Sobre de la paternidad espiritual
P. Sofronio |
Los apuntes de un padre espiritual
De La prière, expérience de l’éternité del Padre Sofronio, de 1998 de la editorial Le Sel de la Terre/Cerf.
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La Divina Providencia me concedió inesperadamente durante algun tiempo y de forma incomprensible ser testigo de la vida espiritual de muchos ascetas de la Santa Montaña. Algunos de éstos me revelarían aspectos de su vida que seguramente no habrían revelado a nadie más y esto resultaría conmovedor. Allí encontraría ocultados bajo modestas apariencias a los elegidos de Dios. A menudo, guardados por Dios, ni ellos mismos se percataban de la rica bendición que en ellos fue depositada. Sobre todo, se les daba muy bien enfatizar sus propias insuficiencias. Esto les impedía atreverse siquiera a imaginar que Dios permanecía en ellos y ellos en Dios. Otros, en parte debido a la ignorancia, que no les dejaba darse cuenta del carácter espiritual de lo que experimentaban y les protegía de la vanidad, habían recibido la gracia de contemplar la Luz no creada tal y como describe la obra patrística esta forma de la gracia. Por mi parte, como exige la tradición de la paternidad espiritual ortodoxa no les explicaba que era el Señor quien les concedía tal dicha pues según la misma tradición, para ayudar a un asceta es imprescindible hablarle de modo que su corazón y su intelecto se humillen. De lo contrario, su ascensión posterior no se producirá.
Se dice que el starets Anatolio oriundo del viejo rusicón, ofrecería las siguientes palabras al joven novicio Silvano: «¿Si eres ahora tal como eres, qué serás pues en tu vejez?» El starets Anatolio precipitaría de este modo que Silvano superase después de muchos años las llamas de la tentación sobre las que vencería aunque esto le cobrase muy caro. En su excepcional combate espiritual, combate en el que pocos han intervenido a lo largo de la historia de la Iglesia, Silvano triunfaría sobre los ataques incesantes del enemigo gracias a la fuerza de la visión de Dios que le sería concedida. Nos legaría su enseñanza sobre la distinción entre la humildad ascética y la "indescriptible humildad del Cristo". Según Silvano, el orgullo es el núcleo de la caída espiritual. Hace demonios de los hombres. Constituye un riesgo ponderoso que desemboca en la perdición del cristiano y de todos los hombres. Sin embargo, Dios se caracteriza por el amor humilde. Dicha humildad es la llama que hace arder la redención en los hombres decaídos y los introduce en el Reino del Padre celestial.
Incumbe al confesor sentir el ritmo del mundo interior de todos los que se dirigen a él. Con este objetivo, pide que el Espíritu divino le guíe y le dé la palabra indicada para cada uno.
La vocación del confesor es temible y llena de pasión, penosa e inspiradora. El papel del confesor es ser "colaborador de Dios " (1 Co 3, 9) habiendo sido llamado a participar de lo más sublime de la creación, el honor incomparable: el crear dioses para la eternidad en la Luz no creada. Obviamente, el confesor sigue ante todo el ejemplo del Cristo (Jn 13, 15) en consideración de lo siguiente: «en verdad, en verdad os digo: el Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre: lo que hace él, eso también lo hace igualmente el Hijo. Porque el Padre quiere al Hijo y le muestra todo lo que él hace. Y le mostrará obras aún mayores que éstas, y vosotros os asombraréis. Porque, como el Padre resucita a los muertos y les da la vida, así también el Hijo da la vida a los que quiere» (Jn 5, 19-21).
