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FRACTURA DE RADIO

AUTODETERMINACIÓN


 

 La semana pasada hablábamos ampliamente acerca del nacionalismo, es decir, la doctrina que viene a decir que de eso que se llaman naciones se han de constituir estados y que, por ello mismo, de la perversión del sentimiento común de amor a la tierra se llegaba a la imposición del sometimiento a la autoridad estatal, como si fueran cosas compatibles. También veíamos que la falsedad de las fronteras entre lenguas, culturas, razas y pueblos hacían que el propio concepto de nación perdiera todo sentido, y más aún si cabe, cuando repasábamos los intentos de los defensores de las naciones en justificar dichas fronteras que albergarían algo así como una identidad nacional, siempre ficticia, arbitraria e impuesta, así como su interés  en imponer dicha identidad nacional uniforme e indiscutible sobre los súbditos. Pues bien, hoy vamos a hablar de algo que está estrechamente relacionado con la ilusión de las naciones, como es el llamado derecho de autodeterminación.

 Largo discuten los próceres del Poder a este respecto: que si el derecho de autodeterminación es universal, que si tiene sus limitaciones, que si hay que adecuarlo a las circunstancias políticas de cada momento, que si es irrenunciable, que depende para quién, que tal, que cual...

 En realidad todos vienen a admitir el derecho de autodeterminación de las naciones y estados. Claro que ahí empiezan los líos: que si la nación es España, que no, que España es una nación de naciones, que España no existe y en realidad las naciones son Euskadi, Galicia, Catalunya; perdona, querrás decir los Países Catalanes...

 Es decir, todos coinciden en que el derecho de autodeterminación consiste en el derecho de las entidades nacionales de escoger su forma de autogobierno. Lo que no conciben es la posibilidad de que la gente pudiera decidir prescindir de todo tipo de gobierno impuesto, o lo que es lo mismo, que la gente pudiera decidir sin más: siempre y en todo momento, sobre aquello que le afecta y sobre sus vidas, sin necesidad de someterse a las imposiciones y a la violencia de ningún estado.

 Esto es impensable. De hecho, los teóricos de la autodeterminación se topan una y otra vez con la contradicción que está en la esencia de eso que llaman democracia; es decir, el hecho de que se pretenda que haya Poder y que sea el pueblo el que lo ostenta; de que estén juntos en la misma palabra pueblo y poder, demo y cracia. Lo cual no puede ser, ya que si hay poder, el pueblo está necesariamente sometido ¿Quién si no? ¿Acaso no tenemos que obedecer las imposiciones de los poderosos, del Estado, del Dinero y sus administradores, es decir, de aquellos que realmente ostentan el Poder, o que el Poder les ostenta a ellos? ¿No te meten en la cárcel o te echan del trabajo si no haces lo que Ellos quieren? ¿Entonces a qué viene esa broma de que la soberanía reside en el pueblo?

 Porque según decía un experto de esos, en este caso, argumentando en contra del derecho de autodeterminación del País Vasco, si se concede el tal derecho, ¿qué razón habría para negárselo a cada una de las provincias, o sea a Álava, Gipuzkoa, etc? Y, tirando del hilo, tampoco habría razón para que no lo ostentasen las comarcas, los ayuntamientos, los pueblos y demás entidades de población, que podrían declararse, en un momento dado, independientes. En efecto, la conclusión lógica de todo este asunto sería que la gente pudiera decidir por sí misma, que todos tuviéramos ese derecho de autodeterminación. Pero como hemos visto que eso, para Ellos, no puede ser, porque en lugar de cracia tendríamos sólo ‘demo’, en algún lado tienen que cortar. Esta era la razón que alegaba el tal señor para negarle el derecho de autodeterminación al País Vasco, que empezaríamos por ahí y acabaríamos en la desintegración total. Pero un argumento parecido nos lo darían seguramente los nacionalistas vascos, aunque el corte lo hicieran en otro lado. Autodeterminación para el País Vasco, sí, pero para las provincias, comarcas y pueblos, ni pensarlo. Se pondría en peligro la unidad de la Patria

