: su canoa a motor.  La noche nos brindó su orquestado concierto de alimañas y la frescura de una ventisca que apenas inmutaba a la tupida vegetación.

     Pasado el tiempo y con la distancia de por medio, recibí una carta escrita en tinta roja y con notables faltas ortográficas del puño y letra del Boa.  Había tardado en ponerla al correo por la distancia que separa a Palcazú del caserío "Nuevo Trujillo", donde hay servicio postal.  Me alegró saber que se había hecho colono y que ya vendía su primera madera.  Pero no era ese el objeto de la carta que tardara kilómetros y meses en llegar, sino decirme: "...la pura verdad, hermanito, la raposa se caza con aguardiente".

     Palabra de colono que no pude discutir.