Los inmigrantes tienen la culpa de todos los males: del paro, de las drogas, de la violencia, de la prostitución... De hecho, si nos remontamos a épocas anteriores de la historia, siempre ha ocurrido así. Cuando miles de niños eran obligados a trabajar jornadas interminables en las minas europeas del sigo pasado, era también culpa de los inmigrantes. Cuando en la Edad Media la miseria y las enfermedades cundían entre los pobres de Europa, era también culpa de los inmigrantes.
Y si ahora los políticos y los empresarios se ven obligados a reducir las condiciones laborales, a exprimirnos en pro de la tan necesaria flexibilidad, a recortar la asistencia sanitaria pública, a recortar la asistencia a los parados y las paradas, es porque (pobrecitos ellos, los mandamases), se ven obligados por la presión de los inmigrantes. En realidad sólo tratan de gestionar correctamente los recursos ante la zozobra que supone la avalancha de extranjeros que vienen aquí dejando sus tierras y sus familias con la única intención de drogarse, prostituirse, atracar y vivir cómodamente de las ayudas sociales. Afortunadamente, se han podido mantener en un nivel óptimo, e incluso incrementar algunas partidas económicas de importancia vital para la sociedad, como es el gasto militar y policial, los sueldos de los se desvelan por nuestro bien desde sus altos cargos o los beneficios de las grandes empresas en todos los sectores: alimentación, entretenimiento, tráfico de armas y de drogas, etcétera.
La verdad es que, ironías aparte, es difícil de entender cómo es posible que haya tarugos que puedan explicarse lo mal que anda todo echándole la culpa a los inmigrantes y otras gentes cuyo aspecto difiera del de la fotocopia del súbdito estándar del rebaño. Es difícil encontrar una explicación a semejante desatino por la vía racional, pero no tanto si aplicamos el viejo principio de la lógica jurídica de los latinos. Aquello del “qui prodest”, o sea: a quién beneficia.
Desde luego, la mentalidad racista no beneficia a la propia comunidad de aquellos que estén infectados de ella, ya que no se consiguen mejoras por la vía de joder a “los otros”. Es más: se justifican retrocesos importantes en asuntos como los de la asistencia social a los más pobres y necesitados y en los derechos y libertades básicos. En Estados Unidos, los elementos más cafres y fascistas del aparato político del poder no cejan en su batalla propagandística contra el derecho de que cualquiera pueda tener acceso a unos mínimos de subsistencia, alimentación, vivienda y asistencia sanitaria. Alegan que eso genera parasitismo, acomodamiento y holgazanería y que no sirve para que los beneficiarios de esos derechos salgan de su hoyo y trepen por la escala social, buscando justificaciones incluso de índole genético dignas de los tratadistas más delirantes del régimen nazi. Mientras solicitan incrementar eso que llaman “seguridad”; es decir: más dinero para armamento, pistoleros y esbirros y menos para que la gente viva con un poco de dignidad. Está claro que los humillados y expoliados son peligrosos para el Orden: hay que mantenerlos a raya.
Obviamente, los pobres no van a trepar en la escala social por ofrecerles la posibilidad de acceder mínimanente a los derechos más esquemáticos, a devolverles una ínfima parte de lo que se les roba. Parece que para estos defensores a ultranza del caos al que nos ha llevado el capitalismo salvaje, la trepa social es más importante que el mismo derecho a la vida: no piensan en otra cosa. No quieren tampoco que nosotros pensemos en otra cosa, para que creamos que sólo hay esa vía de salvación: competir y triunfar; cada uno de nosotros somos una pequeña empresita.
Por cierto que ese tipo de planteamientos propagandísticos todavía no han calado mucho por tierras europeas, pero, al tiempo. Ya sabéis que hay que recortar como sea el déficit público para entrar en la cosa esa del euro y mantenerse en él. Bueno, como sea no: los caza bombarderos hay que seguir comprándolos y los sueldos de la alta burocracia hay que mimarlos, así que de algún sitio habrá que tirar para que España siga yendo bien.
En realidad el discurso racista y fascista, en contraste con su fanfarronería y prepotencia, revela una profunda cobardía. La cobardía de no rebelarse contra el amo y volcar las iras contra los que parecen más desprotegidos, de la misma manera que el marido humillado por su jefe en el trabajo las paga con la mujer y los hijos.
