FALSAS SONRISAS
Las falsas sonrisas aparecen por todas partes, vivimos en el mundo de la simulación, de la mentira. Están dejando un mundo tan triste, tan espantosamente insulso y aburrido que hay que disimular, olvidarlo a cualquier precio, entretenerse de algún modo, engañarse constantemente. Todo es dinero, no pueden permitirse que quede nada que sea de verdad, ningún rastro de vida libre o de tierra sin dueño, que ponga en evidencia la gran falsificación. Hay que tapar esa tristeza que se pega a la piel con risas huecas y altisonantes que ahoguen cualquier palabra verdadera, cualquier razón que salga del corazón. Prohibido hablar de verdad. Prohibido reír de verdad. Tristes risas falsas, tan falsas como las monedas con las que pretenden comprar lo que no tiene precio, lo que no se deja vender: la voz, la risa, la vida y la tierra que aún resisten.
La alegría de verdad, la vida que no nos dejan vivir, no son rentables, son molestas. Nos roban la voz y nos llenan el silencio de con las frases hechas de los que dicen que saben, con los alaridos insultantes y autoritarios de la publicidad, con el soniquete sedante y anodino de la música de usar y tirar. Nos roban la tierra para llenarla de asfalto, desierto y basura. Nos vacían de esa vida que podría ser de verdad para que seamos mercancías rentables en el mercado laboral, mercancías sumisas, mezquinas e interesadas, siempre tristonas y llenas de preocupaciones, mercancías humanas siempre incompletas, ansiosas, necesitadas de que nos suministren nuestra dosis de entretenimiento para tapar el aburrimiento y la desesperación. El entretenimiento, gran negocio: la economía necesita gente aburrida y desesperada: el mundo va bien. Ese aburrimiento desesperado que no es sino la constatación, en el fondo, de lo que no queremos ni debemos reconocer. Que lo único que hay de verdad en todo este inmenso tinglao es una gran mentira. Que nos han robado todo. Y que los ladrones no son ni siquiera más felices que nosotros. El mundo se hunde en un gran bostezo, en medio del estrépito de los mercaderes de la feria.
Y nos quieren roban la risa. La risa franca y abierta que desenmascara y sonroja al impostor, la que desmonta la mentira. La que se ríe de los discursos pretenciosos y serios, vacíos y mil veces pronunciados con ese desganado entusiasmo aprendido de los expertos, de los políticos y economistas. La risa de verdad alegre nos quieren robar. La risa del niño y la niña que no entienden todavía de futuro, dinero, preocupaciones y aburrimiento. Esa que nos asalta a veces y nos libera de ser mercancías y esclavos de jefes, de horarios y de trabajos en los que nunca, si nos dejaran, se nos habría ocurrido perder el tiempo. Quieren robarnos la risa porque luego, si no, no nos la podrían vender. Y que, así, caminemos cabizbajos y en silencio por aceras, plazas y pasos de peatones, mientras, por todas partes, las falsas risas se burlan de nosotros desde las enormes vallas publicitarias.
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Nos roban la risa. Y una vez que nos vacían de alegría, quieren divertirnos. Si no, no podrían, no nos dejaríamos, no nos haría falta. Y cogen la risa que nos han robado para ponérsela a sus maniquíes de mentira, a sus monigotes publicitarios, a sus políticos ingeniosos, a los graciosillos profesionales de la TV. El técnico de sonido coloca sonrisas grabadas en los lugares supuestamente graciosos de las teleseries. Es un síntoma curioso, el hecho de que la industria del entretenimiento mueva tales millonadas como las que mueve. No debe andarle muy a la zaga al negocio de las armas, del petróleo y otros igualmente rentables y destructivos.
Un negocio que se nutre de ese aburrimiento que nos imponen, que no es otra cosa que el vacío que queda cuando todo, nuestras vidas incluidas, queda reducido a dinero, a cálculo y previsión; y lo que pudiera haber hay de utilidad, de placer, de alegría se convierte en precio, en cifra, en vacío, en nada.
Y una vez creado el vacío hay que llenarlo. Llenarlo con sustitutos de lo que una vez pudo haber ahí de verdad. La vida se convierte en una simulación.
Una simulación que se nutre de los productos que el mercado del entretenimiento ofrece para llenar las vidas vacías de los súbditos del capitalismo globalizado. La publicidad sirve para vender productos, nos dicen, aunque, a poco que se fije uno en los anuncios, lo que venden son ideas: alegría, originalidad, fuerza, autoridad, libertad, rebeldía. El objeto en venta es innecesario, pero la gente tiene hambre de algo más. El sistema es incapaz de proporcionar alegría, libertad y todo eso, así que intenta venderla. Aunque está claro que una libertad o un a alegría en venta nunca podrán ser más que falsificaciones, engaños. Retevisión te asegura que, gracias a ella, eres cada vez más libre. Puedes comprar libertad al precio de la explotación de sus trabajadores y trabajadoras, humillados con sueldos de risa, con turnos cambiantes y mareantes y con una disciplina férrea y fascista en el puesto de trabajo, donde te controlan hasta el tiempo que tardas en ir a mear. Como el sol cuando amanece, como el mar. Y no digamos nada de la supuesta rebeldía y originalidad que demuestras si acatas la orden y compras lo que te mandan. Don’t imitate, humiliate.
