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FRACTURA DE RADIO

DESARROLLO


 

    Parece ser que el desarrollo, el crecimiento económico es algo bueno y deseable. Al menos eso es lo que repiten aquellos que tienen voz en esta sociedad, es decir, los grandes medios de comunicación, los políticos, los empresarios, los llamados expertos... Si lo dicen, es porque será verdad, ¿para que nos vamos a molestar nosotros en darle vueltas al asunto? Habrá que hacer caso de las cosas que dicen los que saben.

 Pero vamos a permitirnos el lujo de dudar, de intentar averiguar por qué es tan bueno eso. No es que queramos enmendarle la plana a los dueños de la verdad, líbrenos quien pueda de semejante desatino. Simplemente queremos saber nosotros también por qué es tan beneficioso eso del desarrollo y el crecimiento económico y, en general, el capitalismo que ya se ha hecho global e impera por méritos propios en el mundo entero. Y que nos perdonen los grandes hombres de esta sociedad. Ya sabemos que no tenemos derecho ninguno a abrir la boca, pero, por esta vez, pase.

 A partir del siglo pasado se empezó a glorificar la idea de Progreso, con aquello de la revolución industrial y, paralelamente, la mecanización del campo y de los cultivos. Una revolución industrial que fue posible gracias a las enormes riquezas que los países europeos extrajeron de las colonias, es decir, del resto del mundo. Riquezas astronómicas que provenían de la conquista y el saqueo del mundo entero por parte de las potencias europeas. Las monedas de oro se agolpaban en los depósitos de los bancos de Londres, tratando de olvidar de que aleación estaban hechas, tratando que nadie viera en ellas esa mezcla de mineral y de vidas sacrificadas. Las vidas de las legiones de indios que extraían, día tras día, de sol a sol, la plata del cerro de Potosí; las de los esclavos arrancados de su tierra africana, obligados a entregar el resto de sus vidas para mayor enriquecimiento de los dueños de las tierras y de las personas.

 De este modo se abrió paso la revolución industrial, con la mano de obra barata de los campesinos europeos expulsados de sus tierras por la mecanización del campo, agolpándose en los suburbios de las ciudades industriales y mineras; con la materia prima, barata y abundante, que los esclavos producían en las colonias y con el oro amasado en el expolio de esas mismas tierras. El viejo orden cedía su lugar al Imperio del Dinero, de la industria y el comercio, al nuevo orden capitalista. Las viejas aristocracias y casas reales cedían su puesto a los nuevos poderosos, los que amasaban su fortuna con las florecientes industrias y los que comerciaban con materias primas, productos manufacturados y esclavos. Los avances tecnológicos abrían nuevas perspectivas de enriquecimiento. Normalmente esta historia nos la cuentan más bonita, olvidando el lado feo, el del expolio y la esclavitud. Lo siento.

  En las fábricas, mientras tanto, las máquinas iban desplazando a las personas, con el consiguiente ahorro en mano de obra. Las máquinas eran rentables si servían para abaratar la producción, para reducir los costes, para conseguir más beneficios, para conseguir productos que compitieran mejor en el mercado. La gente poco importaba: tanto como trabajadores como consumidores, entraban a formar parte del mecanismo del mercado, al igual que las mercancía y las materias primas. El mercado se rige por sus propias leyes: la ley de la oferta y la demanda, el principio máximo de obtener el máximo beneficio al menor coste. En las leyes del mercado, los trabajadores se convierten en costes laborales, susceptibles de ser reducidos tanto como se pueda para mayor abaratamiento de la producción y obtención de beneficios. Unos beneficios que no revierten en la propia gente, sino que se concentran en grandes acumulaciones de capitales que, además de permitir vivir de forma ostentosa a sus poseedores, vuelven a entrar en el mercado con la intención de generar nuevos y más cuantiosos beneficios. El Capital, si no se mueve, no vale nada. Como se ve, en el fondo, poco ha cambiado desde entonces.

 Las máquinas podrían haber servido para que la gente trabajara menos y de forma más cómoda, tanto en los campos como en la producción de los bienes necesarios. Pero esos avances técnicos no eran para la gente: esos artefactos tenían dueño. Los mismos que eran y siguen siendo los dueños de las tierras y de las vidas.

