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Reflexiones sobre humanismo y medicina.

Hacia la descripción de una nueva entidad nosológica: el síndrome de Hermógenes.

 

(Texto leído en un foro sobre Humanismo y Medicina realizado el 8 de octubre de 1997 en el Auditorio Ciencias de la Salud, en las instalaciones de la Universidad de Cartagena ubicadas en el barrio de Zaragocilla, con motivo de la celebración de los 170 años de la fundación de la Universidad.)

 

Distinguidos profesores, queridos estudiantes, señoras y señores:

 

En los primeros párrafos de "Las memorias de Adriano" de Marguerite Yourcenar (la traducción es de Julio Cortázar, un "enormísimo cronopio") uno puede leer la experiencia del famoso protagonista ante la enfermedad, y su reacción como paciente que se entrega al cuidado de un médico: "...Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre. El ojo de Hermógenes sólo veía en mí un saco de humores, una triste amalgama de linfa y sangre. Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que terminará por devorar a su amo..."

Resulta sobrecogedor el intentar asomarse, guiados por la pluma ágil y precisa de la insigne escritora, al pensamiento de un hombre que detentaba el poder de Roma, que era lo mismo que decir, hacia el siglo segundo, el poder del mundo occidental, y que, a los setenta años, víctima de una "hidropesía del corazón", se sabe impotente ante la fragilidad de la materia, somete su cuerpo al escudriño de una persona con quien no lo liga otra relación diferente a la del padecimiento, y se prepara para el final: "...Como el viajero que navega entre las islas del archipiélago ve alzarse al anochecer la bruma luminosa y descubre poco a poco la línea de la costa, así empiezo a percibir el perfil de mi muerte..."

La cita anterior puede servirnos de punto de partida para reflexionar sobre dos de las preguntas filosóficas que más agobian el pensamiento del hombre: el origen de nuestra vida (que creemos percibir pero que estamos muy lejos de comprender) y nuestro destino irrevocable como individuos humanos: esa meta remota y siempre ilusoriamente postergada de la muerte.

Entre estas dos preguntas, ¿de dónde venimos? y ¿hacia dónde vamos? nos encontramos con la otra incógnita central ¿qué somos? Para tratar de arrimarnos a un puerto relativamente estable, en medio de una marea tan llena de incertidumbre, propongamos, no más como una hipótesis, y para tratar de utilizar un lenguaje uniforme, que ese "somos" es la vida que vivimos. Que somos la vida que estamos viviendo. Que antes de la vida no éramos, y que no sabemos si seremos después de la muerte. Que si alguien no está de acuerdo con la hipótesis enunciada y por lo tanto cuestiona nuestra existencia y/o la suya, por lo menos, si no somos, tendremos la presunción, la creencia, de ser, como individuos humanos, mientras exista en nosotros la energía de la vida, mientras ese "monstruo solapado" de nuestro cuerpo no acabe por devorarnos. Que si llegáramos a ser algo después de la muerte, sin duda no seríamos el individuo humano que somos ahora, que tiene un cuerpo animado por una fuerza vital tan incomprensible como cualquier otro fenómeno de la naturaleza que creemos comprender. Que ese cuerpo está destinado a la corrupción, a volver al polvo, a retornar -como algo recicable- a la materia del mundo, a las moléculas, los átomos y las partículas subatómicas que forman el desmesurado universo. Y que si nuestro espíritu persiste, sólo lo hará expresándose a través del testimonio que hayamos podido dejar de esta fugaz conjunción de nuestro espíritu con nuestra materia, que hemos llamado la vida humana, nuestra vida. "Al morir tan sólo nos queda lo que hemos dado", ha dicho a propósito Jacinto Benavente. Así es que tenemos que aceptar que nuestra vida, así como lleva implícita nuestro origen, vale decir, nuestro nacimiento, lleva consigo implícita nuestro final, vale decir, nuestra muerte.

