EL TESTIMONIO DE LOS INMORTALES
"El cerebro del hombre es su único órgano humano"
Fred Plum
"Quien camina una sola legua sin amor,
camina hacia su propio funeral..."
Walt Whitman
"Es el amor. Tendré que ocultarme o huir..
..Me duele una mujer en todo el cuerpo"
Jorge Luis Borges
Noticia preliminar.
Hace alrededor de dos mil años la humanidad fue casi completamente destruida por un extraordinario cataclismo natural. Según los sobrevivientes se habían alcanzado altísimos niveles de desarrollo y existía una raza de superhombres dedicados a la ciencia, los cuales gobernaban el planeta.
Las versiones más antiguas atribuyen a esos seres cualidades divinas como la omnisciencia, la omnipotencia y la inmortalidad. Sin embargo, siempre hemos considerado que estas interpretaciones carecen de rigor histórico y creemos que se deben a un intento religioso de explicar la catástrofe como un castigo divino ocasionado por la ambición desmedida del hombre. Este tipo de reacción tradicionalmente ha sido explicado por los sociólogos como una respuesta al estrés colectivo generado por el espanto y la pesadumbre de la población superviviente, agobiada por la severidad del fenómeno natural y sus consecuencias.
Nuestros esfuerzos por esclarecer estos remotos acontecimientos han sido infructuosos. No hemos contado con ningún documento de confianza que nos proporcione información sobre las épocas anteriores o cercanas al suceso. Casi todos nuestros conocimientos actuales se basan en la tradición y en la leyenda.
En todo caso parece no haber dudas sobre la existencia de una civilización anterior al desastre, la cual tendría por lo menos siete mil años de historia en el momento de su extinción. Una prueba indirecta es el hecho de que nuestro calendario inexplicablemente se inicia a partir del siglo setenta, sugiriéndonos un pasado extenso y desconocido. Otros indicios más concretos están dados por el hallazgo reciente de lo que parecen ser refugios subterráneos construidos en esos tiempos, en los cuales se han encontrado restos de extraños artefactos que pese a su avanzado deterioro aún reflejan el adelanto tecnológico de la época.
Hace unos quince años se encontró entre las ruinas de uno de esos curiosos albergues y en medio de restos humanos pulverizados por el tiempo, un microdisco de avanzada tecnología, que al parecer contiene información de video y de audio, pero del cual apenas hace unos meses se logró reproducir el sonido, en un aparato especialmente diseñado por nuestro grupo de apoyo en tecnología electrónica.
Aunque existe el convencimiento de que la narración contenida en ese "códice magnético" es en su mayor parte una ficción del anónimo autor -tal vez influido por las creencias religiosas de la época-, pensamos que encierra el suficiente interés como para justificar su transcripción y su difusión.
En los medios científicos el documento ha sido designado con el nombre de "El testimonio de los inmortales". Con esa misma denominación lo presentamos ahora para el conocimiento general.
Unidad Principal de Investigaciones Históricas.
Ciudad No. 12, Estado Septentrional No. 4
Período Séptimo del año de 8.998
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"Yo soy un inmortal. Depositario de la sabiduría de milenios y del poder que ella me confiere. No pertenezco a ninguna nación o territorio, porque nosotros carecemos de esos vínculos. Nací a principios del siglo treinta y ocho, en una época regida por el progreso, cuando el espíritu humano parecía haber alcanzado su más alto desarrollo y las cicatrices de la última gran hecatombe ocasionada por la imprudencia y el instinto guerrero del hombre primitivo habían sanado por completo, dejándonos valiosas enseñanzas.
Los adelantos técnicos y científicos cada vez eran más sorprendentes. Ya no existían las enfermedades, pues al comprender que todas eran de origen infeccioso, poco a poco logramos contrarrestarlas con estrategias de manipulación inmunológica y genética, y aprendimos a convivir con los microorganismos. Por otro lado los accidentes habían sido reducidos a un nivel mínimo, con base en los nuevos materiales que habíamos descubierto y en el perfeccionamiento de las medidas generales de seguridad y prevención. La vida había mejorado en calidad y duración, y el objetivo principal de la ciencia era resolver el problema de la muerte y alcanzar una evasiva meta: la inmortalidad.
