El doctor L.
El Dr. L. despertó, como de costumbre, a las 6 AM. Se sentó en la cama, algo inquieto, y observó a su mujer que aún dormía. Sentía un malestar indefinible, y tuvo la convicción de que algo malo le iba a ocurrir. Desde hacía varios meses se encontraba acosado por esos misteriosos y vagos presentimientos. Además, sus molestias digestivas casi permanentes lo tenían desesperado. Era raro. A sus 35 años, en la plenitud de su vigor, con una salud a toda prueba desde la infancia, por qué tenía que presentar esos raros trastornos que comenzaban a vulnerar su inmensa fe en sí mismo.
Recordó con lucidez el primer síntoma, varios meses antes. Estaba en el apogeo de su éxito profesional, y su intervención en algunos asuntos de interés público había sido inmejorable, lo cual le había producido importantes beneficios económicos sin deterioro significativo de su imagen pública de hombre honrado. Sentía que se le abrían horizontes llenos de oportunidades, que vislumbraba con optimismo. Empezaba también a cosechar los primeros frutos de su incansable actividad política. No había duda: tenía éxito. Se sentía rodeado por un halo de prestigio. Sin embargo, fue precisamente en uno de esos magníficos días cuando empezó todo. Caía la tarde. El Dr. L. se dispuso a abandonar su oficina, pues tenía una cita importante. Notó entonces algo curiosamente extraño y al mismo tiempo familiar en la atmósfera: una luz débil, amarillo claro, se filtraba por entre las persianas del edificio. Salió. La tarde era hermosísima. En la calle el aire era liviano y el cielo despejado, de un azul nítido, irrevocable. Se insinuaba el crepúsculo. Sintió, no sin sorpresa, una tibia opresión en el pecho que le hizo exhalar un hondo e involuntario suspiro. Fugazmente recordó algunos pedazos de su primera juventud, vividos en tardes como esa. Comenzó a sentir el latido de su corazón, y era como un dulce dolor acompasado en el centro de sí mismo. Tomó su automóvil, y casi sin darse cuenta, se dirigió hacia la playa. Habían pasado muchos años sin que hiciera algo semejante. En realidad, su tiempo era precioso. Siempre tenía de por medio algún compromiso social, una reunión política o una cita de negocios, y sus escasas horas libres las dedicaba a su mujer y a sus hijos. Pero esa tarde era distinto. Algo nuevo le estaba ocurriendo.
Estacionó frente al malecón. El mar estaba tranquilo y algunas gaviotas bulliciosas volaban a ras de agua, tratando de capturar sardinas de un inmenso cardumen que dibujaba un encaje sinuoso e inquieto sobre la superficie, la cual estallaba con frecuencia en un súbito resplandor plateado cuando algún pez grande las acosaba, o cuando algún alcatraz de vuelo presumido y elegante se dejaba caer como fulminado desde escasa altura, estrellándose con un sonido rudo y opaco contra la suave ondulación de la mareta. A contraluz, frente a un inmenso sol que poco a poco rodaba hacia el horizonte, se recortaban las siluetas de algunos pescadores, en plena faena. Se respiraba una infinita paz. La belleza del paisaje era apabullante.
De repente se sintió indispuesto. Una ligera pulsación se instaló en su sien izquierda, convirtiéndose pronto en un suave dolor de cabeza. Tuvo además náuseas, mientras el dolor iba en aumento. La luz le molestaba. Sintió entonces la necesidad de abandonar el lugar de inmediato. Tal vez había mirado el sol muy de frente. Sin duda, algo le había hecho daño.
Al llegar a su casa el malestar era ya considerable, y se sentía de un pésimo humor. Saludó de malas ganas a su mujer y a sus hijos. No cenó. Tomó un analgésico y se recostó a esperar su efecto. Su mujer lo atendía, solícita. Pese a ser relativamente temprano, se quedó dormido. Su sueño fue intranquilo, repleto de imágenes misteriosas que no pudo precisar posteriormente.
Era medianoche cuando despertó. Estaba sobresaltado y sentía intensos deseos de vomitar. Con sigilo, se dirigió al baño, y luego de un esfuerzo que casi le hace perder el conocimiento, vomitó un material escaso, negruzco, el cual se diluyó en la blancura del agua del inodoro. Apoyado en la pared, exhausto, contempló el vómito. Se sentía nervioso, muy agitado. En el fondo de la taza reposaba un objeto alargado, que tendía a flotar. Parecía un pedazo de papel, impregnado por sus detritus gástricos. Lo miró fijamente, y sintió entonces un escalofrío de terror, de un nuevo terror que nunca antes había sentido: ante sus ojos asombrados se presentaba claramente, sin lugar a dudas, el fragmento de un billete de veinte mil pesos, de un "garavito", como se había acostumbrado a llamarlos con familiaridad.
A partir de ese momento todo cambió en su vida. Seguía teniendo éxito, la gente lo admiraba, lo envidiaba, lo respetaba, y era bien recibido en todas partes. Pero el recuerdo del suceso lo perseguía constantemente. Se sentía cansado, malhumorado, y con frecuencia experimentaba náuseas y una sensación de plenitud abdominal que le quitaba el apetito. Le costaba trabajo conciliar el sueño. Muchas veces despertó en mitad de la noche, aprisionado por la reiterada percepción de su inconfesable padecimiento, y muchas otras el amanecer lo sorprendió cambiando de posición en la cama, tratando inútilmente de descansar, solitario, agotado y confuso.