 Y ahora estamos aquí, sobre esos cimientos. El capitalismo se ha asentado y se ha hecho global, mundial. La producción sigue creciendo, la economía mundial engorda cada vez más, pero las necesidades de la gente siguen sin ser cubiertas. La miseria se extiende más y más por todo el Planeta. Al Capital no le es rentable satisfacer las necesidades y deseos de la gente y, por tanto, no lo hace. Si a un empresario le diera por retribuir justamente a sus trabajadores y por producir cosas útiles y necesarias, dejaría de ser competitivo, sería arrojado a la cuneta por sus competidores. Por eso ningún empresario actuaría así. El capitalismo premia el expolio y la producción inútil. Nosotros, la gente, no somos rentables; por eso dicen que sobramos tantos en tal empresa y cosas así.

 No somos nosotros, la gente, algo por lo que merezca preocuparse mucho dentro de este sistema económico. Los financieros y especuladores tienen cosas más importantes en la cabeza: no pueden perder el tiempo con esas menudencias. Las empresas no pueden dedicarse a otra cosa que no sea generar beneficios. El Capital se mueve y crece: no puede parar. Si lo hiciera, no sería nada: se vería bien a las claras el vacío de que está hecho. Se vería bien clarito para qué han sido sacrificadas tantas horas de trabajo, tantas vidas y tantas tierras: para nada. Para nada realmente útil y provechoso. Únicamente para seguir manteniendo ese inútil baile de cifras, el movimiento perpetuo con el que la nada disimula el vacío de que está hecha. El mismo vacío y el mismo aburrimiento que impregna las tediosas jornadas laborales y que se extiende incluso fuera de las mismas, para mayor gloria y beneficio de la Industria del Entretenimiento, que sabe que su negocio consiste en el tedio, en que la gente no sepa que hacer y que, por eso, intente divertirse desesperadamente, intente escapar del vacío.

 Un mecanismo cruel que necesita ser alimentado constantemente a base de horas de trabajo y materias primas. Y el resultado final del proceso, lo que al final se está produciendo, es basura. Gigantescas montañas de toneladas de basura se acumulan en los extrarradios de las grandes ciudades. Monumentos al despilfarro y a la inutilidad donde malviven rebuscando los despreciados de la sociedad, los que sobran.

 Los productos tienen cada vez la vida más corta. Cada vez son más rápidamente sustituidos por los nuevos productos que se lanzan al mercado, cada vez tardan menos en convertirse en basura. Es la pura lógica del capitalismo, actuando sin trabas. Las empresas necesitan vender, cuanto más mejor. Conseguir que la gente cambie antes de coche, de pantalones, de zapatillas deportivas, de ordenador. Eso supone beneficios, supone el triunfo sobre la competencia. Lo de menos es que la gente necesite tales productos: para eso esta la publicidad y sus legiones de creativos, malgastando su ingenio en convencer y seducir a la gente para que compre lo que maldita la falta que le hace. Lo de menos es la gente que trabaja para fabricarlos, en condiciones cada vez más miserables a medida que el capital tiene menos trabas en buscar las mejores ofertas de esclavos en cualquier lugar del mundo, gracias a eso que se llama liberalización, globalización. Lo de menos es la gente.

 Y para trasladar los rápidamente y de forma barata los productos que son producidos en cualquier rincón del mundo, las grandes empresas necesitan grandes vías de comunicación. Grandes carreteras y autopistas, aeropuertos grandes y modernos, carísimos y ruinosos trenes de alta velocidad. Se trata de obras pagadas con dinero público en todos los países, bajo la excusa de la modernización y de dotarse de unas infraestructuras competitivas. Gracias a ellas, las macroempresas colocan su producción en cualquier parte del mundo con costes bajísimos, lo que les permite desbaratar los mercados locales, incapaces de competir. Los comerciantes, agricultores y pequeños productores son absorbidos en parte y algunos pasan a convertirse en precarios asalariados. La parte sobrante simplemente se desprecia.

 ¿Qué intenciones mueven a las grandes empresas a la conquista de nuevos mercados? ¿Acaso es el afán filantrópico de ayudar a las gentes de tal o cual lugar? Sólo de pensarlo es fácil que a uno le entre la risa. El principio de organización capitalista es tajante y claro: desbancar a la competencia, estar por encima de los demás, ser el número uno, la batalla continua, la guerra. ¿Acaso piensa alguien que la economía pudiera servir para otra cosa?