Se trabajaba intensamente con base en diversos enfoques del problema, contemplándose dos posibles soluciones, una de tipo colectivo y otra de tipo individual. La primera consistía en prolongar indefinidamente la vida reduciendo a cero los accidentes y frenando el proceso de envejecimiento, que se había comenzado a considerar como una enfermedad infecciosa crónica producida por algún microorganismo no identificado hasta el momento y que se adquiría tempranamente en la infancia, o quizás durante el parto o la gestación. La segunda propugnaba por trasplantar el cerebro de un anciano en el cuerpo de un joven. Con esta última -que siempre se mantuvo en secreto- se buscaba prolongar la existencia de mentes superiores y llevaba implícito el sacrificio de individuos intelectualmente mediocres pero poseedores de un organismo joven, sano y fuerte.
La posibilidad de mantener vivo y pensante un cerebro aislado era motivo de permanentes lucubraciones. Había quienes pensaban que eso carecía de objeto a menos que se conservara también la cabeza y con ella la capacidad de oír, ver y hablar, o por lo menos de experimentar sensaciones rudimentarias y tener la capacidad de comunicarlas, pues de otra manera no habría forma de comprobar el éxito del experimento. Otros razonaban que si se lograba mantener vivo un cerebro aislado se mantendrían también vivos el juicio, la inteligencia y la capacidad de abstracción, y que esa inverosímil máquina del pensamiento sería esencialmente el hombre, la vida humana misma, con una fuerza tal que con el tiempo rebasaría los límites impuestos por las circunstancias y se ingeniaría algún método para recibir y comunicar la información necesaria. Además, si el órgano se conservaba funcionalmente intacto, se conservarían también todos los caracteres psíquicos del individuo, entre los cuales estarían sus recuerdos, sus afectos, sus habilidades, su formación ética, sus inclinaciones, su personalidad... En resumen, la sola persistencia del cerebro equivaldría a la conservación de toda la persona, a la cual sólo restaría conseguirle un cuerpo.
Para alcanzar ese objetivo parecían no existir especiales dificultades técnicas, pues se había logrado conservar aislados y funcionando correctamente a todos los otros órganos del cuerpo humano. Existían corazones latiendo, riñones filtrando, pulmones respirando, páncreas secretando, etcétera, depositados en los Centros de Transplante y Reserva de Organos, y cada vez que era necesario se utilizaban en las personas que accidentalmente sufrían daño de cualquiera de ellos. ¿Por qué no mantener cerebros pensando? Pero cualquier intento resultaba fallido con ese órgano, que de una forma misteriosa parecía negarse a persistir separado de su cuerpo original. No se había podido reparar, conservar, reemplazar o trasplantar, ni se había logrado mantener con vida a una cabeza intacta, pero separada de su tronco. Irónicamente, con nuestro único órgano absolutamente individual y esencialmente humano, no éramos capaces de transgredir los límites impuestos por la naturaleza.
Por otro lado, aunque el promedio de vida había aumentado considerablemente y casi todas las personas permanecían lúcidas y en aparente buen estado de salud hasta el momento de su fallecimiento, éste ocurría indefectiblemente entre los ciento veinte y los ciento treinta años de edad. En vano se diseñaron los más refinados aparatos electrónicos para reconocer situaciones fisiológicas anormales que se colocaron por microcirugía en diversos sitios anatómicos de cientos de individuos que se acercaban a la temida edad: todos fallecían, sin que nada pudiera hacerse para evitarlo, y las escasas señales recopiladas de dichos detectores o "alarmas de la muerte" no arrojaban ninguna luz de importancia sobre el asunto. Se propuso entonces el trasplante profiláctico de vísceras en grupos de individuos añosos. Pero con órganos naturales o artificiales, propios o extraños, la muerte seguía ocurriendo con esa simpleza natural de lo inevitable.
