UNA MUJER GANA EL PARÍS-DAKAR: YA ERA HORA
La publicidad, como bien se sabe, tiene el corazón hecho de vil metal. Ninguno de los elementos de un anuncio es gratuito: todos ellos están perfectamente estudiados para su único fin: la persuasión, que es la forma bien vista de decir el engaño. Por lo tanto, los valores éticos, los sentimientos que se transmiten en un espacio publicitario deben servir a ese objetivo único, para crear ese deseo, esa necesidad que antes no existía, esa necesidad ficticia, falsa. Si un anuncio apela a la solidaridad, es porque la solidaridad vende. Si en un anuncio de móviles de última generación aparecen niños de todos los colores es porque ese fingido buen rollito intercultural vende, a pesar de que la cruda realidad nos hable de la mayor parte de la población mundial viviendo en la miseria y, desde luego, sin acceso a las nuevas tecnologías y sin ganas de preguntarle sonrientemente a usted, consumidor occidental, si está preparado para el futuro de las telecomunicaciones.
Porque a la vez que nos venden los móviles de ultimísima generación que incorporan tres nuevas pijadas que nos hacían muchísima falta, aprovechan para vendernos mentiras. Mentiras como eso de que la globalización consiste en los chavalillos de mil colores que corretean lanzando sentencias enigmáticas y sugerentes sobre la interconexión de las nuevas redes en un ambiente muy étnico y muy pulcro, donde no se ve miseria, a donde no llega el olor fétido del agua contaminada que la gente se ve obligada a beber. Si la publicidad sirviera para comunicar cosas, para decir la verdad, entonces, cuando quisieran mostrar la globalización, se vería la globalización. Se vería la miseria, el hambre y la desesperación. Se vería el despojo y la violencia en nombre del progreso. Y cuando anunciaran a Endesa, se vería la Endesa de verdad, usurpando la tierra en la que desde hace miles de años viven los indígenas mapuches. Y cuando anunciaran Retevisión o alguna de las empresas del grupo, tipo Amena, se vería a sus trabajadores, libres como el sol cuando amanece, y se vería a la supervisora controlando el tiempo que lleva meando la teleoperadora y, ¡horror!, sin atender llamadas. Pero claro, entonces no iban a vender un peine. Tienen que mentir a la fuerza. Sin mentira no hay negocio. Y la publicidad es el negocio de la mentira.
Pero queda muy mono vender la ilusión de que el mundo es muy bonito y que cada vez lo va a ser más. Que vamos por el buen camino. Que la tecnología administrada por las grandes multinacionales va a traer la felicidad a las chabolas de la periferia de Bogotá o de Lagos. Así, de repente. No hace falta repartir la riqueza, ni acabar con la injusticia. ¡Qué va!, las cosas van bien, está clarísimo. Míralo en la publicidad.
Hay un anuncio especialmente grimoso entre los que estaban poniendo últimamente, en el cual se pretende vender un rollo feminista totalmente manipulado y falseado, aparte de representar una burla hacia el sufrimiento de pueblos como el saharaui.
¿Ya habéis caído? Pues sí, se trata del anuncio en el que aparece un hombre del desierto y empieza a contar, en un castellano aceptable, que el es hassaniya y que en las noches del desierto la costumbre de su pueblo es tal y cual. En medio de su relato, el creativo publicitario arroja un puñado de arena sobre su cara. Es un coche del París-Dakar que acaba de pasar a todo trapo. Pero también es una forma de decir, ¡cállate!, no nos cuentes rollos, que el anuncio no va de esto. Entonces el hombre del desierto dice una frase en hassaniya que el creativo publicitario nos subtitula diligente: “mujer tenía que ser”. A partir de ese momento la cámara se olvida del personaje accesorio, el bufón de esta historia y se va a lo que realmente importa. Dentro del coche, una mujer seria y concentradísima conduce velozmente. Y se nos informa de que esa tipa es la primera mujer que gana el París-Dakar y que ya era hora. Y claro, también se nos dice que el coche que conducía era de una marca que, lo siento, querido creativo publicitario, ahora mismo no recuerdo. Mecachis...