Vivir es consumir instante tras instante nuestro tiempo, agotar los plazos hasta que ya no exista más futuro desde el cual fluya la frágil corriente de nuestra vida, la cual está hecha de un presente inestable e intangible que desemboca y nutre nuestro pasado, que es lo que realmente somos. La materia de la cual están hechos nuestros recuerdos es mucho más firme que la que forman nuestras esperanzas. Sin embargo, siempre confiamos que, desde el futuro, que realmente no nos pertenece, desde donde aún no somos, seguirá fluyendo esa mágica corriente de las horas que pertenecen a nuestra vida, que nutrirán nuestro pasado. Nos parece imposible que nos pueda suceder la muerte. Sobre todo si no hemos sido agobiados por la enfermedad, por la verdadera enfermedad, la que pone en evidencia nuestra fragilidad como individuos humanos... Porque la enfermedad se vive, y el dolor hace parte del presente de una forma mucho más persistente que el placer, y se imbrica en la materia de la vida de una manera diferente a la muerte, que de alguna forma no nos pertenece, o nos pertenece de una manera incomprensible, en un territorio cuyas coordenadas son evasivas e inasibles. En cambio, la enfermedad y el sufrimiento hacen parte de nuestra experiencia vital consciente, de tal forma que nos pueden enfrentar bruscamente a la posibilidad de la muerte. Y la muerte es como el sol, que no puede mirarse de frente, porque nos deslumbra. Sin embargo, yo creo, estoy convencido, de que el verdadero amor por la vida sólo puede cultivarse a partir de la aceptación racional de la muerte, y de la certidumbre de que el futuro no nos pertenece. Sólo entonces podremos valorar plenamente la vida.

En el cuento "El Aleph" de Jorge Luis Borges podemos leer: "La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me conmovió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella, y que ese cambio era el primero de una serie infinita..."

Borges se duele del cambio -aparentemente anodino- en un aviso comercial por medio del cual el mundo le anuncia su indiferencia ante la muerte de su amiga, de su querida Beatriz Elena Viterbo; de ese indiferente transcurrir del tiempo, inocente como un niño e irresponsable como un loco, ajeno por completo a sus sentimientos como individuo humano. ¡Borges, un inmortal! ¡Borges, cuyo espíritu está vivo aquí, en este momento, en esta sala, gracias al hecho de que yo lo he conjurado, al leer este fragmento de su cuento!

El gran Borges se horroriza -y nos transmite con eficaz simplicidad su horror- al pensar en la injusta tarea del olvido, en la devastadora y continua acción de la muerte. Y aún cuando no se refería a su propia muerte, podemos percibir en su relato, que él, de alguna manera, la intuye en esa muerte ajena que le arrebata a una persona querida, a una persona que ha enriquecido el pozo de su pasado, que hace parte de su experiencia vital como individuo humano. Podemos percibir que Borges se anticipa a esa sensación de sentir que el universo también se apartará de él, indiferente, después de su muerte. Que siente que la supervivencia de su espíritu estará sujeta a la frágil memoria colectiva, quizás a los caprichos de las modas literarias, y del incierto futuro de la literatura, en un mundo cada vez más cibernético, y quizás más deshumanizado, lleno de pragmatismo estéril, de fútiles estrategias de mercadeo que nos agobiarán hasta la náusea con su abominable secuela de días del padre, de la madre, del amor y de la amistad, y otras mustias efemérides carcomidas de frivolidad y pletóricas de hipersentimentalismo monetario, de culto al dinero y al poder del dinero; de un mundo en donde la mayoría de las personas son porque tienen, pero no tienen porque son, y otras pequeñas calamidades cotidianas. Borges, cuyo espíritu es literatura, es arte, es poesía -que son cosas comprobadamente capaces de sobrevivir al olvido-, se sabe mortal. Pero por eso mismo, se sabe hombre, y se sabe irrepetible. Y de esa certeza nace su capacidad para saber darle el valor que merecen a la vida y a la muerte.

Imaginemos ahora que hemos muerto, y que el tiempo sigue inexorable su curso, tendiendo un manto continuo y tenue de olvido sobre lo que hemos sido, hasta aniquilar por completo la memoria de nuestra presencia en la vida, permitiéndonos quizás asomarnos al recuerdo de alguna persona que nos conoció, y que aún vive, tal vez por medio de una fotografía antigua, en un álbum mohoso, lleno de imágenes de otros muertos y de paisajes que ya no existen, pero que nos fueron familiares en algún momento; de casas derruidas, donde vivimos alguna vez un amor intenso; de antiguos paisajes, que recorrimos muy jóvenes, ya transformados e irreconocibles; de bellas o terribles ciudades, en las cuales estarían ausentes las personas que alguna vez amamos...

