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FRACTURA DE RADIO

NACIONALISMO


 

  Hace poco tiempo, en una de esas recomendaciones literarias que hacen de vez en cuando los telediarios para dárselas de cultillos e intelectuales, vi que el libro que recomendaban llevaba un curioso título “Defensa de la Nación Española”. Más curiosa resultaba aún la cosa cuando nos descubrían el subtítulo, algo así como “frente a los abusos del nacionalismo exacerbado”. ¿Cómo puede ser esto? ¿Una defensa de la llamada nación española desde una perspectiva antinacionalista? ¿Acaso el nacionalismo español no es nacionalismo? Bueno, quizá el autor pensaba que una cosa son los nacionalismos “equivocados” y otra el nacionalismo fetén, el suyo, el español. Y como es tan incuestionable y su verdad resplandece de por sí, no hay que llamar nacionalismo al españolismo: no es una tendencia ni una ideología, sino la puritita verdad.

 Claro que eso es algo bastante común a todos los nacionalismos: la incuestionable existencia de la sacrosanta Nación. Hasta tal punto es incuestionable que por ella se llega a matar y morir y está por encima de las pobres vidas de los mortales, especialmente de la de aquellos que la cuestionan u opongan a ella otro nacionalismo que entre en contradicción con su esencia..

 No hemos leído el libro en cuestión, pero nos imaginamos de qué puede ir, sobre todo cuando lo recomiendan en un telediario: una respuesta frente a aquellos que cuestionan la existencia de España desde otros nacionalismos que defienden, por ejemplo, la existencia como nación de Euskadi o de Cataluña. ¿Qué quiere decir eso de que una de estas supuestas naciones existen? Se supone que una nación ha de tener un territorio, una población y una esencia común a esas tierras y súbditos. Una esencia que puede ser una lengua común, una serie de rasgos culturales o raciales, unas circunstancias históricas determinadas y codificadas o, simplemente una figura de autoridad que sea como una encarnación de esas esencias nacionales. A eso se refieren cuando se hacen los líos que se hacen cuando quieren definir, por ejemplo, el ser de España. Pero definir su esencia se convierte en algo fundamental e imprescindible para justificar la existencia de una nación. ¿Y por qué hay que buscar la esencia de la Nación y defender su existencia? Pues simplemente porque es necesario que exista alguna justificación, alguna ideología oficial que sirva como excusa para englobar dentro de las fronteras de un Estado, ya sea constituido o en proyecto, a las tierras y a las gentes que caigan dentro de él, y así someterlas a una autoridad central.

 Es decir, que las naciones sólo llegan a alcanzar su ser como Estado constituido, como Autoridad que se impone sobre un determinado territorio y una determinada población. Podríamos aventurar entonces que la esencia de las naciones se asimila  a la de los estados. Y la esencia de los estados radica en su fuerza, en su capacidad de administrar la violencia e imponer la autoridad en las tierras y poblaciones sometidas para reducirlas a su jurisdicción y dominio. Con lo cual, la búsqueda de esa esencia nacional se convertiría en una mera excusa para justificar ideológicamente el sometimiento, como cuando se decía de España que era una “unidad de destino en lo universal”.

 Los nacionalistas que aspiran a constituir su estado imagino que nos responderán que eso se puede aplicar al caso de los estados dominantes y opresores, pero no a las llamadas “naciones sin estado”, oprimidas por dichos estados. Con todo, habrán de reconocer que ellos también buscan esas esencias nacionales para justificar su “proyecto nacional”, ya sea por medio de la constitución de un nuevo estado o por la acomodación de sus aspiraciones a un marco en el que se reconozcan “los hechos diferenciales”, el carácter plurinacional del Estado o como lo quieran llamar. Y que esa esencia nacional, al igual que en el caso de los estados triunfantes, llega a justificar el uso de la fuerza, no sólo contra el estado dominante, sino también contra la vida de gente cuyo valor se considera prescindible o inferior al servicio realizado a la sacrosanta Patria, como nos ha demostrado el caso del País Vasco, por poner un ejemplo.

