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VENADO  BLANCO

 a la memoria de Aníbal Johnson
 

   El viejo Alcides Salazar me miró con desconfianza, cercano a la molestia de responder algo que le parecía inorportuno.  Mi insolencia de citadino me empujó a insistir una vez más sobre el asunto.  Sentado en bibirí sobre el tronco oscuro de chonta, movió la cabeza negativamente y encontró valor para darme una respuesta.

   -No, mi amigo... Yo ya no salgo a cazar... Vaya usté solo o llévese a uno de los muchachos...

   Parado sobre la tierra húmeda lo contemplé incrédulo, observando que no me quería mirar de frente al hablar.  El cambió la conversación hábilmente comentándome de la cosecha del café y de la mano de obra escasa para llevarla a cabo.  Sus perros, chuscos y flacos, me daban vueltas oliéndome y agitando los rabos.  Decidí en mi conciencia no hablar más sobre el tema.  La Melcha, su tercera mujer, nos ofreció café de un hervidor ennegrecido por la cocina de leña, mientras que su veintiunavo hijo lucía impúdico su desnudez en la puerta de la cabaña.  Conversamos hasta la noche de temas ajenos a aquellos que nos habían unido antes.

   Días más tarde, cuando bajé al pueblo, tuve la oportunidad de encontrar en un restaurant a Elías, uno de sus hijos mayores con el cual había mantenido cordial amistad en otros viajes.  Era bajo de estatura, musculoso y de unos veinticinco años.  Tomamos pausados una sola cerveza recordando los días en que cazábamos en las quebradas de Ríotigre.  Hablamos del tema predilecto de los colonos: la fuerza física. Y como anteriores veces, me demostró que tenía mejores brazos al hacer pulso sobre la mesa.

   - ¡Pura chamba!... -decía orgulloso, exhibiendo el magnífico biceps que me había vencido.  Hasta que por fin me animé a tocar un tema que parecía prohibido.

   -Quiero que seas franco, Elías. ¿Qué le está pasando a tu papá?

    Se esfumó de su rostro trigueño la alegría del encuentro y miró las puntas de sus botas de jebe.

   - ¡Aaaah, el viejo ... ! -suspiró-.  Menos mal no es nada de salud.  Lo que pasa es que ya está anciano pa' ir al monte.  Tú sabes que pa' internarse hay que ser recio, tener buena vista.. buenos reflejos...

   -Creo que me estás cojudeando... -insinué mirando el borde de mi vaso.  Los de la ciudad no tenemos el arraigado respeto por la privacidad que tienen los del campo y a veces cumplimos un rol ingrato.  Se lo demostré insistiendo en la pregunta.  Ya cuando estaba al borde de una respuesta violenta, prefirió sosegarse tratando de escoger las palabras, no sin antes recorrer con la mirada las otras mesas para ver si algún extraño oía la conversación.

   -Bueno hermanito, bueno... Voy a ser bien franco contigo, como siempre.  Pero no quiero que le hables a nadies de esto.  Tampoco seas pendejo y te burles. ¿Ta' bien?.. Tú sabes que el viejo no cree en huevadas, si con las justas en Dios...

   Fue entonces que me acomodé en la silla de palo para mirar la historia a través de sus ojos.  Entonces la vi más allá del relato.  Más allá de las espumas que botábamos de nuestros vasos y más allá de los mapachos que fumábamos.

   Luchaba la tarde por escampar en Ríotigre, luego que lloviera todo el día.  Don Alcides Salazar contemplaba el aguacero desde la terraza de madera, con ojo de buen conocedor, fumando por ratos.  Una vez que se despejó por completo el cielo, observó la trayectoria de los nubarrones negros hacia tierras bajas.  Entonces le dijo a su mujer:

   -Ya no va a llover...

   La Melcha lo escuchó desde la oscuridad del corredor, sentada en el suelo y dándole el seno a un mamón que ya caminaba.  Sus manos continuaban la tarea paralela de desgranar maíz en un costalillo extendido sobre las tablas del piso.  Y así, desde la sombra, lo vio alejarse con la escopeta hacia abajo y sin llevar ningún perro.  El decía que ..."cuando se construye agüeitadero, va uno solo a esperar sin bulla ni cigarro al animal"... Y también aseguraba que "si van dos, hay conversación", así que prefería hacerlo sin compañía.  La funda de suela cosida del machete, colgaba de su cintura y en el bolsillo llevaba dos cartuchos, porque "el que sabe cazar necesita sólo un tiro"... y el otro "...es pá' defenderse a la bajada...".

   Así lo vio su mujer la última vez que saliera hacia el monte.  Tenía que esperar, como otras veces, la detonación en la lejanía.  Al cabo de unas horas la trocha pariría la figura del cazador halando de las pezuñas al venado o al sajino.