 En todo caso, lo que esconde la polémica sobre la autodeterminación es que hay un modelo que no se pone en duda: el modelo basado en el principio de Autoridad, el establecido de arriba a abajo, en el que unos creen que mandan y otros obedecen. Lo de que creen que mandan lo decimos, como otras veces hemos hablado aquí ya, porque los poderosos son los primeros esbirros, los más sumisos y serviles necesariamente. Un poderoso rebelde es algo inconcebible: su supuesto poder se vendría abajo en el acto.

 En fin, que se da por sentado un modelo jerárquico, de mando y obediencia; un modelo en el que lo que cuenta es la cracia, y no desde luego, el demo. ¿Pero es ese el único modelo posible? En realidad, a lo otro, no sé si habría que llamarlo modelo, puesto que eso supondría que ya está preestablecido, que ha de ser sacado del molde e impuesto. Y desde luego no se trataba de eso. Algo que surja de abajo, libre y espontáneamente, uno puede imaginarse cómo podría ser, pero no desde luego pontificar al respecto. No se debería imponer ningún preconcepto, a excepción de los que son básicos y de sentido común: es decir, la renuncia a la autoridad y, por tanto, que las decisiones se toman entre todos, sin que nadie pueda quedar excluido o marginado. Lo cual, como bien se ve, no es ninguna imposición, sino, precisamente una cura contra ellas.

 Esto no está en ningún libro, en ninguna Biblia. En aquellos casos en que se ha tratado de poner en práctica un modelo preestablecido, pongamos por caso el marxista, se ha tenido que hacer desde el autoritarismo y la imposición. La vanguardia, o sea, la cúpula de mandamases del Partido era la que sabía de qué iba la cosa y, por tanto, la que ostentaba el Poder, la que habría de concienciar a las masas para el triunfo de la revolución. A aquellos de entre las masas que no lo vieran muy claro enseguida se les tachaba de traidores y se les encarcelaba o se les eliminaba. Esa triste historia se ha repetido unas cuantas veces: en Ucrania y en Aragón, donde los generales del partido comunista se han ocupado de destruir revoluciones que no se ajustaban a su modelo, que no respetaban su jerarquía: ni la suya ni ninguna. El ejército bolchevique en Krondstadt, en 1919. El general Líster contra las colectividades de Aragón en el 37.

 Esa es la diferencia básica entre el comunismo libertario y el autoritario. O entre el anarquismo y el comunismo, si queréis. Que el primero no acepta jerarquía ni poder alguno que se pueda imponer a la decisión de la gente reunida en asambleas. Eso no quita, desde luego, para que dentro de los que se llaman anarquistas no hayamos sufrido actitudes autoritarias, dogmáticas o pontificales de aquellos que han sido iluminados por la visión fulgurante de la Anarquía y hayan tratado de imponer esa verdad revelada y de excomulgar a los disidentes, lo cual ha dado origen a frecuentes divisiones y a absurdos enconamientos e incomprensiones.

 Con lo cual, pensamos que lo que haya de pasar, que pase. No sabremos cómo será mientras no sea. Es la gente la que lo habrá de construir en ese momento, con el ingenio y los materiales que tengan a mano.

 Pero volvamos a ese antagonismo entre una sociedad construida desde arriba hacia abajo, desde el Poder, como la que sufrimos, y la posibilidad de que se construya de abajo arriba, desde la gente. Hay quien dice que esto último no puede ser, que la gente no tiene capacidad para decidir nada, para solucionar sus problemas, que hay que llevarnos con la vara al redil. Lo curioso es que muchos de estos, los que no son abiertamente fascistas, resulta que se consideran demócratas, es decir, defienden un sistema en el que se supone que la soberanía reside en el pueblo. Sin embargo se asustan ante la posibilidad de que eso pueda ocurrir de verdad y con todas sus consecuencias. E intentan sembrar el pánico ante el caos que se nos avecinaría. La miseria de la mayor parte de los habitantes de este planeta y la destrucción acelerada e imparable de las tierras, las aguas y los aires, por lo visto, no son para ellos, claros síntomas de caos a los que este sistema nos encamina.