Es muy difícil precisar las explicaciones para comunicar estados espirituales al interlocutor. Es indispensable que el confesor conozca por experiencia propia, al ser posible, toda la gama de los estados espirituales sobre los que él mismo se permite hablar con otros. A este respecto, en la Carta al Pastor de san Juan (Clímaco) el sinaíta leemos: «Es piloto el que obtuvo por la gracia de Dios y por sus propios esfuerzos una fuerza espiritual que lo hace capaz de arrancar la nave no solamente a los mares desencadenados sino hacia el abismo mismo. Por lo tanto, es maestro verdadero el que, llevando en sí mismo escrito por el dedo de Dios el libro espiritual de la verdad, o sea por obra de la iluminación que emana de él, no necesita de más libros. Porque es la vergüenza del maestro impartir conocimiento plagiados de los demás. Tú que te ocupas de los que están por debajo de ti, impárteles lo que proviene de lo alto estando tú mismo informado de lo que hay más arriba [...] ya que es imposible para los que permanecen en la tierra ocupar otros sitios.»
Precisamente fue esta la amonestación que recibí nada más emprender mi compromiso con la ascesis de la paternidad espiritual que contempla el nacimiento de la palabra de Dios en el corazón mediante la plegaria. Alguna vez, cuando alguien dijo de san Serafín de Sarov que era vidente, éste respondió que no, que al entrevistarse con alguien él procuraba adentrarse en la plegaria mientras hablaba y que sería conveniente considerar la primera impresión que le subía al corazón por la oración como "de Dios dada".
Es obra temible la vocación del confesor. Porque se supone que los fieles vienen al sacerdote para oírle precisar claramente la voluntad de Dios. Aunque puede ocurrir lo contrario. El confesor puede lanzar al penitente por mal camino y causarles un determinado daño al darle un consejo procedente de su propio razonamiento que pueda no ser agradable a Dios. San Serafín solía decir que cuando hablaba persuadido por "su propia inteligencia, se producían errores". Es más, alguna vez, tratándose de lo mismo, el bienaventurado Silvano precisó que los "errores" pueden ser tanto leves como extremamente graves como él mismo lo comprobaría al ingresar en la vida monástica.
Consciente del abismo que debería atravesar para llegar a la perfección necesaria, durante mucho tiempo supliqué al Señor con el corazón apenado que no me engañase a mí mismo. Que me guiara por los senderos de su voluntad y me diese palabras de beneficio para mis hermanos. Porque las emociones suelen estar a flor de piel cuando hablamos, debía esforzarme por entender la providencia de Dios y las palabras que él me debía dar.
La aplicación de este santo principio de la tradición ortodoxa encuentra en la práctica inextricables dificultades. El hombre culto que aferrándose firmemente al principio de la razón considera que el consejo del sacerdote es simplemente el criterio de otro ser humano y debe someterse al juicio crítico. Sería la locura, a su juicio, seguir consejos sin antes juzgarlos. El ser espiritual ve y comprende el consejo mientras que el ser psíquico no lo acepta y lo rechaza porque este último funciona con otro plan de cómo vivir su vida (1Co 2,10; 14).
Las personas motivadas por su propia soberbia rechazan el consejo del sacerdote recibido mediante la plegaria. En estos casos, me niego a pedir a Dios que les revele su santa y perfectísima voluntad. Así evito ponerlos en conflicto con Dios. Es decir, me reservo mi opinión por muy corroborada que ésta esté por referencias a las obras de los santos Padres o de la Santa Escritura. Les concedo cierto derecho a rechazar mi consejo sin ellos caer en el pecado como si fuese el consejo de cualquier otro hombre. Así les evito la lucha contra Dios, aunque está claro que este comportamiento poco se aproxima a lo que buscamos de los sacramentos.
No es fácil que un monje asuma el cargo de padre espiritual porque le es personalmente útil que los demás tengan opiniones negativas de él. Las críticas le ayudan a humillarse, creando en él el corazón apenado que eleva a Dios la plegaria más profunda. Al experimentar el mismísimo sufrimiento de la gran multitud de hombres de la tierra, exclama más fácilmente a Dios por el bien del mundo entero. Por otra parte, para el monje que asume la vocación de la paternidad espiritual, las palabras ofensivas dirigidas al hijo espiritual, el más necesitado de instrucciones, de consolaciones, y de apoyo, hará del hijo un desconfiado. El padre espiritual se aflige porque se considera indigno de su vocación y teme burlar la autoridad sacerdotal estimando así haber dañado a toda la Iglesia y a toda la humanidad. Desobedecer la palabra del padre espiritual equivale al rechazo de la palabra del Cristo que dijo: «El que os escucha, a mí me escucha; y el que me rechaza a mi, rechaza al que me ha enviado» (Lc 10, 16).