 Esa es la mentalidad empresarial que todos aquellos que se venden al mejor postor en el mercado laboral debemos asumir. Es la guerra de todos contra todos, pisándose unos a otros para escalar en la montaña formada por los cuerpos de los que no han podido llegar más alto. La locura y la violencia es el principio que rige la vida social. Todos quieren ser alguien importante. Y si eso no se logra mediante el éxito laboral, hay quien supera su frustración descerrajando su cargador sobre los cuerpos de unos cuantos infelices, a cambio de unos pocos minutos de gloria y fama en los telediarios.

 El Capital necesita moverse cada vez en mayores cantidades para producir más basura. Para ello es necesario esquilmar los recursos naturales en todo el mundo. Casi no queda rincón del planeta que no haya sido violado por las garras de la codicia. Los pueblos indígenas, cada vez más acorralados, ven constantemente usurpadas sus tierras. Sus descendientes serán niños de la calle en cualquiera de las urbes descomunales de las márgenes del mundo. Sin raíces, sin esperanza. La sabiduría milenaria, las infinitas visiones del mundo de los pueblos, sus lenguas, sus culturas, desaparecen ante el avance implacable, insaciable de la barbarie capitalista.

 Esta locura global tiene su cultura con la que avanza a la par. En el ideal del capitalismo, en el futuro que nos preparan, no hay lugar para las diferentes expresiones de la cultura popular. La cultura es una mercancía impuesta desde arriba, de la que todos somos clientes: también es un negocio rentable. La televisión llena de sangre las pantallas de los palacios y las chabolas en Caracas, en Bombay, en Nueva York o en Madrid. Todos comen hamburguesas de McDonalds, aunque, democráticamente, pueden elegir las del Burger King. Todos llevan zapatillas Nike, aunque también pueden preferir las Reebook: vivimos en democracia. Podemos elegir: Coca Cola o Pepsi Cola, Canal Satélite o Vía Digital, Narco o La Oreja de Van Gogh, Pryca o Continente, PP o PSOE. Podemos optar entre lo que nos mandan, entre las múltiples opciones que nos ofrece el mercado. Aparte de eso, no pintamos nada.

 Mantener una estructura tan tremendamente injusta y devastadora precisa de un control férreo. La industria del entretenimiento consigue adecuar el pensamiento de la gente a los imperativos del mercado. Los niños y las niñas, por ejemplo, son un buen negocio. No es rentable que anden por ahí inventándose juegos, pasándoselo bien. Hay que atarles a la videoconsola, al televisor; hay que hacerles ver mucha publicidad: que se pirren por tal marca de deportivos o por tal muñeco violento y justiciero. En fin, hay que educarlos para que se integren bien en esta sociedad. Y cuando sean más mayores, hay que seguir enseñándoles que no hay nada fuera del Gran Mercado. El coche, el móvil, el tiempo libre, siempre ligado al consumo. No hay lugar para los lugares de encuentro libres y gratuitos, donde no haga falta gastar, consumir para estar juntos, charlar o hacer lo que a uno o a una le apetezca. No hay lugar, por tanto, para las plazas públicas o los centros sociales. Ya se encargan de ello el Concejal de Urbanismo y la Policía Antidisturbios, respectivamente.

Los medios de comunicación, mientras tanto, ofrecen la ideología dominante como la única posible. Las noticias son también mercancías. Algunas venden bien, otras no merecen ni ser comentadas. El color de los calzoncillos del Presidente de los Estados Unidos es más importante que las matanzas de indígenas en Nueva Guinea por los matones de la industria maderera y del ejército indonesio. Hay que comprender a los medios de comunicación: también son empresas, también tienen que ser rentables. Y tampoco pueden enemistarse con sus anunciantes. Así que no les vayamos a pedir que digan la verdad o que sean honestos, faltaría más. No hay lugar para las otras voces, las que no repiten las consignas y los tópicos del Poder y del Dinero. La basura también inunda las ondas y el papel impreso.

