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EL ESPANTAPAJAROS

Cansado de caminar, quedose tumbado en la arena. Durmió plácidamente durante no se sabe cuánto y cuando despertó no era más que un estúpido Espantapájaros. Sus pies fijos en el suelo no podían moverse; sus manos no tenían dedos y su cara... su cara sólo era paja. Un palo atravesaba su espalda a modo de espina dorsal. Su hatillo en el suelo, su corazón en la mar.
Miró a su alrededor... El campo, aún verde, empezaba ya a amarillear y a sus torpes ojos le pareció inmenso, súblime, eterno... Las espigas de trigo mecidas por el viento comenzaban su danza ritual: hacia un lado, hacia el otro... en monotonía rítmica. El sol comenzaba a ocultarse entre la lejanas montañas y las estrellas se desperezaban en el cielo. Casi sin presentarse llegó la noche, y con ella las cosas inanimadas cobraron vida.

Las espigas comenzaron a charlar entre ellas: "¡Mira que hermosa estoy!" - comentó una. "Bueno sí, pero mi color es más amarillo que el tuyo"- respondió otra. "¡No seáis presumidas, yo tengo más granos!".
De repente todas las miradas recayeron en ella. ¡Aún estaba allí! ¡Qué insolencia!. El Espantapájaros que escuchaba asombrado, bajo la cabeza hacía el lugar a donde se dirigían todas las miradas. Y allí, a su lado, yacía una espiguita. Su color aunque empezaba a amarillear, aparecía blanquecino debido a la luz de la luna; sus granos infecundos, y su tallo resultaba demasiado corto en su afan por esconderse de la mirada de sus hermanas. "¿Qué haces aún aquí?" - le gritó la espiga más grande. "¿No te das cuenta de que eres la vergüenza del trigal?". "No os preocupéis", dijo una con cara de sabihonda, "no durará mucho. En cuánto lleguen las lluvias y los vientos sucumbirá". "¡Ja, ja, ja!", rieron a coro todas. ¡Pobre espiguita! pensó el Espantapájaros. Ella no tenía la culpa de que su posición en medio del campo no le permitiera tener acceso a las gotas de agua tan preciadas, o de que los tibios rayos del sol de febrero no la bañaran. Acercose pues, dentro de sus posibilidades, el Espantapájaros y preguntó: "¿Cómo te llamas?". "Espiguita", respondió ella sumisa. "Bonito nombre, ¡no re preocupes amiga, yo velaré por tí!". Y así todas las noches con la llegada de la luna, los dos amigos se disponían a charlar animadamente, sin hacer caso de las burlas y ofensas de las demas espigas del trigal.
Y llegaron los vientos de Marzo como huracanes, doblando a las espigas mas rollizas hasta hacerlas caer por su propio peso. Y llegaron las lluvias torrenciales de Abril, que con sus gotas ahogaron a aquellas que en un principio pensaron que tenían un puesto privilegiado pero sus raices no eran firmes. Y por último llego Mayo y con él los pájaros, en su afán de alimentar a sus polluelos, partieron por la mitad a otras tantas espigas doradas y maduras por el sol. Pero ¿y nuestra Espiguita?. Allí estaba indemne, inhiesta, impoluta gracias a los cuidados de su amigo el Espantapájaros. Cuando los vientos y las lluvias llegaron él la cubrió con sus brazos, que agitados con fuerza espantaron también a los pájaros. Pero el pobre ¡cómo quedo!. Sus manos y cara habían sido descarnados y lo que antaño había estado repleto de paja no era más que un limpio y oscuro palo.
Junio hizo su aparición y junto a él, la cosecha. Las espigas fueron recogidas y enviadas a muchos y varios destinos: unas a apacentar el ganado, otras a servir de harina.... y sólo unas pocas fueron las elegidas para la conservación del trigal. ¡Y aquí llegó nuestra espiguita! Pues aunque no era grande y robusta, sí fue fructífera, porque aunque no estuvo en una situación privilegiada se mantuvo firme, y porque siempre tuvo la ayuda de su amigo.
Y así una nueva generación se abrió camino en el vacío trigal, y cuando los campos empezaron a amarillear, las espigas nuevas con la llegada de la noche tarareaban sin parar: Cansado de caminar.....

Lidia - 1987-1999


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