Por muchos defectos que tenga tal o cual siervo de la Iglesia ¿qué hombre hay perfecto? Conviene inspirar la confianza de los fieles en los sacerdotes a los que puedan acudir porque los tienen a mano o por cualquier otro motivo. Esto inspiraría a los sacerdotes a decir la verdad. Porque sabemos según el Señor que "la cátedra de Moisés" está ocupado por fariseos y escribas, sin embargo el Cristo mandó al pueblo escuchar a sus pastores, observando su autoridad sin por ello imitar su manera de vivir ni su conducta (Mt 23, 1-3).
Sucede que en ciertos momentos los penitentes comunican sus visiones al confesor. Éste debe mantenerse atento para distinguir correctamente el origen de las mismas, preguntándose: ¿provendrán de lo alto? o ¿serán producto de una imaginación desbridada? ¿Qué podrá acarrear la influencia de espíritus hostiles? Es difícil e impone una grave responsabilidad. Porque atribuir un don de Dios a una fuerza desfavorable nos lleva a correr el riesgo de blasfemar contra el Espíritu Santo (Mt 12, 28-32). Por otra parte, confundir una influencia demoníaca por divina, incitaría al penitente que confía en nosotros a venerar a los demonios. Por tanto, cada confesor sin excepción debe rogar continuamente con entusiasmo en general y en cada caso particular, para que el propio Señor lo guarde de los errores de juicio.
Ante la duda, el confesor puede recurrir al método psicológico. Según el cual se propone que el penitente ponga en duda cualquier experiencia inusual confiando que, si la visión proviene de Dios, la humildad prevalecerá en el alma del penitente. Éste aceptará tranquilamente al consejo como sobrio y vigilante. De no ser así, es decir, si el penitente reaccionase mal y se esforzase por probar el origen divino de su visión, entonces hay razón para dudar. Vamos, que este método es un simple paliativo y no se debe recurrir a él a la ligera porque está visto que cuando se tienta al hermano, se lo incita al enfado y la aflicción.
Los staretsi espirituales no tienen por qué ser sacerdotes ni monjes. La historia de la Iglesia rusa entre los siglos XVIII y XIX ofrece ejemplos de numerosos atletas de la piedad portadores de una gran gracia que se desviaron del sacerdocio y la vida monacal con el fin de salvaguardar la libertad de su vida ascética al refugio de los órganos oficialmente instituidos. Las disposiciones anárquicas contra el principio mismo de la institución eclesiástica no siempre determinaban este lamentable fenómeno dañino para la vida de la Iglesia. Aunque encontraremos testimonio en las obras escritas de muchos de estos héroes del espíritu de que fueron hombres con temor de Dios, de una espiritualidad realmente elevada y colmados de bendiciones y dones de lo alto. En sus vidas gozaron poco de la benevolencia por parte de la jerarquía eclesiástica, los poderes civiles y las administraciones gubernamentales. De modo que la aversión de algunos al sacerdocio y a la vida monacal se explica así: desde el momento en que el siervo del Cristo reviste el hábito monástico los demás se sienten en su derecho de juzgarlo. Siendo sus juicios a menudo injustos, malévolos, y calumniosos. Sin embargo, los más dotados sufrieron incluso persecuciones brutales porque su vida superaba la comprensión de los dirigentes.
