Léase un capítulo de la novela ¿Por qué lloras Candelaria?, de Zelideth Chávez.
Capítulo X°
-María Teresa -sale su hermana del comedor- cálmate,
ven he preparado un matecito de toronjil con pimpinela.
Te va a tranquilizar -y la rodea con su brazo conduciéndola
como a una niña que acaba de darse un golpe.
Bebe cada sorbo con la avidez de una desenterrada. Un
largo silencio del que no pueden escapar las atrapa de
golpe.
-Pero ¿por qué, Denisse? ¿Por qué me hizo esto? ¿Qué
hice yo para merecer tanta maldad? -habla como si le
costara pronunciar las palabras.
-No pensó que te hacía daño, creía que era por tu bien
-le responde en tono ecuménico y agrega -además, me
contaron que al principio hubo una tremenda confusión.
Como Pavel y Roger Aguilar se parecían tanto, el día 27,
en las primeras horas nadie sabía cuál de los dos había
fallecido. Unos decían que era Pavel, otros que era Roger.
¿En qué, momento se enteró ella de la verdad? Tal vez fue
cuando estabas en pleno viaje, nunca lo supe -concluye
como si estuviera pensando en voz alta.
-¿Por mi bien? ¿Por mi bien me mandó hasta Brasil a
los diecisiete años? -casi grita.
-Es que ... bueno, ahora eres una profesional brillante
¿no? -titubea.
-¿Brillante? No sé, hermana, pero el costo fue muy
alto, y sigue siéndolo. Nunca entendí ese cariño. Cuando
era chica, me daba una paliza, después me bañaba y
peinaba muy cariñosa, diciendo que me castigaba para que
al crecer fuera buena esposa y buena madre. Nunca pude
entender esa manera de querer -dice moviendo la cabeza.
-Pero ella me contó que si esa vez no te hace huir te
hubieran llevado presa, como hicieron con todos los demás
chicos y chicas. A ella le entró un pánico terrible, no pudo
soportar la idea de que pudieran llevarte a la cárcel. Tú ya
no supiste eso, pero la mamá me contaba que si las madres
de esas chicas no hubieran ido a sentarse a la puerta de la
prefectura, cuántas cosas les hubieran pasado -se para,
toma un chal de la silla y se envuelve con él.
-Cómo saber si eso hubiera sido más terrible que todo
lo que pasé yo cuando la mamá me obligó a huir. Pero ya
nada de eso tiene importancia -responde enfática.
-Claro, claro ahora quieres saber qué es de Pavel -y la
mira de frente.
-Espera un momento, hermanita, dame unos minutos.
Tengo pánico a todo lo que puedas decirme, esto es tan
importante, tan grande para mí, que el miedo me gana. Sí,
claro, quiero saber dónde está, cómo esta. Siempre he
pensado que lo que viví ese día no fue verdad, que tal vez
fue producto de mi fantasía. Los humanos vemos y oímos
solo lo que queremos -habla como si la agotara mucho
hacerlo. Cierra los ojos para no ver esas imágenes que ya
tiene al frente, y revive la angustia con que pronunció el
nombre de su más grande amor aquel día:
"Pavel, grito. Pavel, desespero. Pavel, agonizo... Está
corriendo a veinte pasos delante de mí. El estruendo de los
primeros balazos ahogan mis gritos, quiero alcanzarlo,
advierto como en un relámpago que se desploma, el jeans
azul, la casaca marrón, su cara hundida en la tierra. Mi
corazón late alocado, quiero acurrucarme a su lado,
palparle el pecho vigoroso, la espalda, para cerciorarme de
que no le han entrado las balas, comprobar que solo ha
tropezado. Pero un compañero cae delante, otra compañera
se derrumba a mi lado, la turba me arrastra, me lleva en
vilo, escucho lamentos, maldiciones, ruegos, nadie agita
consignas, nadie protesta, estoy muda, tengo los dientes
apretados, solo quiero huir, volar sobre las cabezas rotas,
salir de esa titánica confusión de polvo, gases
lacrimógenos, pólvora, que van adueñándose de mis fosas
nasales, de mi garganta, de mis ojos, tropiezo, dos brazos
me sujetan en el aire, me arrastran a ciegas, me siguen
arrastrando, todos en estampida, corren, corren, corremos".
Se pone de pie con energía. Sacude la cabeza.
-¿Cómo quedó? ¿Manco, cojo, cuadraplégico? -suelta
las preguntas que lleva entre los ojos desde hace treinta
minutos.
-No, no. Gracias a Dios, la bala ingresó por el pulmón
derecho, le atravesó el izquierdo y se quedó a dos
centímetros del corazón. Fue un oficial que le disparó por
la espalda, alguien entrenado para no fallar. Decían
también que los oficiales son los que tienen esas balas
-concluye sin saber dónde poner los ojos.
-¿Y cómo sobrevivió? ¿Estuvo hospitalizado? ¿Lo
llevaron a Lima? ¿Qué pasó? Cuéntame todo, todo.
-Es una historia larga hermana. Haciendo indagaciones
y pesquisas la he ido armando año tras año. Yo sabía que
este día iba a llegar. En los periódicos de Lima no salió
casi nada de él, solo hablaban de los muertos, aquí, ni el
diario Los Andes lo mencionó -y continúa hablando como
liberándose de una larga condena -A Pavel lo recogieron
sin conocimiento y lo llevaron al hospital. En las
radiografías los médicos vieron que la bala se había
quedado instalada en la parte superior de la aurícula
izquierda, sin comprometer ni aurículas ni ventrículos.