Entonces decidió consultar a un médico. Luego de algunos rodeos, le contó todo. El facultativo lo miró con una expresión comprensiva y profesional, y luego de un minucioso examen físico le ordenó múltiples pruebas de laboratorio, una endoscopia de las vías digestivas altas, un electroencefalograma y una escanografía cerebral, que resultaron completamente normales. En la nueva consulta lo volvió a examinar, y con voz tranquilizadora y segura le explicó algo relacionado con ilusiones, alucinaciones o auras visuales propiciadas por el estrés laboral, el cansancio, la rutina y la jaqueca. Le aseguró que no padecía ninguna enfermedad física preocupante, y que su cuerpo no sólo estaba sano, sino que se encontraba en óptimas condiciones físicas. Le recomendó que tratara de no pensar más en el asunto, que reanudara las sesiones de ejercicio cotidiano que había abandonado a raíz de sus molestias, que descansara un poco, y que si le era posible tomara unas vacaciones cortas.
Siguió sus consejos, pero fue en vano. No era el mismo. Sentía una persistente tristeza, y con alguna frecuencia lo asaltaban unos inexplicables deseos de llorar sin que nadie lo viera, o de acostarse a no pensar, supino y solitario, en un cuarto oscuro y cerrado. Comenzó a odiar lenta, inexorablemente, todo lo que le rodeaba. El tedio lo acompañaba en su trabajo, con sus amigos, en las reuniones sociales, en las actividades políticas, en las citas de negocio... Hasta el ocio hogareño lo fastidiaba. Sin embargo, se impuso una estoica disciplina y continuó adelante. Todos las mañana asistía durante una hora al gimnasio, pese a no tener apetito comía una dieta saludable y equilibrada, y por la noche acostumbraba a tomar sedantes para conciliar el sueño. De esta manera, tan sólo sus más allegados habían notado algunas modificaciones en su estado de ánimo, pero no les dieron importancia. Una sola cosa lo consolaba: no se había vuelto a repetir el episodio de aquella noche.
Pero esa mañana el malestar se había ensañado nuevamente con él, y era poco menos que insoportable. Había estado recordando todos estos sucesos con morbosa deliberación, haciendo un recuento de los hechos y situaciones en la búsqueda inútil de un hilo conductor o de una hipótesis, sentado en el borde de la cama. Sentía el abdomen muy distendido, como si acabara de ingerir una comida abundante, y lo cierto era que hacía unas ocho horas que estaba en ayunas. Se levantó trabajosamente. El espejo del baño le mostró un rostro congestionado, vultuoso, que casi no reconoce como el suyo. Sentía náuseas, y una palpitación dolorosa en las sienes. Se inclinó sobre el inodoro, poseído por una gran agitación. Primero fue un golpe de tos, seguido por una sensación angustiosa de asfixia. Tuvo que meterse las manos en la boca para extraer el material que lo ahogaba. Con gran dificultad extrajo una interminable hoja de papel periódico y varias páginas sueltas de una revista de asuntos económicos, todo mezclado con un agua maloliente. Siguió vomitando chequeras, talonarios de consignación y retiro, tarjetas de crédito, billetes, monedas, papel sellado, escrituras de bienes raíces, contratos, licitaciones públicas, concursos de méritos para acceder a empleos públicos, cartas de recomendación, hojas de vida y otros documentos, en algunos de los cuales se podían apreciar los sellos de autenticación y las firmas de los notarios; estampillas de timbre nacional, manifiestos políticos y discursos de campañas proselitistas, un encendedor desechable, un juego de naipes, revistas pornográficas, un buscapersonas, un teléfono celular, un casete de video, fragmentado en varios pedazos que se le atascaban en la garganta y cuya cinta le salía por las narices; etiquetas de ropa interior, una corbata, un reloj de pulsera... Al final pudo respirar con tranquilidad. Se sentía muy débil, pero invadido por una inusitada sensación de bienestar.
En ese momento dirigió su mirada hacia la puerta del baño, desde donde su mujer, recién despertada, lo contemplaba con indiferencia. Llegó hasta donde él y lo saludó con naturalidad, pasando frente a todo el desperdicio sin determinarlo. Entonces comprendió que sólo él era consciente de la realidad que estaba viviendo. Se cepilló los dientes, se afeitó, se bañó y se vistió como de costumbre, se despidió de su mujer, tomó su automóvil y nunca más regresó a su hogar.
De su paradero nada sabemos hasta el momento. Suponemos que no ha muerto por una carta que escribió a un amigo, en la cual le narraba, a manera de confesión, la curiosa historia que acabamos de referir. Este postrer documento nos ha sugerido además las siguientes hipótesis, que respetuosamente ponemos a consideración del lector, ya que las circunstancias actuales no nos permiten comprobarlas: a) El Dr. L. nunca volvió a ejercer su profesión; b) Su actividad actual de alguna manera imprecisa la identificamos con la de mendigo y/o ladrón; c) Hay indicios más o menos confiables de que en la actualidad, el Dr. L. es feliz.
Mario Mendoza Orozco
Cartagena de Indias
Texto revisado y corregido en Febrero de 1999
(Relato publicado originalmente en el Suplemento Literario "Lecturas Dominicales" del periódico El Tiempo de Santa Fe de Bogotá, Colombia, Sur América, el 29 de Octubre de 1978)