   Pero pasaron las horas y la detonación no se escuchó.  No entraría aún la presa a lamer la sal, pensó.  El agüeitadero se construye en un claro del monte colgando una bolsita de lona con un puñado de sal.  La lluvia lo va mojando y escurriendo hasta formar un charco de agua salada debajo de él.  El animal buscaría todos los días su ración de sal allí, hasta acostumbrarse.  Así lo hacía con los mangos de las herramientas abandonadas en el campo, y por eso se encuentran roídas al día siguiente. La Melcha no durmió pensando en que su marido estaría chacchando en su escondite, esperando el amanecer como última esperanza de conseguir una presa.

   Ya cuando el día se desataba en una luminosidad implacable, ella caminó por chacras de yucas y cafetos buscando a los hijos del viejo Salazar, en sus dos anteriores mujeres, para que rastrearan sus huellas.

   Sólo el teniente-gobernador, Demetrio Vásquez, dueño de la única bodega de carretera en veinte kilómetros a la  redonda, se acercó a la chacra a comunicar que fueran a recogerlo a su negocio.

   -¡Vayan a recoger a ese chactoso, carajo!... ¡No sea que se chupe toda la chacta!... -exclamó sin ningún respeto.

   Don Alcides Salazar no era hombre de tragos y, según su mujer de turno, se hubiera emborrachado hasta con una cucharada de chicha.  La autoridad negó haberlo visto con escopeta alguna o con machete.  Fue entonces cuando Aquiles Salazar, el más fuerte de sus hijos,  trató de ahorcar con sus manos al tambero para que revelara el paradero del arma.  Pero fue inútil.

   El vecino Concepción Milla corroboró la versión, habiéndole visto llegar con los ojos desorbitados y las manos vacías,  justamente cuando obligaban a pagar una botella de guarapo al curcuncho Eliseo.  Epifanio Paredes, el ladrón de gallinas, también lo había visto bajando por la carretera corriendo como un caballo desbocado.
 

   Todos los chactosos que estuvieron en el momento de su llegada, coincidieron.  Arribó a la pulquería sin portar nada más que sus heridas y arañones, que no eran precisamente los de una hembra rebelde a sus caricias.  Ya cuando estuvo lo suficientemente borracho, contó aquella historia que hiciera enderezarse de miedo al curcuncho Eliseo y que suscitara las burlas de Concepción Milla, quien desde aquel momento le perdiera todo respeto.

   La contaría a cuantas personas entrasen a comprar velas o galletas de agua, o chacta.  Los bebedores soportarían su insistencia con tal de que se siguiera endeudando para mantener aquella corte de oyentes beodos.  Algunos clientes ocasionales, salían moviendo la cabeza. Otros, menos ajenos al monte virgen y sus mañas, lo atendían con cierta seriedad y convicción.

   -Ha visto al chullachaqui... -decían.

   Contó con detalles, y volvió a contarlo mil veces, sobre aquel hermoso venado blanco que lamía la sal de su agüeitadero, al cual apuntó y gatilló el arma sin que se produjera el disparo.  Requintó la mala calidad de cartuchos que le vendiera el teniente-gobemador Demetrio Vásquez.  Volvió a cargar y gatillar con su cartucho de emergencia, pero con la misma ineficacia del anterior, jurando por mi madre, carajo que a este Demetrio lo capo como a chancho apenas me lo cruce.  Se le subió la hiel a la boca y le temblaron las manos de impotencia ante la excelente presa.  Pero no contaba con aquella voz juvenil y timbrada del animal, que le habló con una confianza propia de un confidente.

   -Anda pues, Alcides ... ¿No te parece que ya matas demasiado?... -díjole el venado albino mirándole a los ojos.

   No le quedó otra que correr como un niño espantado.  Corrió y siguió corriendo sin importarle hacia donde.  Se introdujo entre trochas ya cubiertas por la vegetación cicatrizante.  Cayó en tahuampas y lodazales, y arrastrándose por una acequia de brevísima altura, logró salir hacia unas chacras cercanas a la carretera.  Caminó por ella hasta llegar a la tienducha llena de botellas polvorientas del teniente-gobernador.

   -Y hasta hoy sigue corriéndose de la aparición.

   Una sombra de incertidumbre se expresó en la cara de Elías al terminar de contarme la historia.  No sabía cuál sería mi reacción.  Al ver que no lo ofendía con una carcajada ni me mofaba del increíble relato, se incorporó.  Me dio la espalda mirando hacia el mostrador y pidió media caja de Pilsen heladas.  El aguacero infaltable empezaba a anunciarse en un golpeteo cada vez más intenso sobre las calaminas del pueblo.