En este anuncio concurren una serie de elementos ideológicos muy reveladores, a la vez que ciertamente irritantes y malintencionados. Por un lado, la figura del hombre del desierto, el hazmerreír de la historia, que nos empieza a contar un cuento que, por supuesto, no nos interesa en absoluto. ¿Qué hostias nos va interesar cómo vive la gente del desierto? Se supone que nada en absoluto, así que el publicitario aprovecha para ridiculizar la figura incluso haciéndole dar unos saltitos para representar alguna de sus danzas. Unos saltitos estúpidos que nunca hemos visto dar a la gente de esa zona cuando baila.
El hombre se presenta además diciendo: “soy hassaniya”. El hassaniya, por cierto, es un dialecto del árabe que se habla principalmente en el Sáhara Occidental y en Mauritania. Nadie por allí diría “soy hassaniya”, sino “hablo hassaniya”. Y, a juzgar por el dominio del castellano que demuestra el actor que interpreta al hombre del desierto, podemos casi asegurar que se trata de un saharaui. Alguien que no diría “soy hassaniya”, sino, en todo caso, “soy saharaui”. Fíjense ustedes la manera tan enrevesada que han tenido de eludir el conflicto, la afrenta y el desprecio que ha supuesto el hecho de que el rally pasara por tierras de los saharauis, a pesar de las protestas del Frente Polisario y del riesgo de que pudiera reanudarse el conflicto armado. Pero eso no importa: el espectáculo y el dinero es lo que cuenta, la gente es lo de menos. El coche pasa a toda velocidad, la arena salta sobre el rostro del hombre del desierto.
Y cuando la arena del coche invasor salta sobre el rostro del saharaui, a éste no se le ocurre cagarse en el Paris-Dakar, en la usurpación de sus tierras, en el asqueroso desprecio que muestran los occidentales, en el peligro para la población local (no olvidemos que hace unos pocos años una niña murió atropellada/asesinada durante el transcurso de este funesto rally). Pues no, el creativo publicitario ha decidido que lo que tiene que decir el saharaui-que-no-debe-aparecer-como-tal es: “Mujer tenía que ser”. Claro, ya se sabe que los musulmanes son todos unos machistas y que el bufón de esta historia tiene que representar también ese elemento retrógrado.
Lo que también oculta el anuncio es que precisamente entre los saharauis de los campos de refugiados es donde probablemente se da menos discriminación hacia las mujeres de todo el mundo árabe. Donde una mujer puede vivir sola, separarse de su marido, tener una profesión, ser doctora, etc. Pero claro, la verdad no inquieta al creativo de mentiras. Los estereotipos son su materia prima.
Estereotipos que bajo una apariencia de feminismo van directamente en contra de las mujeres y de la inteligencia. Una mujer gana el París-Dakar y las ruedas de su coche arrojan tierra sobre el rostro de los nadie: ya era hora, dicen. Una mujer militar, una mujer policía, una mujer empresaria, una mujer ministra: ya era hora. Las mujeres adoptan el rol masculino, el rol del poder y no se plantean un mundo distinto, un mundo mejor: ya era hora.
El rally París-Dakar es un insulto para los pueblos por cuyos territorios atraviesa. Una exhibición de prepotencia publicitaria ante los miserables. Sin contar con los caminos y los puentes destruidos tras el paso del tonelaje de la hipocresía, o con los atropellos y las muertes. O con el desprecio hacia las advertencias de los saharauis y con el peligro para la paz en la zona. No merece la pena que lo gane una mujer. Contribuir a la miseria de esta mierda de sistema no nos va a hacer sentir más orgullosas.
Este texto se emitió por primera vez
Fractura de Radio
se emite |