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LAS HADAS DEL LUCERO DE LA TARDE


Hace mucho, mucho tiempo, no había invierno con sus fríos y hielos, y los hombre y las bestias vivían en paz y felicidad. Había comida suficiente para todos, porque en los bosques de alrededor del Gran Lago abundaban los venados, en las praderas había grandes manadas de búfalos y en los arroyos que bajan de las montañas hacia el sol naciente sobraban los peces. Las flores brotaban en todas partes y los pájaros, envueltos en plumajes más brillantes que los de ahora, llenaban el aire con sus alegres trinos. En este país tan lejano, había una vez un jefe indio que tenía diez hijas, todas ellas hermosas como la Luna. Cuando crecieron, nueve hijas se casaron con nueve jóvenes y valientes indios. Pero la menor no hacía el más mínimo caso de cualquier valiente indio que se le acercara. Les decía, simplemente: «Soy feliz así como soy.» Pero, con el correr del tiempo, se casó con un hombre muy, muy viejo, con el pelo blanco y las piernas endebles. Su padre y sus hermanas se enfadaron por esto, pero ella sonreía y les decía simplemente: «Soy feliz así como soy.» Un día, el padre dio una fiesta para sus hijas y sus maridos. En el camino hacia la tienda de su padre se encontraron las hermanas, y todas se burlaban de la menor: —Pobre niña—decían—, que pena que se haya casado con ese viejo feo. Mira, apenas puede caminar; si se cayera seguramente no podría volverse a levantar. Mientras caminaban notaron que el viejo miraba para arriba, donde está el Lucero de la Tarde, y de vez en cuando murmuraba algo entre dientes. —Mírenlo—rió una de las hermanas—, el viejo loco cree que el Lucero de la Tarde es su padre y que lo protegerá. En el camino tenían que pasar por el hueco de un tronco, grande y ancho como el cuerpo de un joven. Todos se sorprendieron al ver que el viejo se ponía en cuatro patas, y lo atravesaba gateando, apoyado en rodillas y manos. Pero cuando apareció al otro lado, y se levantó, ya no era un hombre anciano; era un joven y orgullosos indio, alto, hermoso y valiente. Su mujer, en cambio, ya no era una niña joven. Se había transformado en una viejecita agachada, que se apoyaba en un bastón. Él la ayudaba a caminar gentilmente. Parecía que la quería aun más que antes. Las diez mujeres con sus diez hombres llegaron a la tienda de su padre y empezaron a comer. En la alegre fiesta olvidaron lo que había pasado, hasta que de pronto oyeron una voz que parecía venir del cielo. Le hablaba al joven valiente. Miraron hacia arriba y, por el agujero para el humo, vieron brillar al Lucero de la Tarde. —Hijo mío—dijo el Lucero—, hace muchos años un espíritu maligno te transformó en un viejo. Ahora, gracias al sacrificio de tu mujer, ese espíritu perdió su poder, y tú eres libre. Puedes venir a vivir conmigo y puedes traer a todos tus parientes, si así lo deseas; tu mujer recuperará su juventud, y los dos podrán obtener lo que deseen. De pronto, la tienda comenzó a elevarse por los aires. Mientras subía, la corteza del árbol de la que estaba hecha se transformó en las alas de millones de pequeños insectos. Y cuando el joven jefe miró a su mujer, vio que de nuevo era una joven encantadora. Su vestido de piel era ahora de fina seda, y si bastón de madera se había trasformado en una pluma de plata que adornaba su pelo. Pero las hermanas burlonas, sus maridos, y e padre, se habían transformado en pájaros de brillantes colores. Y todos cantaban divinamente. La tienda navegó hacia arriba, hacia arriba, hasta que llegó al Lucero de la Tarde, donde todo era de color blanco plateado y todo estaba en paz. ¡Qué feliz estaba el Lucero al ver a su hijo! Él se sentó a los pies de su padre con su joven mujer a su lado. Los pájaros revoloteaban felices alrededor del Lucero. El padre les dio la bienvenida y les otorgó todo lo que ellos quisieron. Vivieron juntos y felices muchos años, y también tuvieron un hijo. Cuando el niño creció, comenzó a desear cazar con arcos y flechas. Como el Lucero de la Tarde amaba a su nieto, le enseñó él mismo los ardides de la caza. Pero le hizo una advertencia solemne: —Por ningún motivo debes disparar a un pájaro. Si lo haces, caerán sobre ti grandes desventuras. Durante varios días el niño estuvo disparando sus flechas al aire, a los árboles, a los arbustos y a las briznas de hierba plateada. Pero pronto se cansó y deseó disparar a los pájaros en movimiento. Así es que, cuando nadie lo miraba, apuntaba a los pájaros, aunque era muy difícil acertar a un pájaro volando. Pero un día de ésos, divisó a una oropéndola distraída, disparó una flecha recta, y ésta, muy pronto, se hundió en medio del pecho del pájaro. Se sintió muy orgulloso de su éxito. Pero al poco tiempo su orgullo se transformó en horror, pues, ante sus propios ojos, vio cómo el pájaro se volvía una joven india con una flecha enterrada en medio del pecho. Era una de las hermanas de sus madre que volvía a su forma terrenal. Tan pronto como su roja sangre tocó el puro suelo blanco, el encantamiento se rompió, y todos ellos tuvieron que dejar el paraíso del Lucero de la Tarde. El joven se sintió caer suavemente por el cielo, como si volara sobre grandes alas. Finalmente sus pies tocaron la Tierra, y se encontró en la cima de una montaña, mirando los valles desde lo alto. Miró hacia arriba y vio a sus tíos y tías que flotaban hacia él; muy pronto estaban todos sanos y salvos sobre la montaña rocosa. Después cayó la tienda plateada, con sus paredes pululando de pequeños insectos, y se posó suavemente en la roca. De ella salieron sus padres. Todos tenían ahora formas terrenales, pero no totalmente: porque todos eran de un tamaño no mayor que el de una mariposa. Porque, a causa de los poderes del Lucero de la Tarde, que saca el bien del mal, se habían transformado en las hadas de la montaña. Y en la cumbre de la montaña, donde antes nada crecía, apareció una alfombra de césped, adornada de manchones de flores de colores y de frescas lagunas. Las hadas estaban felices de tener ese lugar tan bello en la Tierra y se lo agradecieron al Lucero de la Tarde. Su mirada bondadosa las envolvió en la luz del atardecer y le escucharon decir suavemente: —Sed felices, hijos míos, que yo os cuidaré desde el cielo. Desde entonces vivieron juntos en paz y alegría. En las tardes tibias de verano se reúnen cerca de la tienda plateada en la cima de la montaña, y también se puede, si uno escucha atentamente, oír el canto de las hadas del Lucero de la Tarde.



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