Brahms, segunda sinfonía, un domingo de mayo
Me siento proclive a Brahms, Bach y Pessoa. Poco mozartiano en estos días, poco beethoveniano, poco nerudiano, abandonado de mis viejos hábitos de belleza, sin embargo que no los olvido. Pero alunece en mi alma como en un balcón volado sobre el paisaje nocturno, con una alegría tibia y suave, como luz de luna, llena de un humilde esplendor oscuro, pero bella y mía, incompartible y solitaria como lo son todas las cosas de cualquier hombre, incluso del que cree compartir su alegría (puedo ser yo mismo) mientras grita y festeja colectivamente en un estadio el gol marcado por su equipo, sin caer en cuenta de que su gozo no es en realidad el de su equipo ni el del jugador que anota el gol, y que tampoco es el del tropel bullicioso que lo rodea; que su regocijo es mucho más personal y menos compartido de lo que cree, que es su propio alborozo, que es su ilusión de gol, su vivencia de gol, de triunfo y de muchedumbre agitada y confusa: que es su propio grito.
Y que todo lo demás no es sino la percepción de una apariencia, de un reflejo suyo en el espejo de una realidad ajena. Que lo único que en realidad lo excita es lo percibido por su ser, y que eso es algo que no sería sin él, sin su existencia, sin su percepción como individuo. Porque sin su percepción sería otra cosa, sería la cosa que ve el otro, el grito del otro, el gol del otro, la alegría del otro, la multitud confusa que percibe el otro.
Así penetra entonces en mi entendimiento, hasta la insania más furiosa, la convicción de que el Caeiro de Pessoa, el Pessoa de Caeiro, el Caeiro de Soares, el Campos de Reis, el Reis de Caeiro, el Pessoa de Pessoa, y el Bach de Brahms, el imposible (¿será imposible?) Brahms de Bach, el Bach y el Mozart de Beethoven, el Bach de Bach y el Mozart de Mozart son también sólo de sus respectivos dueños. Y que los que son míos son sólo míos: que nadie ha escuchado como yo el segundo movimiento de la segunda sinfonía de Brahms, que ni siquiera Brahms pudo ni podría hacerlo, porque Brahms no es yo, ni ha sido yo, que yo tenga noticia. Y que como yo soy único e irrepetible nadie puede realizar mi percepción individual de Brahms. Y que, por supuesto, usted y Brahms también son únicos e irrepetibles, y todos somos únicos e irrepetibles. Y que además todo es único, y todo es irrepetible.
Y también caigo en la cuenta, con sospechosa y cándida naturalidad de perogrullo, que no sé, que creo que usted tampoco sabe, y que creo que nadie sabe quién o qué es o era Brahms: sin duda no es el segundo movimiento de su segunda sinfonía, que suena ahora, ni su segunda sinfonía entera, ni toda su obra; ni su persona, ni su cadáver, ni su sepultura; ni su retrato severo y barbudo, ni su retrato afeitado con ojos claros y cara juvenilmente adusta de Brahms-sin-barba; ni es tampoco lo que simboliza, ni su recuerdo, ni su influencia; que ni siquiera Brahms es todo lo que fue, sino que es algo más, enriquecido (o empobrecido) por su pasado y por su futuro, por mi audición actual y por estas palabras atónitas ante lo que poco a poco van descubriendo a través de este discurso deshilvanado, pero que sé que no es locura, sino lucidez perturbada por la conciencia de la muerte y por la percepción del minucioso trabajo del tiempo, paciente e infinito, que poco a poco deshace a mi ser en el olvido, mientras perdura la belleza de la música; por el extrañamiento ante la frágil contingencia que subordina hasta el más simple de mis actos, y ante la pequeñez humana que fascina a los filósofos.
Pero es que en este momento soy un filósofo, atrapado en esa morbosa fascinación. Y razono que todo hombre que mire el paisaje o la noche y sienta alegría o miedo, que todo hombre, alguna vez, en algún momento de su vida, es un filósofo, pues si no, no sería hombre, ya que nada se preguntaría, ya que nada lo asombraría y no podría entonces sentir ni miedo ni alegría.