 Pues estos, en realidad, lo que hacen es defender este caos, bajo su hipócrita palabrería democrática. Prefieren el hambre y el desierto a la posibilidad de que la gente sea libre y decida sobre sus vidas. Un mal menor, para ellos, ante lo que sería mucho más terrible. Terrible, claro está, para el poder, para los promotores del caos y la destrucción, porque, ¿acaso sería terrible para la gente el poder hablar de verdad, decidir libremente sobre aquello que nos afecta sin tener que agachar la cabeza? Ante esa posibilidad, el miedo y el engaño es su primera arma. El palo y la violencia es su último recurso y siempre lo tienen a mano.

 Y mientras ellos agitan sus amenazas y sus porras, nosotros seguimos utilizando nuestras únicas armas: la palabra y la razón. Porque lo dicho hasta ahora ya valdría para que este Orden caótico, este sistema injusto, criminal e insostenible desapareciera: simplemente el derecho de la gente sobre sus propias vidas. Ese sí que es un derecho natural e irrenunciable.

 Quizá algunos sacarían a relucir el tema de la eficacia. Que no funcionaría, que no sería eficaz. Si nos engañáramos y fuéramos resignados diríamos que es igual, que nuestra vida es nuestra, aunque sea ineficaz. Que ese derecho es irrenunciable. Pero ¿a qué llaman ellos eficaz? Desde luego en mandar a la gente al cementerio con sus guerras y con el hambre de su explotación sí que son eficaces. También destruyen los bosques de la Amazonia a un ritmo tan eficaz que dentro de poco no quedará nada. Son tremendamente eficaces en producir basura, dolor, desesperación, muerte. Eso no se lo negamos.

 ¿En qué manos pondría usted, querido y querida oyente la resolución de sus problemas? ¿En aquellos que sólo buscan el lucro y el beneficio a cualquier precio y sin escrúpulos, es decir, en aquellos que triunfan y mandan en esta sociedad tan moderna y competitiva? ¿En aquellos que obedecen a ese principio básico del capitalismo de obtener el máximo beneficio al mínimo coste, quedando usted incluido en el apartado ‘costes que hay que reducir’ y, por tanto, sin participación en los supuestos beneficios? ¿O preferiría que fueran usted y aquellos que viven a su alrededor los que pudieran decidir sobre lo que les afecta? ¿Decidirían ustedes irse al paro, morirse de hambre, destrozar los bosques cercanos?

 Esta claro que no. Es bastante lógico pensar que aquello que se decide entre todos, sin presiones ni imposiciones, suele ser lo que, al menos aparentemente, parece lo mejor o más beneficioso para todos. Y si no es así, nada impide que se pueda rectificar y aprender. ¿Qué necesidad habría de que alguien mandara ahí?; ¿por qué habría de imponer nadie su voluntad frente a lo que la gente pensara?; ¿qué beneficio reportaría eso al colectivo?

La esperanza de que una organización establecida desde abajo, desde la gente pueda funcionar nos llega por varias vías. La de la lógica y la de la experiencia. Por experiencia, ya que hemos visto cómo funcionaban, por ejemplo, las colectividades agrícolas y las fábricas colectivizadas en Aragón, Cataluña y otros lugares en los tiempos de revolución social y guerra contra el fascismo, en el 36 y 37. Los campesinos miserables que malvivían de las migajas del terrateniente pasaron a ser dueños, entre todos de las tierras y de sus frutos. El hambre quedó desterrada e, incluso, se llegaron a innovaciones técnicas impensables para la época. EN las fábricas, los jornales aumentaron y desapareció aquello del paro con el que nos chantajean. Eso ha ocurrido en otros momentos y en otras tierras. Eso ha funcionado y se ha demostrado que se puede vivir de manera que todos puedan cubrir sus necesidades sin tener que servir a nadie. La memoria de estos momentos es de lo más peligroso para el poder, que nunca ha escatimado represión para borrarla.

