Érase una vez un niño pequeño, de unos 9 años, que había nacido en una familia católica en la cual sus padres tuvieron a bien enseñarle lo poco o mucho que sabían sobre Jesucristo y sobre la fe cristiana.
Ese niño nunca tuvo por costumbre el orar a imágenes porque su mamá le había dicho que para hablar con Dios sólo hacía falta el querer hacerlo, ya que Dios escuchaba siempre a los niños que querían hablar
con Él.
Aunque a aquel niño le enseñaron varias oraciones (el "padrenuestro", el "yo confieso", el "ave María", el "credo", el "cuatro esquinitas tiene mi cama", el.....), lo cierto es que llegó a adquirir la sana
costumbre de combinar en sus rezos las oraciones ya prefijadas junto con las oraciones que le salían del alma sin un guión previo.
Cierto día, aquel chaval estaba preocupado porque era consciente de que en los últimos tiempos su comportamiento distaba mucho de ser el adecuado para un chaval que amaba a Dios y a sus padres. "Alguien" le estaba haciendo ver que debía de hacer un esfuerzo por comportarse mejor en todas las facetas de su vida. Ese día, aquel chaval tuvo una experiencia única y quizás irrepetible. Se encontraba en la Iglesia de su colegio, en medio de una misa, a la cual no estaba prestando demasiada atención porque estaba ensimismado con lo que ese "Alguien" le estaba susurrando a su corazón. Entonces, el chaval empezó a pedir ayuda a su amigo Jesús para cambiar. Justo en esos momentos, el chico reparó en una imagen de Cristo que estaba con la corona de espinas en su cabeza y con los brazos en una posición que parecía invitar a acercarse a su lado. Al mirar a la imagen, el chaval sintió como nunca antes las palabras de Cristo por las que le invitaba a
acercarse a Él para aprender a ser mejor en la vida. Entonces empezó una especie de diálogo entre el chaval y ¿la imagen?.... no, más bien diría entre el chaval y Aquel que era representado en la imagen. El resultado de aquella conversación fue que el chico entendió que Jesús le ayudaría a cambiar y a ser mejor, y que el camino correcto consistía en negarse a sí mismo y no buscar siempre la comodidad personal sino el bien de los que le rodeaban... tal y como hizo Cristo cuando dejó que le pusieran esa corona de espinas. Aquellos
brazos del Cristo coronado de espinas eran una invitación a ser como Él pero también eran unos brazos que se mostraban dispuestos a ayudarle a ser como Él.
El chico, que no era muy dado a hablar con sus padres de sus experiencias religiosas, hizo aquel día una excepción y le contó a su madre lo que había pasado. Ella sonrió y le animó a hacer lo que Cristo le había dicho y a pedirle ayuda en todo.
Pasó el tiempo y ese muchacho se hizo un hombre. En un momento de su vida en el que estaba luchando contra sí mismo y contra ciertas acitudes personales tomadas en los últimos ocho años de su existencia, aquel muchacho convertido en hombre estaba clamando a Dios para que le ayudase a tomar una decisión muy importante. No era
nada fácil para ese chico el acercarse a un tipo de cristianismo en el que el uso de imágenes parecía contradecir la Escritura. Ese era uno de los principales obstáculos que le impedían dar el paso que el Señor, de forma inequívoca, le estaba pidiendo que diera. Entonces, cuando la desesperación empezaba a adueñarse de su alma, Dios tuvo a bien el recordarle aquello que pasó cuando contaba 9 años. Y, sobre
todo, tuvo a bien preguntarle si consideraba que aquello que ocurrió fue un acto de idolatría por su parte o, por el contrario, fue un acto en el que el Señor se valió de una imagen para comunicarle algo.
Aquel chaval convertido en hombre vio como la barrera principal que le separaba de la Iglesia de Cristo se venía abajo por la misericordia del Señor que tocó su corazón haciéndole recordar aquel suceso en el que siendo un niño inocente, escuchó la voz de su Señor
que le hablaba a través de una imagen coronada de espinas y con los brazos abiertos hacia él. Ese mismo día, el chico empezó el camino de vuelta a casa.
Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
La letra mata, mas el Espíritu da vida