CIUDAD DEL VATICANO, 14 jul (ZENIT).- Desde sus inicios la Iglesia ha profesado la fe en el Señor crucificado y resucitado, recogiendo en algunas fórmulas los contenidos fundamentales de su credo. El evento central de la muerte y resurrección del Señor Jesús, expresado primero con fórmulas simples y después con otras más completas (1), ha permitido dar vida a la proclamación ininterrumpida de la fe, por medio de la cual la Iglesia ha transmitido tanto lo que había recibido "por la palabra, por la convivencia y por las obras de Cristo", como lo que "había aprendido por la inspiración del Espíritu Santo" (2).
El Nuevo Testamento es testimonio privilegiado de la primera profesión de fe proclamada por los discípulos inmediatamente después de los acontecimientos de la Pascua: "Porque lo primero que yo os transmití, tal como la había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce" (3).
En el curso de los siglos, de este núcleo inmutable que da testimonio que Jesús es el Hijo de Dios y el Señor, se han desarrollado otros símbolos que atestiguan la unidad de la fe y la comunión de las Iglesias. En esos símbolos se recogen las verdades fundamentales que cada creyente debe conocer y profesar. Es por eso que antes de recibir el Bautismo, el catecúmeno debe emitir su profesión de fe. También los Padres reunidos en los concilios, para satisfacer las diversas exigencias históricas que requerían una presentación más completa de la verdad de fe o para defender la ortodoxia de esta misma fe, han formulado nuevos símbolos que ocupan, hasta nuestros días, un "lugar muy particular en la vida de la Iglesia" (4). La diversidad de estos símbolos expresa la riqueza de la única fe y ninguno de ellos puede ni ser superado ni anulado por la formulación de una profesión de fe sucesiva que corresponda a situaciones históricas nuevas.
La promesa de Cristo de enviar el Espíritu Santo, el cual "guiaría hasta la verdad plena" (5), sostiene a la Iglesia permanentemente en su camino. Es por eso que en el curso de su historia algunas verdades han sido definidas con la asistencia del Espíritu Santo y como etapas visibles del cumplimiento de la promesa inicial del Señor. Otras verdades deben ser más profundizadas, antes de lo que Dios, en su misterio de amor, ha deseado revelar al hombre para su salvación (6).
También recientemente la Iglesia, en su solicitud pastoral, ha estimado oportuno expresar en manera más explícita la fe de siempre. A algunos fieles llamados a sumir en la comunidad oficios particulares en nombre de la Iglesia, se les ha impuesto la obligación de emitir públicamente la profesión de fe según la fórmula aprobada por la Sede Apostólica (7).
Esta nueva fórmula de la «Professio fidei», la cual propone una vez más el símbolo niceoconstantinopolitano, se concluye con la adición de tres proposiciones o apartados, que tienen como finalidad distinguir mejor el orden de las verdades que abraza el creyente. Estos apartados ameritan ser explicados coherentemente, para que el significado ordinario que les ha dado el Magisterio de la Iglesia sea bien entiendo, recibido e íntegramente conservado.
En la acepción actual del término «Iglesia» han llegado a condensarse contenidos diversos que, no obstante su verdad y coherencia, necesitan ser precisados en el momento de hacer referencia a las funciones específicas y propias de los sujetos que operan en la Iglesia. En este sentido, queda claro que sobre las cuestiones de fe o de moral el sujeto único hábil para desenvolver el oficio de enseñar con autoridad vinculante para los fieles es el Sumo Pontífice y el Colegio de los Obispos en comunión con el Papa (8). Los Obispos, en efecto, son "maestros auténticos" de la fe, "es decir, herederos de la autoridad de Cristo" (9), ya que por divina institución son sucesores de los Apóstoles "en el magisterio y en el gobierno pastoral": ellos ejercitan, junto con el Romano Pontífice, la suprema autoridad y la plena potestad sobre toda la Iglesia, si bien esta potestad no pueda ser ejercitada sin el acuerdo con el Romano Pontífice (10).
Con la fórmula del primer apartado: "Creo, también, con fe firme, todo aquello que se contiene en la Palabra de Dios escrita o transmitida por la Tradición, y que la Iglesia propone para ser creído, como divinamente revelado, mediante un juicio solemne o mediante el Magisterio ordinario y universal", se quiere afirmar que el objeto enseñado está constituido por todas aquellas doctrinas de fe divina y católica que la Iglesia propone como formalmente reveladas y, como tales, irreformables (11).
