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Esta es la crónica de un BYMER que ama la montaña: Alberto Lara

 

Comparto con ustedes recientes experiencias en la región del Xinte

 MANUAL PARA EL CICLISTA DE MONTAÑA

1. MECÁNICA BÁSICA

 Acabo de bajar por una pendiente que sube la adrenalina de cualquiera. No por nada la llaman “La Sangrienta”. Una reconfortante vista de montañas arboladas acompañó mi vertiginoso descenso. El camino continúa cuesta abajo, pero ahora es menos empinado. Detecto que la llanta trasera de la bicicleta comienza a perder aire. Aunque nunca he cambiado una cámara, me tranquiliza saber que tengo todo lo necesario para esta eventualidad: cuñas, bomba de aire y una cámara de repuesto.

 Lo primero que hago es quitarme del camino. Reviso la llanta y le encuentro un enorme clavo, que no puede faltar en este ya no tan bucólico lugar. Una llave de mi juego de herramientas me permite extraer el clavo con relativa facilidad. Después, utilizo las cuñas para sacar del rin parte de la llanta, y luego la cámara. No creí que fuera tan fácil, o tal vez no soy tan inútil. Meto la otra cámara y la llanta, y ahora a inflarla. Surge la primera dificultad. Intento acoplar la pequeña bomba a la válvula de la cámara.

 Dos son los elementos que debo poner en la posición correcta: un tornillo y una palanca de la bomba; dos variables que combino de diferentes maneras, ninguna con éxito. Esto no puede ser tan difícil. Sólo requiero serenidad y paciencia. Activo mi poco usual curiosidad tecnológica y comienzo a desarmar la bomba.

Error.

¿Dónde iba esta rondana? ¿Iba hacia arriba o hacia abajo? Seguro ya se me perdió una pieza aquí entre la tierra y las hojas.

Serenidad y paciencia.

 Me encuentro junto a una pequeña elevación del terreno, a la cual llega de improviso otro ciclista.

Alcanza a verme antes de saltarla, frena, y así evita atropellarme. Grita a sus compañeros que vienen detrás. Luego saltan, pero a un par de metros de donde estoy. Adiós. Ya me lo había advertido Edgar, mi proveedor de bicicleta y accesorios: “sólo a las viejas, alguien se para a ayudarlas con una llanta ponchada”

(tiene un sinnúmero de argumentos como éste para vender equipo).

Yo sigo buscándole la cuadratura al círculo. Ahí está. Logré reensamblar la bomba. Ahora puedo comenzar a inflar la llanta. El manómetro marca un poco más de cuarenta libras. Perfecto, ya la hice. “No soy tan inútil”, vuelvo a pensar. Pero me queda la sensación de que todo fue demasiado fácil, y desconfío de ello. Me subo a la bici, y tras la primera pedaleada la llanta se desinfla de forma instantánea. Deduzco inmediatamente la causa —ya pa’ qué—: no me aseguré, moviendo la llanta antes de inflarla completamente, de que la cámara no quedara entre llanta y rin, y así evitar que se pellizcara.

Ni modo, regreso a pie empujando la bici; sólo que ahora el camino se alarga, primero cuesta abajo, y después, lógicamente, me espera una mayor caminata de subida.

2. HIDRATACIÓN

Regreso el día siguiente a andar el mismo camino.

Es mediodía, quiero hacer el trayecto lo más rápido posible, para no regresar tan tarde. Hoy sí debo de llegar al pueblo de Espíritu Santo. Ayer mismo reparé la llanta y traigo una cámara nueva de repuesto. El sol pega fuerte, y pega más fuerte cuando uno está desvelado, como yo, y eso que aún no he recorrido gran trecho.

Escucho un ruido que me hace pensar que se me cayeron unas llaves. Sin dejar de pedalear, volteo, y nada; hago inventario en mis bolsillos: celular, llaves del carro, de la casa, cartera. Todo en orden. Continúo hasta la base de la primera cuesta, la cual me llevará después de una intensa pedaleada hasta una cima en donde inicia “La Sangrienta”.