Según el principio pastoral de los Padres, ningún padre espiritual obliga a los fieles a hacer lo que él mismo ha sido incapaz de realizar y dudo que el apóstol san Pablo haya opinado algo menos severo que los Padres. Porque la atención a los afligidos que atraviesan crisis penosas no debe formularse ni ordenarse arbitrariamente. Ni se pueden fijar unos horarios para atender a los afligidos y otros para los eufóricos. Por tanto, cada agente de la pastoral debe estar en todo momento en condiciones de llorar con los que lloran y de alegrarse con los alegres, abrumarse con los desesperados y consolidar en la fe a los que lo intentan, tomando aquí también, como en toda nuestra vida, al Señor como principal ejemplo. Porque en el relato del evangelio tocante a sus últimos días y horas vemos cómo el Señor experimentaría simultáneamente la plenitud del sufrimiento y el triunfo de la victoria; viviría la muerte y a la vez la gloria divina. Es incomprensible para nosotros y tan sencillamente anunciado: «Ya sabéis que dentro de dos días es la Pascua; y el Hijo del hombre va a ser entregado para ser crucificado (Mt 26, 2). Y os digo que desde ahora no beberé de este producto de la vid hasta el día aquel en que lo beba con vosotros, de nuevo, en el Reino de mi Padre» (Mt 26, 29).
En un principio, me sirvieron mis vivencias para ejercer como confesor de monjes en la Santa Montaña y de personas de todas las edades, estados psíquicos y niveles intelectuales posteriormente en Europa; pero estos planteamientos también me condujeron al error. Porque consideraba idéntico en todos los seres el anhelo por Dios y descubrí que no es siempre justo juzgar a los demás basándose en la experiencia personal.
Aunque era muy consciente de mi torpeza, no podía rechazar el servicio de confesor que se me imponía y que tampoco había buscado. Ni buscaba otra cosa en este mundo que propender a Dios contra quien había pecado tanto. Vivía condenado en espíritu por mí mismo en el infierno. Con tal de inspirar la terrible hostilidad de los padres y los otros monjes, aunque fuese solamente en momentos puntuales, me daba igual ostentar tal o cual categoría en este mundo. Ni me inmutaba el comportamiento de ciertos monjes alrededor mío, los más viejos o los más jóvenes, pues no conocía los celos. Ni consideraba que existiese rango social incluso honor alguno que pudiese aliviar el ardor del fuego que devoraba mi alma. Seguramente ese ardor inspiraría en algunos cierto enfado conmigo. Quizás debido a esto mi comportamiento parecería un tanto inusual a los demás. ¿Ve tú a saber? Lo que está claro es que con todo mi ser buscaba el perdón de Dios y pasaba de los demás.
Poco antes de su muerte, el starets Silvano me haría el siguiente comentario: «cuando seas padre espiritual no te niegues a acoger a todos aquéllos que vengan a ti». No obstante, estando al límite de mis fuerzas físicas y minado por una leve malaria que me venía atormentando durante años, no hice caso a las palabras del starets porque consideraba que me quedaba poco tiempo por vivir y pensaba: «seguramente el starets no se da cuenta hasta qué punto estoy enfermo». De hecho, su consejo desvanecería rápidamente de mi conciencia.
Recordaría ese consejo cuatro o cinco años más tarde, cuando el padre Serafín me pediría ser confesor del monasterio de san Pablo. Yo aceptaría por obediencia al starets Silvano sin ninguna objeción, comprometiéndome a venir en el día fijado.