Sin embargo, unos dos siglos antes de mi nacimiento, a fines de 3.590, un biólogo molecular descubrió un glicopéptido de origen aparentemente natural, después de manipular durante años unos restos de material carbónico descubiertos en unos peñascos recogidos en las fronteras del sistema solar por una misión espacial, que habían sido entregados a diversos científicos en el mundo con el objeto de que estudiaran las posibilidades de que representaran alguna forma fósil de vida extraterrestre. Al administrar esta substancia por vía intravenosa a diversos animales de experimentación se descubrió entonces que éstos eran sumidos en un estado de letargo total en el cual permanecían indefinidamente, pero sin señales de deterioro o envejecimiento. Poco tiempo después un grupo de investigadores sintetizó una substancia que antagonizaba los efectos de la inicial, con lo cual se logró revertir el estado de hibernación química en animales que habían permanecido en esa condición durante más de tres años, sin que se notara ningún daño estructural en sus tejidos y sin que su promedio de vida activa disminuyera. Pero lo más interesante de estos experimentos fue que se pudo comprobar que el tiempo que el animal permanecía en estado vegetativo podía "restarse" de su expectativa de vida: si por ejemplo, normalmente se esperaba que el animal viviera un promedio de cuatro años y se hibernaba a los dos años de edad durante un período de ocho años, entonces sobrevivía otros dos años después de ser reanimado, de tal forma que el animal aún permanecía vivo y saludable varios años después de haberse cumplido su expectativa de supervivencia, lo cual constituía una transgresión -por primera vez en la historia de la ciencia- de los límites naturalmente impuestos por la muerte.
Se había abierto un camino inesperado que hizo renacer todas las esperanzas de retrasar significativamente la muerte y por cuya ruta las investigaciones prosiguieron con creciente interés. Se diseñaron aparatos que protegían a los animales de los accidentes externos y de los efectos nocivos de la inmovilidad prolongada, que eran los inconvenientes más importantes en los proyectos a largo plazo. Nuevamente se acariciaba la ilusión de la inmortalidad: no cabía duda de que el elevado nivel científico que llegarían a adquirir algunos hombres debidamente seleccionados y preparados con base en condiciones psicosomáticas especiales y a los cuales se haría hibernar durante el tiempo necesario, si era preciso durante siglos, tendría que culminar necesariamente con la adquisición de conocimientos fundamentales sobre la vida y la muerte. Tal vez pudieran resolver los problemas del transplante de cerebro o a lo mejor encontraran alternativas más viables.
Los primeros ensayos en voluntarios humanos fueron cortos, a lo sumo de seis meses de duración. No se conocieron fracasos. Con el tiempo se fueron alargando los límites del experimento y entonces comenzaron a aparecer los primeros inconvenientes. Después de diez o quince años de hibernación las personas reanimadas se tornaban neuróticas, inadaptadas y a menudo manifestaban ansiedad ante las transformaciones del medio ambiente, que aunque no parecían tener mayor importancia para los que habían permanecido despiertos, resultaban mucho más profundas para ellos.
Se comenzó a reconocer un síndrome de desadaptación, el cual a veces podía atribuirse a la desaparición de familiares, conocidos, o a simples modificaciones del medio ambiente circundante. No obstante la explicación no era tan sencilla. Los psicobiólogos a la postre reconocieron como su principal factor etiológico el simple miedo a lo desconocido, el cual estaba a su vez condicionado por la ruptura con profundos vínculos de naturaleza afectiva con las personas, los objetos, el paisaje e incluso el tiempo del hábitat psicológico individual. El origen de esos vínculos se remontaba a la primera infancia, posiblemente a la vida intrauterina, y sus primeras manifestaciones eran la dependencia afectiva por los padres. Los sujetos afectados por ese tipo especial de neurosis mostraban una desalentadora y significativa disminución de su rendimiento intelectual promedio y resultaban inapropiados para el estudio de las complicadas disciplinas científicas que se pretendía dominaran. A finales del siglo treinta y siete, diversos grupos de investigadores habían llegado independientemente a la conclusión de que, además de demostrar condiciones fisicopsíquicas naturales superiores al promedio, los candidatos a experimentos de larga duración tenían que ser individuos a los cuales no se les hubiera permitido establecer ningún lazo afectivo con personas, situaciones, lugares o cualquier otro factor que pudiera propiciar en ellos el más mínimo acostumbramiento o dependencia.