 Aun así, alguien nos puede recriminar, y no le faltaría razón, que el hecho de se utilicen las esencias nacionales para justificar el uso de la coacción o la violencia, o también el sometimiento a la violencia institucional constituida, en el caso de los nacionalistas llamados moderados, no supone que esas esencias no tengan su razón de ser. Cierto: vayamos a la esencia de esas esencias, a la raíz de la supuesta existencia de eso que llaman naciones.

 Hay que destacar que esas esencias necesitan diferenciar, separar claramente a los súbditos de una nación con respecto a sus vecinos. Cada nación, para ser algo, necesita ser diferente de las otras que la rodean. Y esa diferenciación debe ser neta, tajante, clara, sin vacilaciones. Debe haber una frontera natural, cultural, lingüística o de cualquier otro tipo que justifique la posterior imposición de las fronteras de los estados correspondientes.

 Pero si bajamos de las abstracciones y ponemos los pies en la tierra, vemos que esa situación ideal no se da. Las lenguas naturales, por ejemplo, no conocen las fronteras y el paso de unas a otras se produce por medio de una serie de transiciones donde no es posible colocar una frontera, salvo por imposición, o bien, por abstracción o convención, lo cual viene a ser lo mismo: otras formas de imposición de lo ideal y abstracto sobre lo que de verdad hay. Ponemos una vez más como ejemplo la transición geográfica entre lo que se considera lengua gallega y las hablas asturianas. Si caminamos desde tierras gallegas hacia Asturias, veremos que el habla de la gente va cambiando poco a poco: en un pueblo dicen muinho y en el siguiente molinho, y más adelante molín; en un valle dicen cordeiro, en otro dicen cordeiru y en otro corderu. Las línea que separa esas variantes, lo que los lingüistas llaman isoglosas no coincide en ningún caso con la frontera administrativa que separa Galicia de Asturias. Y en el caso de que así ocurriera en algunas ocasiones, ¿por qué esa división habría de ser más relevante que cualquier otra? Sin embargo, se da por supuesta una identidad gallega y otra asturiana, bien diferenciadas. Por eso la Administración se encarga de crear un idioma gallego unificado y pretendidamente culto, mientras que en Asturias se intenta también hacer una lengua asturiana uniformizada y apta para el uso administrativo.

El siguiente paso se ve venir: enseñar a los gallegos y acaso también a los asturianos que la forma correcta de su idioma no es la que ellos hablan, sino la variante artificial, administrativa y oficial. Es decir, imponer la lengua oficial al modo de las lenguas estatales como el español o el francés, por medio del sistema educativo y administrativo. Porque hay que recordar que la imposición de una forma unificada de español, francés, italiano o cualquier otra lengua de Estado se ha hecho eliminando las variantes de las hablas populares con las que la gente se entendía y expresaba. Es decir, la lengua oficial se impone al habla popular, no de manera espontánea y natural, sino por medio de la administración, el adoctrinamiento y la coacción. A la gente no le hacía falta esa lengua oficial y unificada. De hecho, entre el pueblo habían surgido esas hablas cambiantes y vivas. Y si habían surgido así, era porque servían a los fines de comunicación y expresión que necesitaba la gente. Y aunque la gente de un pueblo hablara un poco diferente de la del pueblo de al lado, podía entenderse perfectamente y enriquecer su habla con la de los vecinos, aunque estos estuvieran al otro lado de alguna frontera lingüística o administrativa, falsa como todas las fronteras.