Esas doctrinas están contenidas en la Palabra de Dios escrita o transmitida y son definidas como verdades divinamente reveladas por medio de un juicio solemne del Romano Pontífice cuando éste habla «ex cathedra», o por el Colegio de los Obispos reunido en concilio, o bien son propuestas infaliblemente por el Magisterio ordinario y universal.
Estas doctrinas requieren el asenso de fe teologal de parte de todos los fieles. Por esta razón, quién obstinadamente las pusiera un duda o las negara, caería en herejía, como lo indican los respectivos cánones de los Códigos canónicos (12).
La segunda proposición de la «Professio fidei» afirma: "Acepto y retengo firmemente, asimismo, todas y cada una de las cosas sobre la doctrina de la fe y las costumbre, propuestas por la Iglesia de modo definitivo". El objeto de esta fórmula comprende todas aquellas doctrinas que conciernen al campo dogmático o moral (13) que son necesarias para custodiar y exponer fielmente el depósito de la fe, aunque no hallan sido propuestas por el Magisterio de la Iglesia como formalmente reveladas.
Estas doctrinas pueden ser definidas formalmente por el Romano Pontífice cuando habla «ex cathedra» o por el Colegio de los Obispos reunido en concilio, o también pueden ser enseñadas infaliblemente por el Magisterio ordinario y universal de la Iglesia como una "sententia definitive tenenda" (14). Todo creyente, por lo tanto, debe dar su asentimiento firme y definitivo a estas verdades, fundado sobre la fe en la asistencia del Espíritu Santo al Magisterio de la Iglesia, y sobre la doctrina católica de la Infalibilidad del Magisterio en estas materias (15). Quién las negara, asumiría la posición de rechazo de la verdad de la doctrina católica (16) y por lo tanto no estaría en plena comunión con la Iglesia católica.
Las verdades relativas a este segundo apartado pueden ser de naturaleza diversa y revisten, por lo tanto, un carácter diferente debido al modo en el cual se relacionan con la revelación. Existen, en efecto, verdades que están necesariamente conectadas con la revelación en base a una relación histórica; mientras que otras verdades evidencian una conexión lógica, la cual expresa una etapa en la maduración del conocimiento de la misma revelación, que la Iglesia está llamada a recorrer. El hecho de que estas doctrinas no sean propuestas como formalmente reveladas, en cuanto agregan al dato de fe elementos no revelados o no reconocidos todavía expresamente como tales, en nada afectan su carácter definitivo, el cual debe sostenerse como necesario, al menos por su vinculación intrínseca con la verdad revelada. Además, no se puede excluir que en un cierto momento del desarrollo dogmático, la inteligencia tanto de la realidad como de las palabras del depósito de la fe, pueda progresar en la vida de la Iglesia y el Magisterio llegue a proclamar algunas de estas doctrinas también como dogmas de fe divina y católica.
En lo que se refiere a la naturaleza del asentimiento debido a las verdades propuestas por la Iglesia como divinamente reveladas (primer apartado) o de retenerse en modo definitivo (segundo apartado), es importante subrayar que no hay diferencia en lo que se refiere al carácter pleno e irrevocable del asentimiento debido a ellas respectivamente. La diferencia se refiere a la virtud sobrenatural de la fe: en el caso de las verdades del primer apartado el asentimiento se funda directamente sobre la fe en la autoridad de la Palabra de Dios (doctrinas «de fide credenda»); en el caso de las verdades del segundo apartado, el asentimiento se funda sobre la fe en la asistencia del Espíritu Santo al Magisterio y sobre la doctrina católica de la infalibilidad del Magisterio (doctrinas de fide tenenda).