Los productos que ofrece el mercado son un buen pasatiempo para que no pase nada en la vida de la gente. Nada que no esté ya decidido, previsto y planificado. O sea, nada de verdad. Pero es que toda la vida esa que todavía se atreven a llamar pública cada vez es más eso: un espectáculo. Los que se suponen que mandan, no paran de actuar como malos payasos, siguiendo las indicaciones de sus asesores de imagen y sus departamentos de márketing. Puede ser rentable comentar esto entre sonrisas, pero ni se te ocurra sacar el otro tema. Conserva el temple y la sonrisa y ya verás como te vota todo Cristo. Son incapaces de hablar de verdad, sinceramente, honestamente. Han hecho del fingimiento su forma de vida. Y lo triste es que, lo mismo se creen que hacen lo mejor que pueden hacer por la comunidad. Y mientras, a la comunidad se la amordaza para que asista, callada y embobada, al espectáculo de la feria de las mentiras, las sonrisas calculadas y los fingimientos. Cualquier voz que intente hablar desde abajo es silenciada, menospreciada. No pintamos nada, más que como meros espectadores. Por eso, ellos intentan hacerlo lo mejor que pueden y tenernos constantemente entretenidos, para que, además de no decir nada, tampoco se nos ocurra hacer algo.
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Las semanas previas a las últimas elecciones, en mi calle, y en tres cuartas partes de Madrid, no paraban las excavadoras, las apisonadoras, los martillos neumáticos y demás melodiosos instrumentos de amenizarnos las jornadas a los vecinos. De repente, se desató una frenética fiebre de hacer obras electorales por parte del Ayuntamiento este que es capaz de multarte si andas corriendo sin causa justificada o esperas al autobús fuera de la marquesina. Por supuesto, ahí los vecinos no pintaban nada: no teníamos ni idea de lo que iban a hacer: ¿que hostias nos iba a importar a nosotros lo que hicieran en nuestra calle, como si las calles fueran de la gente? Al final, con las prisas, han conseguido que un cruce que ya era peligroso de antes y donde los cebollazos eran bastante frecuentes, ahora lo sea mucho más porque no se ve nada gracias al panel publicitario de la marquesina del autobús en su nueva ubicación. Un pequeño descuido que quizá cueste alguna vida entre el pueblo llano y la plebe, pero que no es nada si sopesamos los votos incautos recolectados y los ingresos publicitarios de la citada marquesina asesina, que es lo que de verdad importa. Lo que de verdad le importa al que hace y decide, en este caso, a nuestro amantísimo ayuntamiento. No lo que le pueda importar a la gente si fuera ella la que hiciese y decidiese, la pobre.
Esto venía más o menos a cuento de lo que hablábamos antes de la vida pública convertida en espectáculo y mercadeo, y en absoluto relacionada con la voz, la vida y las necesidades de verdad de la gente. O bueno, sí, relacionada en el sentido de engañarnos y convencernos de que lo que nos imponen era lo que necesitábamos y que con los que hablan en la vida pública, ¿qué necesidad hay de que nosotros abramos la boca, nosotros, que no estamos preparados?
Una vez que a la gente se le impide vivir, juntarse y hablar, se abren nuevos mercados. Porque, aparte de los que se acomodan y se acostumbran al engaño para evitarse líos, están esos otrs que sienten que algo falla aquí, que hay que hacer algo. Entonces se pueden vender cosas como la solidaridad. Lo hacen los políticos, las bebidas de burbujitas, las marcas de tabaco y hasta los juguetes bélicos y violentos, como el famoso Action Man. Solidaridad vendida, es decir, solidaridad falsa, para acallar las conciencias y evitar problemas sociales, como, por ejemplo, que la gente piense. Falsa solidaridad de oenegé oportunista que jamás denunciará las raíces de la injusticia. Falsa solidaridad que se anuncia hipócritamente a bombo y platillo, de la que hay que vanagloriarse para sacarle todo el partido. Falsa y asesina solidaridad que dice actuar altruistamente ayudando a los refugiados a los que insultamos y despreciamos llamándolos daños colaterales, si en un lamentable descuido los bombardeamos y masacramos.