Pero el ideal del Estado y del nacionalismo es la uniformidad, es decir, que dentro de sus fronteras se hable y se emplee una forma unificada de lengua y que esta lengua tenga unas fronteras perfectamente delimitadas que coincidan totalmente con los límites administrativos del estado, lo cual habría de contribuir al afianzamiento de las llamadas identidades nacionales. Es decir: en este pueblo de Zamora, en Rionor se habla español, al igual que en Tenerife, sin embargo, 100 metros más allá, en el pueblo portugués de Rio de Onor, se habla portugués, porque eso ya es Portugal y, por tanto, es lógico que los habitantes de dicho pueblo tengan mucho más que ver con los habitantes de las islas Azores que con sus vecinos. De no ser así, las esencias nacionales española y portuguesa estarían en peligro. Curiosamente, a pesar de la presión del Estado y de sus sistemas educativos, en ambos pueblos pervive un habla que mezcla formas leonesas, portuguesas y gallegas. Un pinchazo que basta para que los globos abstractos de la identidad portuguesa y española se desinflen y pierdan sentido.

En el caso de que se consume la superposición de las lenguas del Estado sobre las populares, y los habitantes de ambos pueblos pasen a hablar todos en sus respectivas lenguas oficiales, ni siquiera así podría honestamente justificarse la frontera entre España y Portugal, a no ser que pensemos que los actos de violencia e imposición de los Estados son los que les dan legitimidad.
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El ejemplo de las lenguas es perfectamente aplicable a las expresiones culturales, a los grupos étnicos y a cualquier otra variante que pretenda tomarse como representativa e ilustrativa de una supuesta identidad nacional. Todos estos rasgos funcionan de manera similar: una canción popular sobrepasa las fronteras y adquiere numerosas variantes: un mismo romance puede escucharse al norte de Coruña, al sur de Cádiz, en Portugal, en Castilla, e incluso en América Latina. El romance de las comadres borrachas, por ejemplo. Por supuesto, en variantes en las que cambian bastante la música, el habla y hasta la historia que se narra. A nadie se le ocurriría hacer una versión oficial y unificada de dicho romance, y menos decir que las demás son incorrectas: sería absurdo, como lo es imponer lenguas y culturas unificadas y aisladas,  o identidades nacionales, necesariamente homogéneas y empobrecedoras.

Del mismo modo, las técnicas y los utensilios se extienden por las tierras y conforme ganan en difusión a partir del núcleo originario, ganan en variedad. Sería absurdo también imponer un azadón o un método de riego oficial y unificado. Sería absurdo, empobrecedor e ineficaz, pues las técnicas, los utensilios, las canciones, las palabras se acomodan al uso, y, aunque el Poder siempre pretenda demostrar lo contrario, el pueblo no es tonto. Y los usos y costumbres tradicionales se adaptan mejor y más eficazmente al medio, como se suele decir, que las imposiciones externas y que obedecen a otros intereses.

Exactamente lo mismo ocurre con el tema de las llamadas razas. Es normal que un habitante de Suecia no tenga el mismo aspecto que otro de Tanzania. Pero para hablar de razas distintas y diferenciadas nos ocurre lo mismo que con las naciones: hay que poner la frontera en algún lado y decir “de este lao p’acá están los blancos, y de aquí p’allá son negros”. Parece bastante claro que esa frontera habrá de ser necesariamente mentirosa. Y sin esa diferenciación neta y clara no cabe hablar de razas diferentes. Se puede ser más o menos rubio, moreno o negro, pero sobre el terreno nos encontramos con que, en el viaje de Suecia a Tanzania, no nos topamos en ningún lugar con esas fronteras. Según nos traslademos hacia el sur de Europa, la gente tenderá a ser más morena de piel y de pelo, pero seguirá habiendo rubios en Albacete y morenos en las islas Lofoten. Ni siquiera el estrecho de Gibraltar supone una barrera racial. A ambos lados la gente se parece bastante. La gente se ha mezclado siempre con su vecino y nunca ha entendido de fronteras. Pretender que existe una raza española o una raza vasca es una ridiculez que se cae por su propio peso. Somos el fruto del mestizaje de infinidad de pueblos y de gentes. Y eso ocurre en todas partes: todas las tierras son tierras de paso. Las diferencias de culturas, razas, lenguas y costumbres siempre son cuantitativas, es decir, de más o menos, y no cualitativas, o sea, de sí o no. Las fronteras son siempre ficticias e impuestas. Sólo existen en los mapas y no en las tierras, al igual que las naciones o los estados por ellas definidas.