De todos modos, el Magisterio de la Iglesia enseña una doctrina que ha de ser creída como divinamente revelada (primer apartado) o que ha de ser sostenida como definitiva (segundo apartado), por medio de un acto definitorio o no definitorio. En el caso de que lo haga a través de un acto definitorio, se define solemnemente una verdad por medio de un pronunciamiento «ex cathedra» por parte del Romano Pontífice o por medio de la intervención de un concilio ecuménico. En el caso de un acto no definitorio, se enseña infaliblemente una doctrina por medio del Magisterio ordinario y universal de los Obispos esparcidos por el mundo en comunión con el Sucesor de Pedro. Tal doctrina puede ser confirmada o reafirmada por el Romano Pontífice, aun sin recurrir a una definición solemne, declarando explícitamente que la misma pertenece a la enseñanza del Magisterio ordinario y universal como verdad divinamente revelada (primer apartado) o como verdad de la doctrina católica (segundo apartado). En consecuencia, cuando sobre una doctrina no existe un juicio en la forma solemne de una definición, pero pertenece al patrimonio del depositum fidei y es enseñada por el Magisterio ordinario y universal incluye necesariamente el del Papa -, esa debe ser entendida como propuesta infaliblemente (17). La confirmación o la reafirmación por parte del Romano Pontífice, en este caso, no se trata de un nuevo acto de dogmatización, sino del testimonio formal sobre una verdad ya poseída e infaliblemente transmitida por la Iglesia.
La tercera proposición de la Professio fidei afirma: "Me adhiero, además, con religioso obsequio de voluntad y entendimiento, a las doctrinas enunciadas por el Romano Pontífice o por el Colegio de los Obispos cuando ejercen el Magisterio auténtico, aunque no tengan la intención de proclamarlas con un acto definitivo".
A este apartado pertenecen todas aquellas enseñanzas - en materia de fe y moral - presentadas como verdaderas o al menos como seguras, aunque no hallan sido definidas por medio de un juicio solemne ni propuestas como definitivas por el Magisterio ordinario y universal. Estas enseñanzas son expresión auténtica del Magisterio ordinario del Romano Pontífice o del Colegio Episcopal y demandan, por lo tanto, el religioso asentimiento de voluntad y entendimiento (18). Estas ayudan a alcanzar una inteligencia más profunda de la revelación, o sirven ya sea para mostrar la conformidad de una enseñanza con las verdades de fe, ya sea para poner en guardia contra concesiones incompatibles con estas mismas verdades o contra opiniones peligrosas que pueden llevar al error (19).
La proposición contraria a tales doctrinas puede ser calificada respectivamente como errónea o, en el caso de las enseñanzas de orden prudencial, como temeraria o peligrosa y por lo tanto «tuto doceri non potest» (20).
Ejemplificaciones: Sin ninguna intención de ser exhaustivos, pueden ser recordados, con finalidad meramente indicativa, algunos ejemplos de doctrinas relativas a los tres apartados arriba expuestos. A las verdades correspondientes al primer apartado pertenecen los artículos de la fe del Credo, y los diversos dogmas cristológicos (21) y marianos (22); la doctrina de la institución de los sacramentos por parte de Cristo y su eficacia en lo que respecta a la gracia (23); la doctrina de la presencia real y substancial de Cristo en la eucaristía (24) y la naturaleza sacrificial de la celebración eucarística (25); la fundación de la Iglesia por voluntad de Cristo (26); la doctrina sobre el primado y la infalibilidad del Romano Pontífice (27); la doctrina sobre la existencia del pecado original (28); la doctrina sobre la inmortalidad de alma y sobre la retribución inmediata después de la muerte (29); la inerrancia de los textos sagrados inspirados (30); la doctrina acerca de la grave inmoralidad de la muerte directa y voluntaria de un ser humano inocente (31).
En lo que concierne a las verdades del segundo apartado, en referencia a aquellas conectadas con la Revelación por necesidad lógica, se puede considerar, por ejemplo, el desarrollo del conocimiento de la doctrina sobre la definición de la infalibilidad del Romano Pontífice, antes de la definición dogmática del Concilio Vaticano I. El primado del Sucesor de Pedro ha sido siempre creído como un dato revelado, si bien hasta el Vaticano I hubiese quedado abierta la discusión sobre si la elaboración conceptual subentendida a los términos "jurisdicción" e "infalibilidad" debían considerarse como parte intrínseca de la revelación o solamente consecuencia racional. Aunque si su carácter de verdad divinamente revelada fue definido en el Concilio Vaticano I, la doctrina sobre la infalibilidad y sobre el primado de jurisdicción del Romano Pontífice era reconocida como definitiva ya en la fase precedente al concilio. La historia muestra con claridad que cuanto fue asumido por la conciencia de la Iglesia, había sido considerado desde los inicios como una doctrina verdadera y, sucesivamente, sostenida como definitiva, si bien sólo en el paso final de la definición del Vaticano I fuera recibida como verdad divinamente revelada.