Se desarrolló entonces un programa que se iniciaba desde el nacimiento, con la separación inmediata de los padres. No tuvo éxito, pues éstos siempre querían tener noticias sobre sus hijos y era imposible mantenerlos alejados de ellos durante mucho tiempo. Hubo algunos niños que se lograron aislar durante varios años bajo el cuidado de excelentes niñeras cibernéticas que los educaban y complacían, pero incluso ellos se tornaban en algún momento melancólicos e inadaptados, por lo cual era necesario reintegrarlos de nuevo a su ambiente natural. Al cabo de múltiples intentos y múltiples fracasos la conclusión fue unánime y evidente: los escogidos teníamos que carecer de padres.
Este propósito sólo pudo lograrse medio siglo más tarde, cuando los candidatos comenzamos a ser escogidos con base en el análisis genético de óvulos y espermatozoides obtenidos de personas desconocidas entre sí, las cuales creían hacer parte de un estudio genético multicéntrico sin fines de procreación y nunca conocieron el verdadero destino de sus donaciones. Un equipo conformado por genetistas, biólogos, ingenieros moleculares, especialistas en translocación aleatoria de codones en los ácidos nucleicos, doctores en análisis estadístico, citoquímicos y citofísicos, entre otros, estudiaban el material almacenado en los Bancos Estatales de Gametos. Luego de múltiples cálculos, análisis e intentos fallidos, se practicaba la fertilización extrauterina con los especímenes escogidos y el huevo resultante se incubaba in vitro durante treinta y nueve semanas en un Utero Cibernético. Durante ese lapso el futuro inmortal estaba exclusivamente a cargo de los equipos computarizados en los Centros de Incubación, los cuales se encargaban de proporcionarle todos los cuidados necesarios para su perfecto desarrollo. En esa delicada fase no se permitía la intervención de la mano del hombre, pues se consideraba que durante los períodos iniciales de organogénesis era cuando recibíamos nuestras primeras impresiones del medio externo, las cuales conservaríamos para siempre a nivel subconsciente. Mientras más mecanizado fuera durante ese lapso nuestro ambiente, menos oportunidad había de que fuéramos contaminados por el afecto.
Siguiendo los procedimientos anteriormente descritos tuve el privilegio de ser escogido y programado por el Comité Estatal de Fertilización e Hibernación a principios del siglo treinta y ocho.
Los recuerdos de mi infancia son bastante imprecisos, pero no tengo conciencia de sufrimientos o incomodidades. Todo era perfecto. Las máquinas daban satisfacción inmediata a todas mis necesidades, y la cadencia metálica de sus voces, la simetría de sus formas, la infalibilidad de sus decisiones, la perfección de sus enseñanzas y la infinita variedad de sus recursos se convirtieron en parte integral de mi mundo desde entonces.
A los once años conocía los principios fundamentales de todas las ciencias, y profundizaba cada vez más en el conocimiento de la historia del universo y de la humanidad. Iba progresando casi sin esforzarme, ya que el aprendizaje era como una aventura interminable llena de estimulantes sorpresas.
A los doce años recibí mi primer Estuche de Objetos Eróticos. En su interior encontré gran cantidad de información audiovisual y una docena de androides cibernéticos desechables, los cuales estaban programados para satisfacer todas mis exigencias sexuales. Durante varias semanas exploré infatigablemente las múltiples posibilidades del placer carnal, siempre con plena satisfacción. Cada vez que era necesario solicitaba un nuevo Estuche, que las computadoras me entregaban sin demora. Tenían el aliciente de la variedad, pues todos los androides eran diferentes tanto en su aspecto externo como en su programación y estaban diseñados para ser utilizados una sola vez, después de lo cual se botaban por los conductos de los desperdicios.
