Cenicienta, andrajosa y mísera, estaba
sentada en el rincón de la chimenea, contemplando fijamente el fuego y escuchando el
ruido de las ruedas del coche que llevaba a sus hermanastras al baile del rey. Había
ayudado a vestirse a sus orgullosas y despreciativas hermanas, pero cuando rogó que le
permitieran ir también al baile, éstas prorrumpieron en groseras risotadas y le dijeron
que sólo servía para fregar los pisos y quedarse sentada entre las cenizas de la cocina.
Pero Cenicienta era joven y hemosa. Ansiaba ir al baile, y la negativa de sus hermanas la
sumió en el desconsuelo; inclinó la cabeza y empezó a llorar con amargura.
Sin duda, se quedó dormida, porque, de repente, la despertó un sonido de "tap,
tap" sobre el piso y, al mirar el derredor, vió a una encantadora anciana de zapatos
con hebillas, capa roja y sombrero alto. Apoyaba el encorbado cuerpo sobre un bastón con
puño de oro.
-¿Por qué lloras, Cenicienta?- preguntó-. Dímelo, porque soy tu madrina.
-¡Oh madrina!- exclamó Cenicienta-. Lloro porque quiero ir al baile.
-Bueno- dijo la anciana-. Ve al jardín y tráeme una calabaza.
Cenicienta pronto encontró una calabaza, y su madrina la ahuecó y la tocó con su
bastón. En el acto, la calabaza se trocó en una carrolla amarilla y oro.
-Ahora, tráeme la ratonera- pidió la anciana.
Cenicienta le trajo la ratonera, y su madrina tocó los ratones cuando salían corriendo y
los convirtió en seis espléndidos caballos.
-Ahora, la trampa para las ratas- dijo la madrina.
Cuando Cenicienta se la trajo, su madrina eligió la rata más gorda, la tocó con su
bastón y la convirtió en un regordete cochero.
-Y ahora, mira debajo de ese tiesto y tráeme seis lagartos- le pidió la anciana.
Cenicienta encontró los lagartos, y su madrina los transformó en seis lacayos de librea.
-¡Vamos, niña, sube!- gritó.
-¡Oh! ¡Pero no puedo ir con estos harapos!- exclamó la joven.
-¡Cállate, cállate!- dijo la madrina y agitó el bastón.
Cenicienta se vió luciendo el vestido color de rosa más bello del mundo, con joyas en el
cabello, los brazos y la garganta, y sus pies calzaban un par de relucientes zapatitos de
cristal.
-¡Oh madrina!- exclamó la joven, e hizo una gran reverencia-. ¡Nunca he sido tan feliz!
-Recuerda, niña, que debes retirarte del baile antes de que el reloj dé las doce de la
noche, o todos tus atavíos se convertirán en harapos.
-Lo recordaré... ¡Ya lo creo que lo recordaré!- exclamó la muchacha.
Entonces, un lacayo le abrió la portezuela de la carroza, Cenicienta subió a ella y se
la llevaron rápidamente.
-¿Quién es esa hermosa princesa?- se preguntaban los invitados en el baile.
-¿Quién es la bella dama con quien baila nuestro hijo?- preguntó el rey a la reina.
Pero nadie sabía nada sobre Cenicienta, salvo que había llegado tarde, en una suntuosa
carroza.
Pronto, resultó evidente que el príncipe sólo quería bailar con la beldad incógnita.
Pero, a pesar de todo su esplendor, Cenicienta se comportaba con modestia y dulzura y se
ganó la simpatía general. Hasta se mostraba cordial con sus feas y orgullosas
hermanastras, y éstas le hicieron una gran reverencia, complacidas de que se hubiese
fijado en ellas.
Cuando, antes de que sonaran las doce, Cenicienta declaró que debía marcharse, fue el
propio príncipe quien la condujo a su carroza.
Al volver, sus hermanastras hablaban con excitación de la desconocida princesa, charlando
como urracas, mientras Cenicienta las desvestía.
-¡Su Alteza Real la princesa se fijó, sobre todo, en nosotras!- gritó la mayor.