Quizá esto que venimos contando no se vea muy claro en el caso de un territorio cuya lengua sea radicalmente distinta a las de su alrededor, como en el País Vasco. O más aún si pensamos en algún pueblo aislado en alguna remota isla, sin contacto con otras gentes. En el caso de Euskal Herria, incluso pensando en el estado ideal (y, por tanto, irreal) en el que toda la población fuera euskalduna, es decir, de habla vasca, y monolingüe, eso no implica que haya una esencia común nacional, ya que las hablas y las costumbres varían, como ocurre en todas partes, entre unos territorios y otros. Hay quien ha considerado como lenguas distintas lo que para otros son diferentes dialectos del euskera. Y la división entre lengua y dialecto no deja de ser convencional. De hecho, los lingüistas modernos aplican la estadística para diferenciarlos. A partir de tal porcentaje de diferencias, hablan de lenguas distintas; con menos diferencias, se trata de dialectos o variantes de la misma lengua. Como bien se ve, se vuelve a intentar falsear lo cuantitativo, el más o menos, para definir lo cualitativo, el sí o no: en este caso, lengua o dialecto, por medio de una convención o arbitrariedad. Con lo cual, es exactamente igual de ilusorio hablar de que existe una Nación Vasca, como pensar que hay 5 o 6 naciones distintas en ese mismo territorio. Y que nadie piense que estamos negándole a nadie el derecho a ser distinto y a defender su cultura cuando esta es atacada o marginada. Simplemente estamos denunciando que las ideas de Nación o Patria sirven precisamente para eso, para aplastar y uniformizar la riqueza infinita de las expresiones y creaciones de las gentes.

Además, si consideramos el caso hipotético de un pueblo completamente aislado, como el de la isla que decíamos antes, tampoco tiene sentido hablar de naciones, patrias ni fronteras. Las naciones tienen su fundamento en las fronteras que delimitan su extensión, por contraposición y diferenciación con respecto al Otro, al del otro lado, al que es esencialmente distinto. Un pueblo completamente aislado, sin contacto con ningún Otro con el que pueda compararse, y con respecto al cual, por lo tanto, pueda definirse, no puede convertirse en ninguna nación. No hay nación ni Estado sin fronteras con otras naciones o estados. Es decir: para que haya Uno, tiene que haber necesariamente Otro.
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Por lo que hemos visto, las naciones y sus necesarias fronteras no son necesarias para la gente, que, si se la deja, vive muy a gusto sin ellas y no se le ocurre inventárselas. Las naciones y fronteras nunca aparecen de un modo, digamos, natural, sino siempre como resultado de un acto de imposición y violencia administrada desde las instancias del Poder nacional. Ni siquiera las llamadas naciones oprimidas tienen razón de ser, salvo por la fuerza, pues se constituyen a imagen y semejanza de las poderosas, precisamente para oponerse a ellas en un mismo plano, y de ese modo, aspirar a imponer unas fronteras, una lengua homogeneizada y una esencia nacional a la que ofrendar las vidas y los sacrificios de los súbditos. Nunca son las naciones las que están oprimidas, sino la gente. Las naciones son siempre opresoras, al igual que las fronteras son siempre falsas.