A través de la información contenida en los Estuches me enteré sobre los inconvenientes de los métodos habituales de apareamiento y procreación que seguía la población no escogida: sobre su carácter antihigiénico, sobre las frecuentes insatisfacciones y frustraciones de quienes los practicaban y sobre el gran inconveniente de tener que contar con otro individuo para poder realizar la cópula, con lo cual se terminaba por establecer indeseables vínculos que limitaban la capacidad de producción intelectual y restringían la libertad individual. ¡Nunca me sentí tan feliz de haber sido escogido y de poder disfrutar de tantas y tan maravillosas ventajas sobre el común de las personas!
A los quince años estaba preparado para mi primera hibernación, que duró doscientos años. Debo confesar que al despertar no dejé de experimentar una vaga aprensión, pese al interés que sentía por informarme sobre lo ocurrido hasta entonces. Durante dos meses recibí información intensiva sobre los nuevos acontecimientos mundiales, lo cual me llenó de alegría y excitación. Mis temores iniciales se disiparon rápidamente. Me maravillaba el adelanto logrado en tan corto lapso y también el prodigio de la ciencia que me mantenía vivo e informado, muy por encima de la muerte que había relegado al olvido a una infinidad de personas que carecían del privilegio que yo disfrutaba.
Después de otros diez meses de estudio casi continuo fui transferido de los Centros de Capacitación a los Centros de Investigación y por último al Comité Central de Decisiones Estatales, donde comencé a trabajar en la subcomisión de Genética con el grupo de manipulación celular y molecular de gametos. Mi labor consista en escoger óvulos y espermatozoides apropiados para la generación de inmortales. Me sorprendió un nuevo adelanto: al colocar el embrión seleccionado en los Uteros Cibernéticos las computadoras seguían estudiando su estructura molecular de manera continua. Si detectaban alguna anormalidad se activaba entonces un circuito electrónico especial que determinaba su inmediata destrucción. Esta función se denominaba Módulo de Aborto Cibernético. De esta manera cada vez la selección era más rigurosa y se obtenían mejores resultados.
Nuevamente fui hibernado, en esa ocasión durante mil años. Al despertar habían transcurrido mil doscientos dieciséis años y seis meses desde el día de mi nacimiento, pero mi tiempo real de vida era tan sólo de dieciséis años y medio. ¡Cuáles no serían mis conocimientos y cuán adelantada no estaría la civilización cuando cumpliera mis primeros cincuenta años...! Para ese tiempo sin duda habríamos logrado burlar definitivamente la muerte.
Corría el siglo cincuenta. Los descubrimientos en el campo de la biología molecular eran fascinantes y en esos momentos la investigación estaba centrada en el estudio de las complejas bases bioquímicas que contribuían a la elaboración del pensamiento. Comprendí que ya estábamos muy cerca de nuestra evasiva meta: la inmortalidad la percibí como un paso casi obligatorio en esa larga cadena de éxitos y la muerte como un triste recuerdo de épocas primitivas. Con esta ilusión nuevamente fui sometido a hibernación durante un período que, según se me informó, estaba programado para dos mil años, pero que al parecer sólo duró novecientos ochenta y siete años y catorce días. Digo al parecer porque después de ese lapso todos los acontecimientos me resultan dudosos e imprecisos. Mi despertar estuvo lleno de improvisación y zozobra, ya que fui transportado a un refugio subterráneo donde permanecí oculto con un grupo de inmortales que los habían construido con premura para resguardarse de una catástrofe mundial que fue prevista apenas con escasos dos meses de anticipación. Algo debió fallar en nuestros Equipos Orbitales de Rastreo y Prevención, los cuales no advirtieron a tiempo el ingreso de un meteoro gigantesco al sistema solar, y antes de que pudiera ser bombardeado, provocó un desequilibrio en las fuerzas gravitatorias interplanetarias con una funesta secuela de terremotos, inundaciones, hundimientos de la corteza terrestre y alteraciones climáticas. Se cree que todos los habitantes del planeta murieron con excepción de los escasos inmortales que logramos protegernos a tiempo. Cuando logramos salir de nuestros refugios encontramos la tierra despoblada, con modificaciones profundas en su geografía y sin vestigios de civilización. El paisaje era salvaje, primitivo, desolado, con inmensas extensiones de tierra estéril alternando con zonas de vegetación exuberante. Los únicos seres animados que se apreciaban sobre la tierra éramos nosotros y una plétora de insectos que nos acosaban sin tregua. Fue necesario que nos valiéramos de todo nuestro ingenio para sobrevivir. De todas formas más adelante fuimos atacados por una enfermedad desconocida, que a la postre ha terminado por poner en peligro nuestra supervivencia.
