No es fácil, ni siquiera para un cristiano maduro, contemplar el misterio de la cruz de Cristo. El amor de Dios expresado en el dolor inmenso del Hijo, atravesados sus manos y pies por clavos, cual vulgar delincuente. Es extraño a la vez que deslumbrante. La mente humana se rebela porque no alcanza a comprender la necesidad de tanto dolor, de tanto sacrificio para mostrar algo tan maravilloso como el amor.
Reducir la crucifixión de Cristo a un acto meramente legal, por el que Él pagaba por los pecados de todos nosotros, es no entender la cruz. Hay algo mucho más excelso que una satisfacción expiatoria de los pecados del mundo. Hay un ejemplo de vida y de muerte, que a la vez, lleva a la vida verdadera. Desde que Cristo nació, su destino era la cruz. Todo lo que hizo durante su ministerio estaba marcado por la llegada de "su hora", la hora de la cruz. La Pasión de Cristo no comenzó en el huerto de Getsemaní. Comezó mucho antes. Empezó cuando vio que las multitudes iban más a ver las señales y los milagros que a escuchar sus palabras de vida eterna. Siguió cuando vio que incluso algunos de sus discípulos le abandonaban cuando Él habló de que tendrían que comer su carne y beber su sangre. También sufrió Cristo cuando vio que sus más queridos discípulos, los apóstoles, discutían entre sí sobre quién de ellos habría de ser el mayor. Parecía que nadie entendiera bien su mensaje. Toda una espera de siglos para que el Mesías llegara y, cuando apareció, sólo unos pocos le reconocieron. Incluso parecía que algunos gentiles, a pesar de su casi nula preparación espiritual, comprendieron mejor que los propios judíos, cuál era el mensaje de Cristo. ¡Qué paradoja!
La cruz fue la última y gran lección de nuestro Señor. El Creador del Universo clavado a una cruz, desangrándose hasta la muerte. Prácticamente sólo, sin más compañía que la de su madre, el discípulo amado y unas pocas mujeres. Y en medio de la soledad, clamando al Padre por el perdón de los que le habían puesto allá. En medio de la soledad, ocupándose de dar un hijo a su madre y una madre a su discípulo amado. En medio de la soledad, clamando al Padre con un salmo, entregándose para cumplir esa voluntad divina por la que ahora podemos ser salvos.
Cristo nos dio el ejemplo a seguir. Nos dijo que tomáramos nuestras propias cruces y le siguiéramos. No hay victoria sobre la muerte sin el paso previo de la cruz. No hay salvación sin la renuncia total a nuestra vida. Él murió para darnos libertad y salvación, pero nunca dijo que dicha libertad y salvación estuviera libre de espinas como las que formaban su corona, ni que el camino del cristiano fuera entre algodones. Tenemos que caminar hacia nuestro Calvario. Pero nosotros no estamos solos. Él va a nuestro lado. Si el peso de nuestra propia cruz se nos hace insoportable, Él la cargará con gusto. Cuando nuestras manos y pies sean atravesados por los clavos de la penitencia y la renuncia al pecado, Él estará allí para consolarnos y fortalecernos. Pero además, junto a Él estará toda la corte celestial, es decir, su Madre y Madre nuestra y todos los santos que ya habrán pasado por su propio Calvario. Nuestra muerte en la cruz no será como la suya, casi en total soledad.
Caminemos con paso firme hacia el Calvario. Nos espera la tumba vacía. Nos espera la vida eterna.
Luis Fernando