El fascismo se nutre del sentimiento de desolación, rabia e impotencia que genera la injusticia y el aburrimiento de la sociedad capitalista que se llama a sí misma avanzada. Se aprovecha de ese sentimiento legítimo y palpable para reconducirlo como mejor conviene a los intereses del Poder para que todo siga igual y que éste no se vea en peligro. Por eso los fascistas y los cuerpos violentos creados por el estado como la Policía suelen coincidir en sus objetivos: inmigrantes pobres, gente rebelde, homosexuales... No en vano el porcentaje de fascistas entre los policías es bastante más elevado que la media. Resulta irrisorio cuando los fascistas se califican a sí mismos como revolucionarios.
Y no sólo es que el fascismo colabore en el mantenimiento del Poder y de la injusticia, sino que la propia estructura del poder actúa como una auténtica fábrica de fascistas. La rabia contenida en unas relaciones laborales cada vez más precarias y humillantes, el hecho de no poder siquiera contradecir el más mínimo capricho de los jefes en el puesto laboral so pena de ser puesto de patitas en la calle ipso facto, el no tener voz ninguna en los asuntos de la comunidad... esa rabia encuentra la válvula de escape en la ideología fascista. Una válvula que presta su buen servicio al Orden Inmutable de la Miseria y el Aburrimiento, al dejar que esa rabia se escape y se desvíe de aquello que la causa y que los golpes que deberían ir dirigidos hacia arriba nos los comamos entre la gente.
Una violencia promovida por el poder y que, desde luego, no lo pone en peligro ni en entredicho. Y el fascismo no es la única expresión de ese tipo de violencia. La violencia en las calles puede ir desprovista incluso de estas connotaciones, como el asunto de las bandas callejeras o los piraos con escopeta en los Estados Unidos y otros lugares. En todo caso es una violencia promocionada. Las cadenas de televisión nos la sirven en copiosas raciones diarias. La violencia es divertida, nos vienen a decir. La subcultura oficial nos ofrece la perspectiva del violento, del agresor y siempre tiende a evitar reflejar las consecuencias, el punto de vista del agredido. No hay más que ver las series y las películas norteamericanas de más audiencia.
La cosa era especialmente cantosa aquel día en que aparecieron todas las teles con el lacito azul en una esquina. Por que claro: una cosa es la violencia de los malos y otra la de los buenos o la del espectáculo. Y otra bien distinta, la plaga de violencia e “inseguridad” que azota nuestras calles. Como si no tuviera nada que ver.
La madre de todas las violencias, o casi mejor habría que decir el padre, es el Poder. El hecho de que haya poder ya supone un acto de violencia, el más básico y fundamental, el de su propia imposición y permanencia. Se podría pensar en otros modos de resolver los asuntos de una comunidad. El más lógico y de sentido común que se nos ocurre es que eso es algo que habría que hacer entre todos y todas, con igual voz, con las mismas posibilidades. Es curioso que lo que más lógico parece también parezca la utopía más inalcanzable, hasta tal punto nos parece omnipotente e invencible el Poder y su aparato de violencia. Sin embargo, al sentido común no se le puede borrar así como así y siempre renace de entre las cenizas, como esperanza entre las gentes y amenaza para el Sistema.
Una sociedad jerarquizada como ésta implica que los intereses de los sectores dominantes van a ser los que primen sobre otra consideración. Esto explica el caos creciente en el que nos hacen vivir. No importa la destrucción de las tierras, las miserias de las gentes. No cuentan: son lamentables e inevitables consecuencias del camino que hay que seguir. Además: es el camino que hay que seguir y punto. Los que no estén conformes o se estén muriendo de hambre o enfermedades, que se anden con ojo, porque no se les va a conceder ninguna esperanza. Hay cosas más importantes que sus vidas: la liberalización de los mercados a nivel global, por ejemplo. ¿Qué importancia tiene que arda media Amazonia, si con eso conseguimos buenos negocios de minas, latifundios y maderas quemadas? ¿Qué hostias importan los críos que trabajan como esclavos en Asia, cosiendo las zapatillas pintonas de los pijos europeos o yanquis? Pues que arda. Pues que se mueran.
Pero ya lo decíamos antes: el sentido común, la razón común nunca se calla, a pesar del poder y su violencia, o sea, de sus contrarios. Y debe hablar aún más alto. Y para ello, el Poder debe desaparecer. El Estado y el Dinero deben morir. Entonces, si acaso, será cuando ese sentido y esa razón común podrán expresarse en su forma más verdadera, es decir, en común, precisamente, entre todos y todas, sin jefes ni subordinados, sin reyes ni súbditos, sin dirigentes ni dirigidos... Sin que prevalezcan oscuros intereses, privilegios ni mezquindades. Seguro que lo que de ahí salga no será desde luego prenderle fuego a la selva o tener a niños por esclavos.
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