En la actualidad tengo veinte años de vida y más de tres milenios de haber nacido. Soy poseedor de un sinnúmero de conocimientos, pero ninguno me ha servido para entender la naturaleza de este padecimiento, del cual comienzo a presentar los primeros síntomas. He comprendido el horror del olvido y del silencio eternos. Es tal vez por esa razón que dejo este testimonio: quiero que algo me trascienda después de la muerte, que presiento cercana. Además tengo la sospecha (o quizás la esperanza) de que, escondidos en la espesura de los bosques, aún existan sobrevivientes humanos salvajes y a lo mejor este documento puede serles útil para prevenir y combatir la enfermedad, que no tardará en acabar con nosotros.
Sus primeros síntomas aparecieron cuando nos vimos obligados a aparearnos con inmortales del sexo opuesto con el fin de procrear las nuevas generaciones que iban a garantizar nuestra permanencia en el planeta, ya que durante la catástrofe se destruyeron todas las máquinas de los Centros de Reproducción, incluidos los Bancos de Gametos y los Uteros Cibernéticos, por lo cual era imposible producir inmortales por los métodos científico-técnicos apropiados y era necesario que recurriéramos a las prácticas salvajes naturales, ya que queríamos generar un número elevado de individuos que a su vez se reprodujeran entre sí para poder contar con el recurso humano necesario para reconstruir la tecnología que era imprescindible para adelantar nuestras investigaciones. Mientras ellos fueran creciendo en número, en edad y en capacitación técnica, nos turnaríamos en la hibernación, vigilándolos y gobernándolos.
A pesar de haberlos discutido minuciosamente y de habernos documentado ampliamente sobre las costumbres sexuales salvajes, todos nuestros proyectos fracasaron. El primer problema que enfrentamos fue que nos era muy difícil vencer la repulsión que sentíamos al practicar la cópula, pese a que antes de cada apareamiento tomábamos las más estrictas medidas de higiene genital, con el uso de soluciones antisépticas jabonosas de alto poder antitensioactivo y con actividad microbicida. Además cubríamos todo nuestro cuerpo con un material plástico aislante que era como un vestido impermeable que sólo dejaba descubierto los órganos genitales y que denominábamos
nódnoc. Con estas precauciones pretendíamos minimizar al máximo los posibles efectos adversos relacionados con la contaminación y el contacto físico. Creemos que ha sido a través de los órganos genitales por donde nos hemos infectado con algún microorganismo, posiblemente un virus, o a lo mejor un prión, una simple secuencia de aminoácidos o alguna molécula nucleica prevital infecciosa que hasta el momento no hemos sido capaces de identificar, pero que sin duda es neurotropa, ya que sus principales efectos se ejercen sobre el sistema nervioso central, afectando las funciones cerebrales superiores. Los pródromos se manifestaban después de cada coito, con una serie de trastornos psicosomáticos diversos que coinciden con la descripción clínica de afecciones que nunca habían sido descritas en inmortales sino en personas comunes, tales como "el trastorno por ansiedad generalizada" y la "depresión". Tenemos una razonable certeza de que esas alteraciones no son primariamente psíquicas, sino que tienen una base orgánica y son el resultado de una infección venérea. La enfermedad plenamente desarrollada produce un cuadro clínico bizarro, cuyos síntomas principales consisten en una sensación opresiva en el pecho que es al mismo tiempo dulce y amarga, acompañada de un estado de ensueños, respiración suspirante y ridículas fantasías afectivas con nuestros compañeros sexuales. A esto se suman insomnio, palpitaciones, pérdida del apetito, incapacidad para la concentración