Y pienso que todo aquél que tenga una pregunta es un filósofo, y que todo aquél que tenga una respuesta es un ignorante, ya que nada poseemos de la verdad, tan sólo poseemos el estupor ante el misterio, o la dulce agonía de eso que llamamos amor o belleza, cosas incomprensibles por sí mismas.
Y volvamos a lo anterior, ya Brahms dejó de ser el segundo movimiento, y ahora es Allegretto grazioso (Quasi andantino) – Presto ma non assai – Tempo I. Dice en el CD que dura 5’21, que toca la Filarmónica de Berlín y que dirige Herbert von Karajan. Y ya este es un Brahms diferente al interpretado por Otto Klemperer dirigiendo la Orquesta Filarmonía. Y es y no es el mismo Brahms, porque no es sólo Brahms: de alguna manera es Klemperer y es Karajan, es un pasado mío, bello y confuso, lleno de vivencias y de recuerdos de otras audiciones; es esta tarde tranquila de domingo; es este momento prodigioso, caduco y frágil, hecho de música y paisaje, que de manera irreversible se desgrana desde el futuro, donde nace la música, hacia el pasado, donde palpita con una dulce melancolía la añoranza por la emoción estética recién nacida de la amalgama de sonidos y silencios que se producen y desaparecen; y también es (¿soy?) yo, que vivo y siento, pero como no sé bien quién o qué soy, ni qué es lo que de mí se deshace poco a poco en el tiempo alucinado donde reside esta música, estoy preguntándoselo a usted mientras escucho y mientras miro, deslumbrado, el paisaje: estoy pidiéndole a usted, lector hipotético y desconocido, que me ayude a descubrir quién o qué soy.
Pero debo decirle entonces, y créame que lo lamento, que ahora se me ha ocurrido considerar -no lo aseguro, pero lo intuyo- que usted tampoco sabe quién es. Y le ruego que me disculpe, pero además me veo en la penosa necesidad de comunicarle, de la manera más comedida y respetuosa, que acabo de descubrir que usted, por el momento, simplemente no existe, porque "usted", en este preciso instante en que escribo y pregunto por "usted", soy sólo yo, porque soy yo quien escribe y soy yo quien lee, soy yo-lector y yo-escritor.
Pero alguna vez, si este texto sobrevive a mi piadosa autocrítica y a la poco piadosa crítica del público lector (del cual hará ya parte usted, y ya ese "usted" será sin duda usted, aunque quien lea entonces sea yo, y hasta me arrepienta de haberlo escrito), entonces será un texto independiente de mí, y tendré que enfrentarme a él como lector, y será también inmodificable, porque si yo lo modificara sería otro texto, y si lo modificara otro tendría otro autor.
Pero también es que si yo mismo lo modificara mañana, ya yo tampoco sería el mismo, sino otro, el de mañana, el que modifica este escrito para producir otro, diferente; y no sería entonces un autor que inventa, sino un lector que corrige la obra de otro autor, que escuchaba una determinada versión de la segunda sinfonía de Brahms, un día en que la luna limpiamente alunecía en ese lapso moroso, sutil, diáfano y efímero que transcurre entre la hora transparente y liviana de la tarde moribunda y el contorno azulado de la noche recién iniciada, en un remoto e irrepetible domingo de mayo, en un día quizás inexistente, quizás del todo imaginario, pero que desplegó toda su belleza en un alucinante crepúsculo, enrojecido el cielo de sangreluzpoesía, agónico el sol sobre el borde mágico del horizonteocéano, pero aún con una tenue y delicada brillantez en el azul marítimo y fantástico de ese domingo de mayo, de ese simple domingo de mayo...
Mario Mendoza Orozco
Cartagena de Indias, Mayo de 1998
(Texto publicado en el Periódico El Universal de Cartagena de Indias, en el Suplemento Dominical No. 663 de Noviembre 15 de 1998).