En lo que concierne a la reciente enseñanza de la doctrina sobre la ordenación sacerdotal reservada sólo a los hombres, se debe observar un proceso similar. La intención del Sumo Pontífice, sin querer arribar a una definición dogmática, ha sido la de reafirmar que tal doctrina debe ser tenida como definitiva (32), pues fundada sobre la Palabra de Dios escrita, constantemente conservada y aplicada en la Tradición de la Iglesia, ha sido propuesta infaliblemente por el Magisterio ordinario y universal (33). Nada impide que, como lo demuestra el ejemplo precedente, en el futuro la conciencia de la Iglesia pueda progresar hasta llegar a definir tal doctrina de forma que deba ser creída como divinamente revelada.
Se puede también llamar la atención sobre la doctrina de la ilicitud de la eutanasia, enseñada en la Encíclica «Evangelium Viate». Confirmando que la eutanasia es "una grave violación de la ley de Dios", el Papa declara que "tal doctrina está fundada sobre la ley natural y sobre la Palabra de Dios escrita, que ha sido transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal" (34). Podría dar la impresión que en la doctrina sobre la eutanasia halla un elemento puramente racional, ya que la Escritura parece no conocer el concepto. Sin embargo, emerge en este caso la mutua relación entre el orden de la fe y el orden de la razón: la Escritura, en efecto, excluye con claridad toda forma de autodisposición sobre la existencia humana, lo cual es parte de la praxis y de la teoría de la eutanasia.
Otros ejemplos de doctrinas morales enseñadas como definitivas por el Magisterio ordinario y universal de la Iglesia son: la ilicitud de la prostitución (35) y la fornicación (36).
En referencia a las verdades conectadas con la revelación por necesidad histórica, que deben ser tenidas en modo definitivo, pero que no pueden ser declaradas como divinamente reveladas, se pueden indicar, por ejemplo, la legitimidad de la elección del Sumo Pontífice o de la celebración de un concilio ecuménico, la canonización de los santos (hechos dogmáticos); la declaración de León XIII en la Carta Apostólica «Apostolicae Curae» sobre la invalidez de las ordenaciones anglicanas (37), etc.
Como ejemplos de doctrinas pertenecientes al tercer apartado se pueden indicar en general las enseñanzas propuestas por el Magisterio auténtico y ordinario en modo no definitivo, que requieren un grado de adhesión diferenciado, según la mente y la voluntad manifestada, la cual se hace patente especialmente por la naturaleza de los documentos, o por la frecuente proposición de la misma doctrina, o por en tenor de las expresiones verbales (38).
Con los diversos símbolos de fe, el creyente reconoce y atestigua que profesa la fe de toda la Iglesia. Es por ese motivo que, sobre todo, en los símbolos más antiguos, se expresa esta conciencia eclesial con la fórmula "Creemos". Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica "«Creo» es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, sobre todo en el momento de bautismo. «Creemos» es la fe de la Iglesia confesada por los Obispos reunidos en concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes. «Creo»: es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios con su misma fe y que nos enseña a decir: «Creo», «Creemos»" (39).
En cada profesión de fe, la Iglesia verifica las diferentes etapas que ha recorrido en su camino hacia el encuentro definitivo con el Señor. Ningún contenido ha sido superado con el pasar del tiempo; en cambio, todo se convierte en patrimonio insustituible por medio del cual la fe de siempre, vivida por todos en todas partes, contempla la acción perenne del Espíritu de Cristo Resucitado que acompaña y vivifica su Iglesia hasta conducirla a la plenitud de la verdad.
Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 29 de Junio de 1998, Solemnidad de San Pedro y San Pablo, Apóstoles.