en las labores científicas y obsesiones melancólicas sobre nuestra soledad en el universo e ideas pesimistas sobre la probable extinción de la especie. Hemos perdido el interés por los androides de los pocos Estuches de Objetos Eróticos que se alcanzaron a salvar de la destrucción. Nuestra apatía ha sido tan marcada que poco a poco las máquinas hibernadoras se han deteriorado por falta de mantenimiento apropiado y por errores de cálculo imperdonables al realizar su programación.Algunos inmortales especializados en el estudio del comportamiento social de los humanos salvajes han sugerido que este síndrome constituye un fenómeno normal dentro de ellos que se conoce con el nombre de "amor", y que puede definirse como un estado psicoafectivo excepcional, en el cual alternan la extrema euforia con la depresión profunda y que en ocasiones puede tener consecuencias nocivas imprevistas. Afirman que no es raro que este estado psicopatológico se presente dentro del proceso de escogencia de pareja sexual entre los humanos salvajes, aunque con frecuencia es transitorio y autolimitado. Esos mismos expertos han propuesto como un primer paso hacia nuestra curación el que realicemos la cópula sin protección alguna y además tratemos de disfrutarla, tal y como si nuestro compañero fuera uno de los androides desechables. Pero no hemos sido capaces. Nos resulta absurdo tan sólo pensar que podría realizarse con placer un acto tan repugnante. Quienes trataron de hacerlo han resultado más afectados, sin duda por exponerse más al agente infectante. Después de un prolongado período de melancolía y confusión, agobiados por este terrible padecimiento intelectual y emocional, poco a poco hemos optado por la solución más extrema, por el consuelo amargo y desesperado del suicidio.
Inicialmente pensé que yo jamás imitaría esta conducta, pues la consideraba cobarde, equivocada y absolutamente contraria a nuestros principios científicos y filosóficos, que siempre buscaron el triunfo de la vida sobre la muerte. Pero ahora, al encontrarme en un estado avanzado de la enfermedad, oprimido por inexplicables sufrimientos y lleno de una profunda desesperanza, he terminado por comprender a mis compañeros.
En primer lugar nuestra supervivencia parece poco menos que imposible, pues hasta el momento ninguna de nuestras hembras ha resultado preñada, a raíz de lo cual ha surgido la hipótesis de que las computadoras de los Centros de Incubación y de los Uteros Cibernéticos tenían una programación secreta, a través de la cual se nos incapacitaba para reproducirnos por medio de métodos salvajes, ya que este requisito era indispensable para ser escogido como inmortal. Debido a la destrucción de las máquinas y sus códigos no hemos podido aclarar este asunto, que nos ha tomado de sorpresa y ha terminado por confundirnos aún más, limitando nuestras opciones de éxito.
Por otro lado, sin contar con el recurso de la hibernación indefinida, sin la aventura intelectual del estudio y de los experimentos, incapacitados para disfrutar del placer que antes nos brindaban nuestros androides desechables y azotados por el funcionamiento inadecuado del sistema nervioso, la única situación que aún nos ofrece algo diferente, por lo menos el atractivo inobjetable del misterio, es, para nosotros, portadores del conocimiento a través de los milenios, la oscura meta de la muerte".
Mario Mendoza Orozco
Cartagena de Indias, Mayo de 1980 - Abril de 1996
Correo electrónico:
mmo@red.net.co
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Este cuento fue publicado en el Suplemente Literario "Solar" de
"El Periódico de Cartagena" el 12 de Mayo de 1996
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Mario Mendoza OrozcoCartagena de Indias, Colombia, Sur América.