Tercer manifiesto de La Caterva
(Hacia una nueva definición de música)
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La música es el arte de llenar de belleza los silencios.
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En el contexto de esta definición el primer elemento estético de la música es el silencio mismo, cargado con la emoción de los sonidos que lo llenan o lo rodean: el silencio vive en simbiosis con el sonido en el tiempo maravilloso donde transcurre la música.
Así como del lienzo brota el rostro o el paisaje, como yace la escultura escondida en la piedra, como el papel recibe las palabras que formarán el poema, el silencio es la materia prima de donde se origina la música.
Para apreciar con plenitud la música es necesario poder apreciar además el silencio, su majestuosa carga de magia y de misterio, su soledad intemporal, el carácter primigenio de su belleza.
Quien no pueda escuchar el silencio estará enfermo de amusia, una sordera estética absoluta.
Beethoven en esencia nunca estuvo sordo: en realidad escuchaba brotar el prodigio de su música desde el silencio lleno de infinita belleza de su alma.
Si por desgracia Beethoven hubiera sido sordo de nacimiento ni su espléndido genio lo hubiera salvado de la amusia, pues quien jamás haya vivido la experiencia sensorial de la audición, será incapaz de distinguir entre el sonido y el silencio.
Sin embargo, no todo sonido que llene de belleza los silencios puede ser definido como música: queda la música de las palabras, de la poesía; de los suspiros y los sollozos del deseo y del amor, de los recuerdos y de la nostalgia, del mar y del paisaje, del día y de la noche...
Y por mucho que nos duela, queda también la música terrible del odio y de la rabia, la marcha fúnebre de la violencia humana, las melancólicas fanfarrias de la miseria, los bruscos y sanguinarios síncopas de la metralla, el allegro frenético y desbocado de la guerra, los himnos sentimentales que festejan la embriaguez ilusoria de la paz o el precario botín de la victoria; en fin, quedan todos los sonidos cotidianos del mundo, del hombre y de la vida, toda esa confusa y efímera sinfonía, que no es sino un breve preludio a ese extenso, desmesurado, inconcebible y misterioso silencio que desde siempre nos espera, y cuyo principal misterio consiste en que no tenemos manera de saber si en realidad será silencio...
Porque si fuera silencio, y pudiéramos escucharlo, ya no con el precario y caduco oído del cuerpo, sino con el sensorio incorruptible del alma, como triunfantes Beethovenes sordos...
Si fuera silencio, entonces sería algo más que nada, y quizás también pudiera ser el punto de partida de una posible música: de una música jamás escuchada, de una belleza absolutamente inédita; de una música cuyos silencios, sonidos, ritmos, melodías, armonías, texturas, timbres y formas serían inimaginables: de una música nueva, cuyo autor sería Dios.
Mario Mendoza Orozco
© Marzo de 1999