Hace muchos
siglos, los hombres eran ingenuos, buenos como los niños y nos dejaban a las hadas bailar
en los claros de luna de los bosques. Mientras tanto, Titania, nuestra reina, hacía
rabiar a Oberón, el rey, y Puck, un gnomo travieso, descubría los secretos de las flores
y hacía travesuras a las viejas.
Las mujeres sabían que los duendecillos eran buenas personas, que las hadas hacían
regalos espléndidos en los bautizos de los niños, que la rueca giraba sola y que el pan
se cocía sin la necesidad de mirarlo. Éramos felices jugando con los niños y ayudando a
ser dichosos a los hombres.
Pero un día, las hadas quedamos admiradas; habíamos visto algo horrible volar entre las
luces de la tarde y las primeras sombras de la noche. Fueron los duendes rojos a
informarse y vieron que los hombres estaban intranquilos. El señor del Castillo estaba
siempre en pie de guerra. Odiaba a sus siervos, a los labradores, que eran nuestros
amigos, y averiguaron que aquella forma horrible era... una bruja.
Sí, Nenasol; los hombres empezaron a temer a la bruja y a olvidarse de las hadas.
Tuvimos una reunión. El más sabio de nuestros ancianos, Merlín, el Encantador, dijo:
"Aún quedan los niños."
Y desde entonces empezamos a seguir sus juegos. Los ayudamos a inventar uno nuevo y más
divertido. Los sosteníamos cuando se iban a caer. Le decíamos al oído dónde estaba la
pelota perdida. Y éramos muy felices.
Pulgarcito, el Gato con Botas, Hansel y Gretel, Cenicienta, la Caperucita Roja, fueron
uniéndose a las antiguas hadas.
¡Qué contentas bailábamos con nuestros nuevos amigos! Éramos los personas más
importantes para los niños. Nos conocían mejor que a sus hermanos. Nos querían tanto
como a mamá.
Pero también los niños, como los hombres, inventaron algo. Y surgieron los libros de
aventuras. Soñaron con los pieles rojas, y quisieron canoas y rifles. Las hadas sólo
podían ofrecerles flores fantásticas. Los niños nos olvidaron; se olvidaron de nuestra
varita de virtudes.
Y nos retiramos todas las hadas al Lago Verde. Aquí la primavera es eterna. Bajo las
aguas trasladaron los gigantes el Castillo de la Bella Durmiente. Los días de luna
bailamos entre los árboles del bosque. El Dragón vigila. Nadie puede acercarse al
atardecer: es nuestra hora. Volvemos a sacar nuestros vestidos, tejidos por arañas, y las
zapatillas de oro. Las mariposas preparan sus alas mejores para brillar sobre las coronas.
Sólo la Luna contempla nuestros juegos, y sus rayos de plata vienen a abrazarnos como
cuando éramos las reinas del mundo.
Hoy es un día nuevo. Blancanieves, la antigua princesa guardada por siete enanitos, es tu
madrina; quiere conocerte, por eso estás aquí. Al terminar la tarde vendrá a
recogernos.
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