Además, parece lógico, que sean aquellos que están más cerca de los problemas los que podrán resolverlos de la forma más beneficiosa para todos. El Poder resuelve sus problemas inundando pueblos por decreto con sus pantanos, o mandando a sus soldados o policías. Eso es impensable entre gente libre. ¿Por qué habría la gente de atacarse a sí misma? ¿Por qué habría nadie de pasar hambre, habiendo qué comer? Es una cuestión de perspectiva: para la gente, lo importante es vivir dignamente. Toda la gente, sin exclusiones, porque todo es de todos y nadie es dueño de nada. El Poder, desde sus alturas, tiene otros intereses. El primero de ellos, lógicamente, es el de perdurar, mantener los privilegios de sus servidores. Ante tales intereses, la vida de la gente es secundaria, como bien se ve. No importa que haya gente que tenga que mendigar y dormir en la calle. No importa que viva gente cerca de ese cementerio radiactivo que queremos colocar. No importa que nuestro poder se asiente sobre la miseria de África, América Latina, Asia, el este de Europa y buena parte de nuestra población, si las cifras y estadísticas macroeconómicas se ajustan a nuestras previsiones.

 Y cuando las decisiones del Poder afecten negativamente a un colectivo, a una población, a quien sea, estos habrán de someterse necesariamente a eso que llaman el ‘interés general’, que es como llaman ahora a eso que antes decían de sacrificarse por la patria, y que podría traducirse en que ‘hay que joderse porque sí’, porque lo digo yo y punto. En tales casos, la gente, como siempre, nada tiene que decir. Si presentan resistencia son presentados ante la opinión pública como sediciosos y terroristas peligrosos y se recurre a la fuerza bruta para reducirlos. Han de someterse al ‘interés general’ que dicta el Poder. La gente no tiene cabida en ese ‘interés general’ que tanto beneficia a todos.

 Y del mismo modo, el sistema económico intenta someter absolutamente todo al modelo de rapiña que institucionaliza el capitalismo. Las tierras y las vidas no tienen valor si no se extrae beneficio económico de ellas. Y, por tanto, si para extraer dicho beneficio hay que pasar por encima de vidas y tierras, se hace sin dudar. ¿Sabéis lo que es la competitividad esa tan maravillosa de la que tanto nos hablan? Pues aquí aparece: la empresa y el empresario que tenga algún reparo o escrúpulo en obtener sus beneficios a costa de lo que sea, ese es el que pierde la partida, el que no resulta competitivo. Este sistema económico absolutamente aberrante y demencial premia y promociona al más criminal, al más irresponsable, incluso al más asesino. Ese sí que llega a ser competitivo. Y es que parece claro que eso de la competitividad acaba siendo lo contrario de lo que sería una economía al servicio de la gente y sus necesidades. Eso no se tiene en cuenta. Es más, es un obstáculo que hay que eliminar y recortar, ahora que los estados se comportan también como empresas y tienen que alcanzar tales niveles de competitividad. La vida de la gente, como siempre, lo último, lo prescindible.

 Pero nosotros decimos lo que diría cualquiera: Primero la gente. La gente es lo que cuenta, lo principal y ninguna vida ha de ser sacrificada a ningún Dios. Ni al Dios de las alturas, ni al dios de la rentabilidad, ni al del libre comercio. Primero la gente y la tierra.
 


Este texto se emitió por primera vez en la primavera del 99

 

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