El ejercicio de la paternidad espiritual que me había sido confiado cambiaría radicalmente el rumbo de mi vida, aunque no en el sentido de una profundización de la misma. Sería más bien la causa de mi desgracia habiéndose quebrantado la integridad de mi propósito inicial. Era imposible cultivar sin pasión el "hombre interior". Me concentraba exclusivamente en lo que me decían los que venían a confesarse conmigo, sabiendo que en el interior, es allí, donde brota la fuente que es meta y premio, donde mana y desemboca. Sin embargo, son inútiles los esfuerzos del confesor si le falta el fervor de la plegaria proveniente del corazón por el que pide a Dios una sola palabra y la bendición en todo momento; sin la constante inspiración venida de lo alto hasta la misma Iglesia sería poco más que otra institución más, tan cegata y mundana como las demás que, mediante la crisis, conducen a la destrucción de la vida en la tierra. ¿En qué consiste la tarea del confesor? Consiste en ocuparse atentamente de cada persona a fin de ayudarle a entrar en el entorno de la paz del Cristo. Contribuye al renacimiento y la transfiguración de los hombres por la gracia del Espíritu Santo. Da aliento a los desanimados para emprender el combate de una vida regida por los estatutos del Señor. En concreto, es participar en la formación espiritual de cada persona tal y como sugiere el término, o sea es dar "forma". Y recalco "forma", de la que el obispo serbio [san Nicolás Velimirovic de Ohrid y Zicha] nos hacer ver:
«¿Qué forma? ¿Cualquiera de las tantas que se popularizan en nuestras facultades contemporáneas? ¿Qué escuela reconoce que el hombre fue creado a imagen del Dios sin comienzo? Porque Dios no desdeñó mezclarse con el hombre en la tierra, se manifestó al hombre, y sabemos por consiguiente que la auténtica formación consiste en que los descendientes de Adán logren recuperar la imagen del Cristo perdida en la caída.»
Para su ministerio, el confesor debe rogar siempre por los hombres, tanto por los que le rodean como los que se mantienen alejados. Su plegaria por el desesperado le llevará a adentrarse en la nueva vida que para él significa saborear la inquietud del otro que por la insuperable dificultad de su lucha por la existencia experimenta la ansiedad. Con el enfermo, experimenta el temor del alma ante la muerte. Con los condenados al infierno de las pasiones, él mismo experimenta el estado infernal viviendo todo eso en su carne como si fuese su propio tormento. Porque aunque realmente no sean suyos: el confesor no hace más que recibir y llevar las cargas de los demás. Al principio, no entenderá lo que le llega. Se quedará algo perplejo, sí, dejándose llevar por las pasiones más que antes, sin saber por qué; experimentará pasiones que le eran hasta aquí desconocidas, percatándose sólo mucho más tarde de que se había implicado en las batallas de vidas ajenas. Que se había incorporado en la realidad espiritual de los demás mediante su plegaria al ofrecérsela a Dios. Que tanto su plegaria personal como litúrgica se confunden con el aliento de la muerte que fustiga la condición humana. Que ésta produce magnitudes de dimensión cósmicas.
A veces, será breve la batalla por la vida. Para los que le sean confiados por la Providencia de lo Alto, bastarán unas pocas palabras ofrecidas como brotes del corazón orientado hacia el Dios de amor. Pero hay otros casos en los que se prolonga la prueba. Porque al entregar su vida entera, el confesor no logrará sentirse completamente liberado de las pasiones. Rogará por los demás como por sí mismo. Porque están injertadas las vidas de los demás en la suya. Se arrepentirá por sí mismo y por los demás. Implorará el perdón de los pecados por "todos nosotros" siendo su arrepentimiento personal el arrepentir del mundo entero, por todos los hombres. Alcanzará en el movimiento de su espíritu, la semejanza al Cristo que asumió los pecados del mundo. Sufrirá la ingratitud y el hostil rechazo del mundo que en su conjunto oculta el fin de la plegaria.
Reitero. Para su ministerio, el confesor debe rogar siempre por los hombres, tanto por los que le rodean como los que se mantienen alejados. Su plegaria por el desesperado le llevará a adentrarse en la nueva vida que para él significa saborear la inquietud del otro que por la insuperable dificultad de su lucha por la existencia experimenta la ansiedad. Con el enfermo, experimenta el temor del alma ante la muerte. Con los condenados al infierno de las pasiones, él mismo experimenta el estado infernal viviendo todo eso en su carne como si fuese su propio tormento. Porque aunque realmente no sean suyos: el confesor no hace más que recibir y llevar las cargas de los demás.