Hubo junta de médicos y todos opinaron que debía
quedarse así, que sola se encapsularía, que era riesgoso
operarlo y prefirieron observar cómo evolucionaba.
Apostaron toda su esperanza a la juventud y fortaleza de
Pavel. Estuvo en coma ocho días, entre la vida y la muerte
y dos semanas más hospitalizado. Después huyó.
-¿Huyó?
-Sí, nadie se enteró cómo lo hizo, pero esa es la verdad.
Me dijeron que al principio todos pensaron que por ser un
militante de izquierda, los militares lo habían enviado preso
a Lima, a escondidas, porque nadie sabía lo que había
pasado. Estuvo desaparecido casi medio año, parece que
cuando él volvió aquí, Falconí ya no estaba. Vino otro
general, al que incluso llamaron el pacificador. El 73,
felizmente los militares ya no molestaban a nadie, más bien
querían hacerse perdonar por todo lo que hicieron. Él
reapareció en el mes de marzo, para la alegría de todo el
pueblo. No le hicieron nada. Comenzó a trabajar de
profesor en la Gran Unidad San Carlos, en el nuevo local,
justo al frente de donde lo hirieron ese día.
-¿Y cómo está ahora? -pregunta apostando su vida en
la respuesta.
-Es director de la Gran Unidad, ahí puedes encontrarlo.
Acosada por la emoción responde.
-No es fácil, primero tengo que asimilar esta nueva
situación, debo cerrar el capítulo del duelo que he
arrastrado todos estos años, luego enterrar mis fantasmas,
mi remordimiento, porque no era únicamente su muerte,
sino también mi conciencia. ¡Cómo lo abandoné en ese
instante! -habla como si lo hiciera consigo misma-. Y si no
murió, soy una traidora para él, lo desamparé cuando más
me necesitaba. Me habrá odiado todos estos años, me
seguirá odiando, no querrá ni verme -se desploma sobre
una silla.
-La fecha, la fecha ¿cuándo te entregó esa carta?
-agrega con todos sus anhelos convertidos en pregunta.
-El 77. Yo le rompí la fecha temiendo que me la
descubriera mamá. Podía decirle que era una carta antigua.
Muchas veces quise enviártela, pero no sabía cuál sería tu
reacción. Además no sabía como enfrentar el drama que
había ocasionado ella -responde agotada.
-Pero si me escribió esa carta el 77 es porque ya me
había perdonado -dice con el rostro iluminado de genuina
esperanza.
-Tienes que serenarte y tomar las cosas con mucha
calma.
-Sí, será mejor que primero tome una ducha tibia y
ordene mis pensamientos.
-Eso es un poco complicado aquí, espérame un ratito,
voy a calentar agua -y sale apresurada.
Camina en trance hacia la ducha. Abre la llave y el
agua empieza a deslizarse sobre un cuerpo del que quisiera
hacer desaparecer esas adiposidades que han empezado a
manifestarse a un lado y a otro de las caderas, los
indeseables centímetros en la cintura, los senos que ya
perdieron la turgencia de los diecisiete. El agua cae en su
cabello y sus manos extrañan la mata brillante y
voluminosa de antaño. Sólo ella sabe que ha tenido que
empezar a usar tinte para ocultar las detestables canas que
aparecen cada mes. Le cuesta salir del agua y enfrentarse al
espejo, soportar un registro minucioso de pómulos, frente,
boca, barbilla. Sin afeites, "la carita de muñeca de
biscuit"
ya no existe. Toma la toalla y se envuelve. No has venido a
un concurso de belleza María Teresa, sonríe con tristeza.
En la casa no hay teléfono, debe de ir hasta el parque
para hacer la llamada. Sale al sol de las once de una
mañana tersa como mejillas de niña. Camina con toda la
prisa que le permiten los 3.800 metros de altura sobre el
nivel del mar. Una sensación de libertad, que había
olvidado, la desborda. Ya no se siente haciendo equilibrio
sobre una cuerda y sin red. La brisa suave, acariciadora
que sube desde el lago, la fortifica. Marca el número y
pregunta por el director.
-¡Hola!... ¡Hola!
-Habla Pavel Huanca. ¿Con quién hablo por favor?
-Pavel, soy una persona a la que no ves hace muchos
años, y no sé si querrás ver...
-¿Aló? ¿Aló, estás ahí? ¿Eres tú María Teresa? ¡Eres
tú! Solo puedes ser tú. ¿Desde dónde llamas? ¿Dónde
estás?
-He llegado ayer, te estoy llamando desde el parque
Pino.
-¡Espérame! Voy enseguida.
¿Pasa el tiempo? No, no pasa. Se ha instalado en esas
palabras, en esos minutos que no corren, que se perpetúan.
Las nubes se han quedado quietas sobre el azul añil. Aire,
viento, día, hora, todo se ha detenido.
Solo puede evocar la fotografía captada por la lente de
sus ojos a los diecisiete: las mejillas relucientes, el brillo
cálido en su mirada, su soberbio perfil de cóndor. Inútil
imaginarlo con veinte años más. Siente que la fusión que
se interrumpió aquella vez, está por reiniciarse y se enerva.
Cap. X° de ¿Por qué lloras
Candelaria?, novela de Zelideth Chávez, ed. San
Marcos, Lima, 2003, 178 págs.
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