+ Joseph Card. Ratzinger
PREFECTO
+ Tarcisio Bertone SDB
Arzobispo Emérito de Vercelli
SECRETARIO
(1) Las fórmulas simples profesan, normalmente, la plenitud mesiánica de
Jesús de Nazaret; cf., por ejemplo, Mc 8,29; Mt 16,16; Lc 9,20; Jn 20,31;
Hch 9,22. Las fórmulas complejas, además de la resurrección, confiesan los
eventos principales de la vida de Jesús y el significado salvífico de los
mismos; cf. por ejemplo, Mc 12,35-36; Hch 2,23-24; 1 Co 15,3-5; 1 Co 16,22;
Fil 2,7.1011; Col 1,15-20; 1 Pe 3,19-22; Ap 22,20. Además de las fórmulas
de confesión de fe relativas a la historia de la salvación y a la vicisitud
histórica de Jesús de Nazaret culminada con la Pascua, existen en el Nuevo
Testamento profesiones de fe que conciernen al ser mismo de Jesús; cf. 1 Co
12,3: "Jesús es el Señor". En Rom 10,9 las dos formas de confesión se
encuentran juntas.
(2) Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución Dogmática «Dei
Verbum», n. 7.
(3) 1 Co 15,3-5.
(4) «Catecismo de la Iglesia Católica», n. 193.
(5) Jn 16,13.
(6) Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución Dogmática «Dei
Verbum», n. 11.
(7) Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Profesión de fe y Juramento
de fidelidad; CIC, can. 833.
(8) Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución Dogmática «Lumen
Gentium», n. 25.
(9) Ibidem, n. 25.
(10) Cf. ibidem, n. 22.
(11) Cf. DS 3074.
(12) Cf. CIC can. 750 y 751; 1364 & 1; CCEO can. 598 & 1; 1436 & 1.
(13) Cf. Pablo VI, Carta Encíclica «Humanae Vitae», n. 4; Juan Pablo II,
Carta Encíclica «Veritatis Splendor», nn. 36-37.
(14) Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución Dogmática «Lumen
Gentium», n. 25.
(15) Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución Dogmática «Dei
Verbum», n. 8 y n. 10; Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración
«Mysterium Ecclesiae» n. 3 .
(16) Cf. Juan Pablo II, Motu propio «Ad tuendam fidem», 18 de Mayo de 1998.
(17) Se tenga en consideración que la enseñanza infalible del Magisterio
ordinario y universal no es propuesta sólo por medio de una declaración
explícita de una doctrina que debe ser creída o sostenida definitivamente,
sino que también se expresa frecuentemente mediante una doctrina
implícitamente contenida en una praxis de la fe de la Iglesia, derivada de
la revelación o de todas maneras necesaria para la salvación, y
testimoniada por la Tradición ininterrumpida: esa enseñanza infalible
resulta objetivamente propuesta por el entero cuerpo episcopal, entendido
en sentido diacrónico, y no sólo necesariamente sincrónico. Además la
intención del Magisterio ordinario y universal de proponer una doctrina
como definitiva no está generalmente ligada a formulaciones técnicas de
particular solemnidad; es suficiente que eso sea claro en base al tenor de
las palabras usadas y del contexto.
(18) Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución Dogmática «Lumen
Gentium», n. 25; Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción «Donum
Veritatis», n. 23.
(19) Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción «Donum
Veritatis», n. 23 y n. 24.
(20) Cf. CIC can. 752; 1371; CCEO, can. 599; 1436 & 2.
(21) Cf. DS 301-302.
(22) Cf. DS 2803; 3903
(23) Cf. DS 1601; 1606.
(24) Cf. DS 1636.
(25) Cf. DS 1740; 1743
(26) Cf. DS 3050.
(27) Cf. DS 3059-3075.
(28) Cf. DS 1510-1515.
(29) Cf. DS 1000-1002.
(30) Cf. DS 3293; Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución Dogmática
«Dei Verbum», n. 11.
(31) Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica «Evangelium Vitae», n. 57.
(32) Cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica «Ordinatio Sacerdotalis», n. 4.
(33) Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, «Respuesta a la duda sobre
la doctrina de la Carta Apostólica "Ordinatio Sacerdotalis"».
(34) Juan Pablo II, Carta Encíclica «Evangelium Vitae», 65.
(35) Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2355.
(36) Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2353.
(37) Cf. DS3315-3319.
(28) Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución Dogmática «Lumen
Gentium», n. 25; Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción «Donum
veritatis», n. 17 y n. 24.
(39) Catecismo de la Iglesia Católica, n. 167.