Rogar por los hombres causa que tu corazón perciba el estado espiritual o psíquico del otro, por el que ruegas. Así, el confesor logra participar de esos estados interiores, como son la satisfacción y la felicidad en el amor, el agotamiento debido a la debilidad, el temor de las amenazas de la desdicha, el horror de la desesperación, y así sucesivamente. Rogar al Señor por los enfermos constituye inclinarse en espíritu sobre los lechos de millares de seres humanos, hundidos en espantosas agonías que afrontan a cada momento la muerte. Asistir al moribundo requiere que el sacerdote entre en espíritu naturalmente en el más allá; que participe en el sosiego del abandono del alma a Dios, o en el terror ante lo desconocido que estremece la imaginación justo antes de desprenderse el alma de este mundo. Porque el hecho de velar a un moribundo ofrece trastorno de nuestra imagen del hombre primordial. Todo el sufrimiento contenido en el mundo sobrepasa nuestra capacidad psíquica y física para soportar tales consideraciones. Para el sacerdote y el confesor, es un límite máximo crítico: ¿qué hacer? Se preguntará: ¿Cerrarás los ojos a favor de la autoconservación instintiva y natural a todos nosotros? ¿O irías más lejos? Sin el don de la ascesis preliminar de un profundo arrepentimiento recibido de lo alto, el "más lejos" es inaccesible al hombre; se trata de seguir al Cristo hasta Getsemaní y subir a Gólgota. Es vivir la tragedia del mundo con él por su fuerza. Es hacerla personalmente nuestra para abarcar con el espíritu el más allá del tiempo y el espacio con amor compasivo, acoger todo el género humano paralizado por sus conflictos sin salida. En el núcleo de la tragedia universal encontraremos: el olvido y el rechazo de nuestra semejanza original. El orgullo. La funesta pasión que no puede superarse sino es mediante el arrepentimiento total que es la humildad de Cristo que como bendición desciende sobre el hombre para hacer de nosotros hijos del Padre celestial.
Van ya muchos años que intento hacer ver a los que se han dirigido a mi que deben aceptar las crisis que les agobian. Que no son meras coincidencias que les ocurren solamente a ellos. Que no solo existen dentro de los límites de su existencia individual. Sino que son la revelación de lo que toda la humanidad vive y viene experimentando desde siempre. Cada experiencia nos aporta un nuevo conocimiento indispensable para nuestro bien, tanto la alegría como el dolor. Porque cuando experimentamos en nosotros mismos toda la realidad humana, o sea la historia de la humanidad, rompemos el círculo vicioso de la "individualidad" penetrando en las amplias mansiones de la forma "hipostática" del ser para convertimos en vencedores de la muerte y partícipes del infinito divino.
Archimandrite Sofronio (1896-1993)
Nació en Moscú. Cursó la carrera de bellas artes, dejando la Unión Soviética en 1921 para viajar a Francia donde expondría en los salones de Otoño y las Tejerías. Posteriormente, se matricularía en el Instituto de Teología Ortodoxa de Saint-Serge de París hasta que, atraído por la vida monástica, ingresaría en el Monasterio de san Panteleimón del Monte Athos hacia 1925. A partir de 1930, conviviría con el starets Silvano, hasta que éste pasara a mejor vida en 1938. Optando por la vocación ermitaña, entre 1942 y 1947, aceptaría ser padre espiritual de varios monasterios atonitas, hasta su regreso a Paris en 1947 para publicar la vida y los escritos del starets Silvano. Impedido su retorno al Monte Athos, permanecería en Francia hasta 1959, año en el que viajaría a Inglaterra para fundar el Monasterio de san Juan Bautista. Entre su obra literaria en idioma francés se encuentran los siguientes títulos: Starets Silouane, Moine du Mont Athos : Vie - Doctrine - Écrits (Présence, 1996) ; Voir Dieu tel qu'il est (Labor et Fides, 1984) ; Sa vie est la mienne (Cerf, 1981) ; La félicité de connaître la voie (Labor et Fides, 1988) ; De vie et d'esprit (Le Sel de la Terre, 1993) ; La prière, expérience de l'éternité, (Cerf/Sel de la Terre, 1998).
La traducción a castellano del texto en idioma francés fue realizada por la Asoc. DOXOLOGIA Euskal Herriko Bizantziar Musika Elkartea de Errenteria en julio del 2003.