¿Cuál se la fuerza del nacionalismo, pues? ¿Por qué tienen tanto arraigo los sentimientos de Patria y Nación? Sin duda, porque se construyen a partir de algo anterior, algo que está en el corazón de la gente. Es eso que podríamos llamar “amor a la tierra” o “apego hacia las cosas y gentes que te rodean y con los que convives”. Un amor y apego que, obviamente, carecen de fronteras delimitadas, que pueden superar y saltarse las que están impuestas y que abarcan la experiencia de cada uno, siempre distinta. Una experiencia que en ningún caso se corresponde con eso que llaman identidad nacional, alejada de la experiencia y del sentimiento de la gente y, por tanto, falsa, impuesta. Cuando el poder consigue sustituir la tierra por la Patria y ese sentimiento de amor y de apego por la idea de patriotismo, es cuando se consuma el engaño de las Patrias y las fronteras: cuando alguien, que hasta entonces era cualquiera, se convierte, lo convierten, por ejemplo, en español. De este modo, ése,  que era cualquiera, como cualquiera, pasa a ser radicalmente distinto del Otro. De ahí a considerarse mejor que el Otro o enemigo del Otro no hay más que un pasito que el Poder desea que des cuanto antes para reafirmar tu identidad nacional, o sea para que te sometas y doblegues definitivamente a tu supuesta Patria. El hecho de que ese sometimiento se produce, se ve incluso en la propia raíz de la palabra Patria, derivada de Páter, Padre, figura primaria de Autoridad. Y a la Autoridad uno se somete. De buen grado o a la fuerza, pero se somete. Y eso de someterse implica que hay un acto de violencia que altera una situación previa, cuando el tal cualquiera no conocía de Patrias ni de Autoridad. No se trata tan sólo de un proceso histórico por el que han pasado, en diferentes momentos, todos los pueblos de la Tierra, no por fatalidad de la Historia, sino por imposición violenta. No es sólo eso: es algo que sigue ocurriendo con cada niño o niña que nace y que pasa de ser cualquiera a ser domado y sometido.

La consumación del cambiazo queda clara cuando la tierra y la gente quedan totalmente sometidas a la abstracción de las Patrias, que ya poco tienen que ver con las primeras. Como cuando se obliga a la gente del valle de Itoiz a abandonar sus tierras, sus pueblos, sus casas, sus árboles, sus recuerdos e inundarlos de patriotismo, o, como dicen ahora, para disimular, de interés general.

De igual manera, como hemos visto, sucede con las llamadas naciones oprimidas. Cuando Franco prohíbe hablar euskera en tal pueblo de Gipuzkoa, no está pisoteando al País Vasco, sino a la gente. Que la gente se rebele contra eso es lo más natural del mundo. Ahora, si lo hacen en nombre de la Patria Vasca sometida, entramos de nuevo en el juego y en el engaño. Una vez dado ese paso, la Patria Vasca pasa a ser más importante, a estar por encima de la gente, que era la que sufría esa imposición y abuso, lo cual justifica, en la mentalidad del patriota, cualquier imposición y abuso que se siga haciendo sobre la misma gente.

Convendría también fijarse en algunos de los conflictos armados más sangrientos de los últimos tiempos: Bosnia, Ruanda, Irlanda del Norte. La idea de Patria es la responsable de tanta matanza. La gente puede convivir en una misma ciudad, en Sarajevo, pongamos por caso, o en Belfast. Pero las patrias, las naciones, los Estados, no. Necesitan fronteras, separar a los rebaños de súbditos y, para ello, ponerlos a luchar y morir. Está claro que hay diferencias entre la gente, diferencias de más o menos, como hemos visto. Pero esas diferencias, como también hemos visto, no tienen nada que ver con la imposición de patrias y fronteras. ¿Acaso el hecho de que la gente sea distinta, infinitamente variada, implica que se tenga que matar entre sí? Para el Poder, sí, porque, de lo contrario, la gente vería claro que el enemigo no es el de al lado, sino aquello de donde procede tanta muerte y tantas maldiciones, es decir, el propio Poder.

El Poder que trata de consumar absolutamente el absurdo de que se llegue a identificar el “amor a la tierra” con el sometimiento a la Autoridad. La misma Autoridad que somete y destruye las tierras a las que se amaba. Pero la contradicción sigue viva y el pueblo nunca está del todo sometido. La batalla, la auténtica y eterna batalla continúa. Y el poder y sus Patrias jamás conseguirán superar la falsedad en que se fundan. Cada niño o niña que nace es una amenaza para el mortífero Orden impuesto. Cada resquebrajadura del engaño, cada destello de inteligencia verdaderamente popular también lo es. La Mentira y la Muerte jamás conseguirán vencer del todo. La gente, ¿quién sabe?: quizá sí.
 


Este texto se emitió por primera vez en la primavera del 99

 

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