La publicidad nos muestra la grandeza de una empresa líder en todo el mundo, como es Repsol y nos invita a comprar acciones y a participar de sus boyantes beneficios. Endesa patrocina certámenes que premian las mejores iniciativas medioambientales. Indra nos invita a entrar en el futuro de la alta tecnología. La publicidad no nos enseña las tierras de la Amazonia boliviana devastada por Repsol, ni los cuerpos de los indígenas muertos por intoxicación. Tampoco nos muestra las intenciones de Endesa en Chile de construir la presa del Bio Bio, que despojará de buena parte de sus tierras a aquellos indígenas pehuenches que todavía resisten el expolio sin marcharse a malvivir en las poblaciones de chabolas que inundan los alrededores de Santiago de Chile. No nos ofrece la publicidad noticia alguna sobre los negocios de venta de armas que Indra mantiene con el Estado turco, que desde hace décadas mantiene una guerra en el Kurdistán en la que han muerto decenas de miles de personas y centenares de pueblos y aldeas han sido arrasados y quemados. Nada es lo que parece. Y mientras tanto la publicidad nos invita a ser solidarios de la única manera en que puede hacerlo: mediante el consumo. Mientras te fumas tu Fortuna o te bebes tu Pepsi-Cola puedes tener la conciencia tranquila: algunas migajas caerán sobre los desposeídos del Planeta. Mientras, los estudios de mercado rastrean el éxito de tales campañas: ¿habremos llegado al público objetivo, a ese sector de jóvenes concienciados que están a favor del 0’7 y de las ONG’s? ¿Cuánto se han incrementado las ventas? ¿Cuál es el beneficio resultante, una vez restada la cantidad destinada a la ayuda humanitaria?

No hay lugar para la discrepancia, para la disidencia. Los Estados se gastan millonadas cada vez más desorbitadas en la violencia institucional organizada a través de los Ejércitos y los cuerpos policiales. Los pobres, cada vez más numerosos y desesperados son un peligro del que hay que defenderse. Mantenerlos a raya es una necesidad. La industria militar florece y prospera. Abundan los puestos de trabajo para nuevos reemplazos de pistoleros y mamporreros, públicos y privados. El Gobierno prefiere gastarse millonadas en blindar el Estrecho de Gibraltar, antes que conseguir que nadie pase hambre o tenga que dormir en las calles de las grandes ciudades.

 En el corazón más árido y pedregoso del desierto argelino, en los campos de refugiados saharauis de Tinduf no circula el dinero. Tampoco hay presos, si exceptuamos a los prisioneros de guerra marroquíes. Lo poco que hay se reparte entre todos y a todos llega: la comida, el agua, la ropa, las viviendas... No hay delincuencia, no hay violencia en las calles, no hay disparos. No hay gente muriéndose en la calle. La gente te mira abiertamente y con curiosidad. El dinero y los estereotipos de la televisión no entran en juego. Tú eres alguien distinto, pero no eres nadie de quien tener envidia, ni un saco de dólares al que sacar partido. Tu eres como yo, distinto de ti. La de maravillas que pueden pasar cuando no hay dinero de por medio.

 Así podría ser el mundo. Un mundo donde lo que de verdad importara fuera la gente, donde nadie tuviera que ser arrojado a la miseria, a la desesperación. Un mundo en el que la gente tuviera la primera y la última palabra, sin necesidad de que nadie viniese con engaños interesados a comernos el tarro ni a vendernos la moto. Un mundo donde se produjera lo necesario para cubrir las necesidades de toda la gente, sin excluir a nadie, sin esquilmar la tierra, sin echar a perder los bosques y los ríos. Un mundo donde no hubiese explotación ni dinero, donde no hubiese pobreza. Un lugar sin armas, ni ejércitos, ni fronteras, ni policías, ni políticos, ni empresarios. Así podría ser el mundo. Sólo así podría sobrevivir el mundo.

 ¡Vaya utopía fantasiosa y trasnochada! Seguramente estaréis pensando eso, ¿verdad? No nos está permitido pensar ni hablar de otra cosa que no sea esto a lo que nos han condenado. Esto es así y punto: nosotros no pintamos nada. De nada sirven estas imaginaciones. Hay que estar con los pies en la tierra, ¿no?

 Bueno, quién sabe. En todo caso, si estamos tan convencidos de que nada se puede hacer, de que todo está escrito, de que aquí no pintamos nada, nada haremos, desde luego, ni nada va a cambiar. A lo mejor el primer paso es empezar a no tragarnos las mentiras sobre las que se sostiene este caos. Quién sabe.
 
 


Este texto se emitió por primera vez en junio de 1999.

 

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