Pero hay más mercado para los descontentos. Sectas iluminadas que te llevarán al nirvana; predicadores voceras que te conminan a seguir a Cristo y a no ser esclavo del dinero: (acento brasileiro) "sé generoso y desprendido: hashnos una suculenta aportasiõ na nuestra lucha contra u pecadu". También hay ideologías bien promovidas que sirven para canalizar el descontento y la ira, el sentimiento de vacío y la desesperación de la gente joven y hacer que el puño que habría de alzarse contra el Poder y su mentiroso tinglado, golpee a aquellos que están abajo, ahorrando así trabajo a las fuerzas de seguridad, que curiosamente, también tienen afición en molestar y agredir a los mismos, a los más pobres e indefensos. Ideologías como las de los fascistas, que se aprovechan de la prohibición que impone el sistema de poder pensar libremente, para descubrir donde está el verdadero enemigo, para vender acción, frente a la pasividad que impone el propio sistema. Ideologías que hacen un utilísimo favor al sistema, agrediendo más a los más agredidos por el sistema y su administración de miseria y engaño. Ideologías que nunca serán un peligro, ni se volverán contra el propio régimen, al compartir con él valores fundamentales, como el autoritarismo, la jerarquía, las patrias y las fronteras: o sea, todo aquello que sirva para que la gente esté siempre separada y enfrentada. Y en fin, podríamos seguir con esta lista de productos y subproductos ideológicos que podría hacerse interminable, sólo con que cumplan un requisito: que jamás apunten al corazón del problema, con lo cual, de una u otra manera, acabarán apuntando sobre la propia gente y nunca tolerarán que está se junte, hable y decida libremente, sin distinciones de ningún tipo y sin ningún jefe, mandamás, intermediario o intérprete iluminado de la voluntad colectiva: eso es lo que está prohibido, porque no hay manera de que se pueda vender.
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Tiene muchas consecuencias esa prohibición que pesa sobre nosotros, sobre la gente, sobre los de abajo, de no poder juntarnos, hablar y decidir libremente sobre lo que nos concierne. Una de ellas es esa tristeza disfrazada de sonrisas huecas, de la que hablábamos antes. Otra podría ser la propia devastación de nuestro planeta, de nuestras tierras, prostituidas y arrasadas para servir a la maquinaria de la fabricación de sustitutos y basura, a la fabricación y multiplicación de las inútiles y estériles cifras del Dinero moviéndose febril en las redes mundiales de la especulación informática, despojado incluso de soporte material alguno en forma de moneda, billete o incluso tarjeta de plástico, cada vez más cerca de Dios, de la nada. Y otra es la infelicidad adicional proporcionada por la esclavitud de las gentes a ese sistema de producción de inutilidades y basura; las interminables, tediosas horas de trabajo, bajo la autoridad del jefe de turno y la amenaza del paro y la pobreza.
Una tristeza y un vacío que procuran hacernos olvidar con sus entretenimientos, simulaciones y espectáculos, para que luego sigamos tragando mecha. Y, lógicamente, a nosotros también nos apetece hacerlo más llevadero, de ahí que la cosa les funcione. Nada más humano. Pero el precio de todo esto es el autoengaño, la prohibición de pensar de verdad, renunciar a nuestra propia vida y libertad. Es un precio muy alto. Es el precio más alto.
Y cuando los métodos de entretenimiento y motivación fallan, cuando la evidencia del vacío ocupa todo el espacio, llega la desesperación. Por eso, en nuestras tristes sociedades avanzadas, tenemos los índices más altos de suicidios. En otras sociedades, de las que llaman pobres, la alegría de la gente todavía no ha sido corrompida por el triste mundo que nos están construyendo, aunque vivan en condiciones materiales más precarias. Todavía no han podido robarles eso. Aunque ya sabéis el significado de eso de la globalización, modernización, crecimiento de la economía, etc. Podríamos emplear términos más adecuados: desesperación, miseria, crecimiento de la tristeza.
La desesperación hace que la diversión necesaria para aguantar tenga que ser cada vez más aparatosa y estrepitosa. Hace falta escapar como sea, a cualquier precio. Necesitamos emociones fuertes para sentir que estás vivos, para no pensar que nos han robado la vida y que aquí no pintamos nada. Películas cada vez más sangrienta y violentas, que, generosamente nos ofrecen las respetables televisiones públicas y privadas. O programas dedicados a que los padres envíen los videos de las hostias que se dan, o que les hacen dar a sus hijos, para que todos nos riamos. O bacalao a todo volumen y pastillas hasta reventar. O golpear a la gente, si acaso con la excusa de no sé qué patria o raza, y en el fondo por puro aburrimiento y desesperación. O, dentro de poco, realidad virtual a precios asequibles, para que tú y tus niños os desconectéis definitivamente del mundo. Son las soluciones que ofrece el sistema. Evasión, porque esto es insoportable. A más desesperación, evasión más brutal. Todos como locos en busca de la felicidad embotellada, la única posible. Y, cómo no, falsa.
Ahora quizá alguien espere que demos aquí alguna solución, que vendamos algún remedio. Pero eso no lo tenemos nosotros, no somos mercaderes. El remedio sólo puede venir de la gente, del pueblo, de gente como nosotros y nosotras. Hay que romper con la mentira y denunciarla, como el niño del cuento del rey desnudo. Es la gente la que tiene que empezar a hablar, a juntarse, a dar de lado a los que nos quieren entretener, engatusar, someter. La voz y la risa de la gente es la esperanza que nos queda, lo que de verdad es revolucionario. No perdáis la voz ni la risa
Este texto se emitió por primera vez en
otoño de 1999
Fractura de Radio
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