 Desde antes del ascenso ya voy sudando la gota gorda, y, aunque se me ha dicho que uno debe tomar agua constantemente (1 litro/hora), no quiero perder tiempo y dejo el gatorade para después. Al llegar a la cima decido volver a posponer la hidratación, pues el camino es cuesta abajo y ya no me requerirá tanto esfuerzo. La larga bajada me coloca después de casi 15 minutos en la bifurcación que lleva a mi meta (Espíritu Santo) o de regreso por el empinado camino de “Las Eses”.

Ya me siento deshidratado. Qué sol, qué sed. ¿Y el gatorade? No hay tal. Deduzco inmediatamente la causa: el ruido que escuché no había sido de nada que cayera de mis bolsillos, fue el de mi botella de bebida rehidratante con electrolitos.

 Espíritu Santo tendrá que esperarme otro día. Por lo pronto, el ascenso por “Las Eses” me hace llegar con el paladar cuarteado a un oásis en forma de puesto de quesadillas.

3. PRIMEROS AUXILIOS

Vuelvo una semana después. Tengo la total convicción de que ahora sí llegaré a Espíritu Santo.

Y así es: en hora y media estoy en el pueblo, batiendo mi propio récord. La velocidad máxima a la que uno debe conducir su bicicleta —se me ha dicho— es aquella a la cual uno pueda tener un razonable control para detenerse ante un imprevisto.

 Siempre he rebasado ese estándar; hoy especialmente, de lo contrario no habría batido mi récord.                        La primera etapa del regreso es de bajada, y sigo animado por la alta velocidad. En un par de ocasiones mi cuerpo está a punto de adelantársele a la bici, y entonces recuerdo a dos compañeros de travesías que se encuentran en estos momentos en reposo, por sendos porrazos, resultado de esta actividad.

El doctor Aguirre, mi ortopedista, me susurra al cerebro:

“La fractura de clavícula es una lesión común entre los ciclistas de montaña. Nos vemos pronto”.

 Disminuyo la velocidad por un rato. Sólo por un rato. Dejo atrás las reflexiones y vuelvo a batir otro récord en aquella cuesta abajo. Después, cuesta arriba, saco las empinadas “Eses” a buen ritmo. Pasando este tramo me dirijo por la última etapa del trayecto, que me llevará al lugar donde dejé estacionado mi coche.

 Aunque el camino es de una ligera pendiente en bajada, ya conduzco con calma. A la mitad del recorrido veo que hay una camioneta parada y cuatro personas alrededor de un ciclista tirado en el suelo. Me acerco. El ciclista se levanta. ¿Todo en orden?, pregunto. Afortunadamente, nada que lamentar: sólo un pómulo morado y otros golpes, pero sí puede caminar. Muchacho, esta actividad requiere cierta dosis de prudencia. Algunos metros más adelante, mi bicicleta se derrapa en el polvoriento camino de terracería y le propino un caderazo a la carretera; Duele, y duele fuertecito. Y, como yo siempre he sido optimista, lo primero que pienso es que ya me rompí la cadera.

 Pero no. Me puedo arrastrar a la orilla del camino, e incluso logro jalar conmigo la bicicleta. Muy digno, rechazo la ayuda de otra camioneta que se detiene y se ofrece a auxiliarme. Gracias.

La rodilla y el codo sangran escandalosos. Al verlos, siento que la glucosa y/o la presión me bajan. Saco una barrita de piña para compensar, y bajo la cabeza para que circule más sangre por mi cerebro. El accidentado de hace un momento pasa junto con sus amigos. Uno de ellos me pregunta: “¿Te caíste?”.

 En la punta de mi lengua quiere salir un “No, güey, bajé a…”, pero evito el sarcasmo, por cliché. Me lavo con el agua que me queda. Examinamos mis heridas y me ofrecen pedir una ambulancia por su radio.

 No, cómo crees. El orgullo me levanta. Y, cojeando de regreso al carro, pienso que ya estuvo bueno de tantas lecciones en tan pocos días.

 Alberto Lara

P. D.

4.TECNICA:

 Después de estas experiencias, estoy decidido a repetir el curso de Jorge (aunque ya no se me olvida lo de las ponchaduras de mordida de víbora), ya me compré mi camel-bak y -además de no volver a olvidar mis shorts de licra-, estoy pensando seriamente en usar rodilleras y coderas.

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