-Y pudimos notar que admiraba nuestro gusto en materia de ropa y sombreros- agregó la
otra.
Mas Cenicienta, que tenía muchas ganas de reir, nada dijo y pronto se escabulló al
mísero desván donde dormía.
Pero esa noche, ningún desván podía ser mísero, porque mientras Cenicienta estaba
tendida en su cama, pensaba en el príncipe y en todo lo que éste le había dicho y se
durmió soñando con él.
A la noche siguiente, el príncipe esperaba en la escalinata del palacio, y cuando
apareció, por fin, la carroza de Cenicienta, ayudó a ésta a bajar. Su madrina la había
vestido con un atavío más suntuoso aún, y el príncipe volvió a bailar todas las
danzas con ella. Cenicienta se sintió tan feliz que olvidó la advertencia de su madrina
de que debía abandonar el baile antes de que el reloj diera las doce.
-¡Princesa, bella princesa!- dijo el príncipe, cuando se sentaron a descansar-. ¡Dime
quién eres! Sé mi novia...
Pero apenas había pronunciado estas palabras, el reloj empezó a dar las doce.
Con un grito de consternación, Cenicienta se levantó de un salto y corrió hasta la
puerta. El príncipe la siguió, pero ella fue más veloz. Cuando bajó los peldaños de
la escalinata y llegó a la calle, el reloj dió su última campanada, y un grosero lacayo
empujó a la muchacha, a la que tomó por una cocinera, y le preguntó cómo se atrevía a
usar la escalera del frente.
En la calle yacía una calabaza, y varios ratones, ratas y lagartos correteaban en todas
direcciones. Cenicienta llegó a su casa y se refugió en su rincón de la chimenea.
Allí, acurrucada sobre las cenizas del fuego que se estaba apagando, prorrumpió en
sollozos.
Pero el príncipe, enloquecido por la pena, había recogido uno de los zapatos de cristal
que Cenicienta había dejado caer en su fuga. Estaba segurísimo de que nadie podría
usarlo, salvo la bella princesa del baile. De modo que pusieron el zapato de cristal sobre
un almohadón de terciopelo y lo llevaron por toda la ciudad, y el heraldo real proclamó
que la muchacha que pudiera calzárselo sería la novia del príncipe.
Todas las damas hermosas de la ciudad estaban ansiosas de probarse el zapato, pero, por
desgracia, no se hallaba ningún pie que lo pudiera calzar. Las feas hermanastras de
Cenicienta se morían, naturalmente, de deseos de lograr a un príncipe por esposo.
Esperaron con impaciencia a su puerta y, cuando llegó el heraldo, se lanzaron a la calle
y lo invitaron a entrar.
Cenicienta contempló el zapatito, y una mirada de esperanza asomó a sus dulces ojos.
Esperó a que sus hermanastras se lo hubiesen probado, después de estrujarse los pies
tratando de hacerlos entrar en el zapato, pero todo fue en vano. Entonces, preguntó si
podía probárselo ella.
-¡Tú, nada menos! ¡Vuelve a tu rincón de la cocina!- gritó una de sus hermanastras.
Pero el heraldo vió que la harapienta muchacha era hermosa y le habían ordenado que
dejara probar el zapato a todas las muchachas.
En ese preciso instante, pasó por allí, a caballo, el príncipe. Entró impetuosamente a
la casa y se enteró de labios del heraldo el resultado negativo que, hasta entonces,
había tenido la búsqueda. Cabe imaginar el asombro del príncipe al descubrir que una
humilde cocinerita se estaba probando el hermoso zapatito de cristal.
Pero no hubo necesidad del menor forcejeo. El pie de Cenicienta entó con toda holgura en
el zapato y, con una sonrisa, la muchacha sacó el otro de su bolsillo.
-¡Tú! ¡Tú!- exclamaron sus hermanastras, boquiabiertas de asombro.
Entonces apareció el hada madrina. Y con un movimiento de su varita mágica, transformó
a Cenicienta en la princesa del baile.
El príncipe se hincó sobre una rodilla ante ella, le besó la mano y, levantándose, la
proclamó su novia.
Se casaron con gran pompa y fueron muy felices.
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