Un verdadero humanista aprende, a través de la observación continuada de las manifestaciones del espíritu humano, a valorar la vida, en la medida en que también aprende a aceptar la realidad de la muerte. "Un poeta es un hombre que sabe que va a morir", dijo alguien cuyo nombre se niega ahora a mi memoria. O sea, es un hombre que sabe que la muerte lo va a igualar, tarde o temprano, con las demás personas que comparten su espacio vital. Si una persona no está consciente de la realidad de su muerte, no puede considerarse un humanista. Parodiando al gran poeta César Vallejo, un humanista "no se jacta jamás de respirar", y se cuida de caer en el otro extremo de esa curiosa condición de la "hipertrofia del alma" que mata a la razón y conduce hacia el fanatismo, como lo menciona Milan Kundera en su bellísima novela "La inmortalidad".

El médico tiene, como parte esencial de su trabajo, que enfrentarse al dolor humano, a la enfermedad y a la muerte, y de allí, derivar sus ingresos económicos y obtener el equilibrio y el bienestar al que tanto él como su familia tienen justo derecho, y sin el cual no le sería posible progresar como profesional y como ser humano. La falta de progreso debe considerarse, en este contexto, como un atraso. Dicho de otra manera, los médicos vivimos del dolor humano. Si no hay dolor, si no hay malestar (tanto del cuerpo como del alma), no hay enfermedad. Si no hay enfermedad, no se justifican ni la medicina ni los médicos. Entonces, ¿cómo puede ejercer esta profesión una persona que no tenga una sólida formación humanista? ¿Cómo podría evitar que sus pacientes se sintieran como el emperador Adriano se sintió ante su médico Hermógenes? ¿Cómo podrá preservar la calidad, no ya de emperador, sino -más importante aún- la simple y esencial calidad de hombre de sus pacientes?

Quiero, en este punto, proponer varias ideas que han ido forjándose en mi pensamiento en la medida en que he ido avanzando en la escritura de estas líneas, aún a riesgo de ser injusto con mi remoto colega Hermógenes, pero basándome en las palabras que Marguerite Yourcenar puso en la boca de Adriano:

  1. Definamos el síndrome de Hermógenes como cualquier clase de padecimiento del paciente que sea ocasionado por una actitud deshumanizada del médico o del sistema de salud ante la enfermedad y el sufrimiento humanos;
  2. Categoricemos el síndrome de Hermógenes dentro de las enfermedades yatrogénicas;
  3. Diferenciemos con claridad a los individuos que sólo saben medicina de los que son médicos;
  4. Definamos al médico como un profesional que, conociendo con erudición los aspectos técnicos y científicos de su arte, conserve una actitud humanista ante la enfermedad, el dolor, la vida y la muerte, que ayude a minimizar los efectos que el síndrome de Hermógenes pueda eventualmente producir en sus pacientes;
  5. Definamos como técnico en medicina a quienes sean igualmente eruditos, estudiosos y actualizados en sus conocimientos técnicos y científicos, pero que consideren que todo lo anterior es una banalidad, una suerte de pedantería, o simplemente, algo sin importancia;
  6. Advirtamos, por último, que el síndrome de Hermógenes puede presentarse aún a pesar de una actitud humanista e idónea del médico, algunas veces debido en parte a prejuicios del paciente que pueden ser difíciles de vencer, y en otras debido quizás a las debilidades de un sistema de salud deshumanizado, que de una u otra forma tienda a deteriorar la relación médico-paciente.

No quiero utilizar de una manera simplista o peyorativa el término humanista, reservándolo sólo para las personas que posean una vasta cultura literaria, histórica, filosófica, artística, musical, etcétera, tal y como la definen los diccionarios, porque yo sería el primero en excluirme: soy sólo un fervoroso diletante, pero no me considero experto en nada, salvo en duda. Sin desconocer que indudablemente el hábito de la lectura y cierto grado de erudición son importantes en la formación de valores éticos, quiero decir que estoy convencido de que el humanismo, además de conocimiento, es en esencia una actitud personal, una actitud ética ante los diversos fenómenos vitales del ser humano. Sin embargo, es esencial advertir que el humanismo es cualitativamente diferente de la filantropía, en el sentido de que su dádiva es más profunda, desinteresada y sabia, y enriquece tanto a quien la da como a quien la recibe: nunca requiere de agradecimiento porque quien da con humanismo lo hace con tanta espontaneidad que no considera su acto excepcional, sino natural. En fin, su dádiva jamás podría asimilarse a una limosna, que de alguna manera envilece a quien la recibe y pseudoenaltece a quien la otorga: la actitud humanista, en su desinterés, iguala. Es además una actitud estética, en la medida en que el placer de descubrir la belleza de sus manifestaciones, nos incitará a seguir escudriñando el espíritu humano. Y es, por sobre todo, una actitud de sana e incesante curiosidad, de deseos de conocer, aún cuando todavía no se posean los conocimientos: con el transcurso del tiempo la persistencia algún día mostrará el esplendor de sus frutos. Es también una actitud que poco a poco propiciará en quienes la practiquen una particular tolerancia hacia las diferencias y un respeto por los derechos de las demás personas, incluyendo -claro está- a los pacientes. Una actitud que nos permitirá aprender no sólo de quienes aparenten ser más instruidos que nosotros, sino también de los que no ostenten ni la riqueza de los conocimientos ni la elocuencia de la expresión, sino apenas una postura simple o un humilde concepto digno de tener en cuenta. Una actitud que incluso nos permitirá aprender de quienes se equivoquen, para no imitarlos.

Por eso, creo que el verdadero humanista mostrará siempre un profundo respeto ante los grandes misterios de la vida y de la muerte, que persisten y persistirán inviolados pese al gran despliegue tecnológico y científico de las últimas épocas, y al que habrá de seguirlo en tiempos futuros. Ese humanismo nos permitirá darle cabida, sin perplejidad ni vergüenza, a la realidad de nuestra fantasía en la cotidianidad del ejercicio profesional y de la vida misma, para así poder residir en nuestro huidizo presente con los pies en la tierra, pero con el pensamiento lleno del deleite por lo que no es simplemente material, utilitario o pragmático. Al mismo tiempo nos permitirá seguir siendo cuerdos, pero no prisioneros de la cordura, dueños de un espíritu que sea capaz de asomarse a los más espléndidos y exóticos paisajes de la locura, que esté libre de ataduras y paradigmas que limiten su expansión, pero que sea siempre capaz de mantener un polo a tierra, un sólido pilar de contacto con esa materia cotidiana que creemos conocer, y que hemos dado en llamar la realidad.

Para terminar, quiero leer un hermoso soneto de Sor Juana Inés de la Cruz, una monja humanista que vivió en México entre 1651 y 1695, y que de alguna manera puede servir de colofón o postludio a las ideas de la vida, el humanismo, la enfermedad y la muerte sobre las cuales hemos estado cogitando a lo largo de estas líneas, y que dice así:

 

Rosa divina que en gentil cultura

eres con tu fragante sutileza

magisterio purpúreo en la belleza,

enseñanza nevada a la hermosura,

 

amago de la humana arquitectura,

ejemplo de la vana gentileza

en cuyo ser unió naturaleza

la cuna alegre y triste sepultura:

 

¡cuán altiva en tu pompa, presumida,

soberbia, el riesgo de morir desdeñas,

y luego, desmayada y encogida,

 

de tu caduco ser das mustias señas!

¡Conque, con docta muerte y necia vida,

viviendo engañas y muriendo enseñas!

 

Muchas gracias por su amable atención.

 

 

Mario Mendoza Orozco, M.D.

Profesor Titular, Facultad de Medicina

Universidad de Cartagena

Correo electrónico: mmo@red.net.co

Cartagena de Indias, septiembre de 1997

 

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Este artículo fue publicado en la revista Acta Médica Colombiana

Volumen 23 No. 6, Noviembre-Diciembre de 1998, Páginas 130-133

ã Acta Médica Colombiana, 1998

 

Patogenia del síndrome de Hermógenes. Descripción del síndrome de Adriano.

 

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