¡Qué guapa,
qué linda era la pastora! El pelo rizoso, del color de la miel. La boquita, como un
ensueño que pedía caricias. Frágil el cuerpo cual una flor...
La pastorcita tenía lindos corderos. Blancos con rizadas lanas. Dorados como el fuego.
Con unos ojos inocentes y unas orejitas juguetonas.
-¡Hup! ¡Corderitos, a mí!... ¡Coralín!... ¡Diamante!... ¡Lucero!... ¡Hala!...
¡Hala!... Que ya despierta el sol... ¡Al monte! Cerquita del cielo. ¡Lejos de la
aldea!... ¡Corderitos, a mí!...
Y los corderos, obedientes, trepaban por las colinas con la pastorcita rubia.
¡Qué hierba más fresca! Todavía tenía rocío. ¡Tris!... ¡tras!... hacían los
dientecillos de los corderos. ¡Qué rica está! ¡Tris!... ¡tras!...
La pastorcita cogía flores... Caperucitas rojas. Caperucitas blancas... Florecillas
rosadas.
-Así. Una corona para mi cabecita, como si fuese la princesa de aquel cuento que la
abuela me contaba.
La corona se le cayó de las manos. Se puso pálida, y en los lindos ojos brilló una
lucecita de terror. ¡Venía el lobo!... Un lobazo enorme que causaba terror al pueblo.
No pudo gritar. Quiso levantarse, y las piernas se le doblaron. Ante ella estaba el lobo.
Movía nervioso su cola. Los ojos, fijos en la pastora, arrojaban fuego. Las patazas
escarbaban la hierba.
-Buenos días, pastorcita.
-Buenos días, señor lobo- tartamudeó.
-Ejem... Ejem...- dijo el lobo. -Qué airecitos más buenos se respiran por aquí, ¿eh?
-My buenos, señor lobo.
-Y tus corderos, ¿cómo van de salud?
La pastorcilla tembló.
-Pues también muy buenos.
Y al decirlo, miró angustiada a los corderitos que pastaban por entre peñas.
-El caso es- dijo el lobo rascándose la cabeza con una pata. -El caso es, pastorcita
rubia, que yo tengo mucha hambre.
La pastorcita calló.
-¿Has oído, pequeñuela? Que tengo hambre.
-He oído, don lobo, ¡cuánto lo siento!
-Oye, pastora. Uno de tus corderitos me vendría muy bien. ¿No te parece?
-¿Uno de mis corderos?- repitió ella quebrada la voz.
-Sí... Uno de tus corderos... Pero pronto... Enseguida.
-¡Piedad, señor lobo!
-Ejem... Ejem...- dijo el lobo echando chispas por sus ojos. -No me hagas perder la
paciencia. Tengo hambre.
La pastorcita tuvo una idea luminosa. Cogió el zurrón y se lo presentó al lobo llena de
ternura.
-¡Ah, don lobo! No me acordaba. Aquí está la comida que madre me puso. Mira qué trozo
de queso más rico. Mira qué pan más sabroso. Lo hicimos en casa. Mira qué nueces tan
frescas. Y un frasquito con vino. Todo para ti... Todo, querido lobo... Pero deja a mis
corderitos.
El lobo movió furiosamente la cola.
-No quiero nada de eso. Quiero un cordero. Pronto. Tráeme uno. Elige el que quieras.
No había remedio. Había que elegir uno. Arrastrando las piernas y con la voz apagada por
el llanto, llamó:
-¡Coralín!...
Vino el cordero saltarín y juguetón, y el lobo fue a abalanzarse sobre él.
-Espera... Espera- gimió la pastora. -Éste no me lo comas. ¿No ves qué chiquitito es?
Da lastima.
-¡Pronto!- gruñó el lobo. -¡Pronto! Que venga otro.
-¡Lucero!
El lobo se relamió de gusto.
-Éste sí que está gordo y tiernecito- dijo.
-Espera, don lobo. A éste se le murió la madre al nacer. Lo he criado yo. No me lo
comas.
-Me estás tomando el pelo- amenazó el lobo. -¡Pronto, otro!
-No se incomode, señor lobo. ¡Diamante! ¡Ah! Éste sí que no puede ser. Lo tengo para
mi hermanito el día de su santo.
-Oye, pastora rubia,- dijo el lobo tembloroso -se me acaba la paciencia. ¿Lo oyes?
-¡Lobito guapo! Si no puedo darte ninguno porque los quiero a todos tanto..., tanto.
-¡Pastora!
-¡Ten piedad, lobito!...
-¡Sí, eh!...- rugió el lobo. -Pues cogeré yo el que me parezca. Para eso soy lobo.
Esto me pasa a mí por ser bueno.
Y de dos saltos llegó donde estaba el rebañito que huyó loco de terror.
-¡Espera!... ¡Espera!...- gritó casi desmayada la pastora.
Estaba allí tan chiquitito. Acurrucado al pie de un árbol. Con las lanas temblorosas.
Los ojitos asustados...
Tenía vendada una patita, porque se hirió al saltar una peña.
-Si no hay más remedio...- sollozó la pastora. -Si no lo hay... Pues... entonces...
cómete éste... Quizás el pobrecito va a morir. Nació hace poco y... ¡Corderito! ¡Mi
corderito! ¡Adiós!... ¡Adiós!...
El corderito balaba temblando y tenía muy abiertos los ojos mirando a la pastora con
angustia.
El lobo, hambriento, relucientes los ojos, fue a echarse sobre él. Pero...
La pastorcita tuvo una lástima inmensa de aquel corderito enfermo e indefenso.
Arrodillóse ante el lobo. Rodeó con sus bracitos el cuello del animal, y, sin pensar en
el peligro, besaba sus orejas, su hocico, mientras le decía:
-¡Lobo de mi alma! ¡Lobito bueno! ¡Ten piedad de mi cordero!... Cómeme a mí, que
también soy tiernecita... ¡Anda, lobito, cómeme a mí! Pero sé buenecito, y no toques
a mis corderos.
El lobo se echó atrás asombrado... Se le asomó un lagrimón a los ojos. Movió
suavemente la cola. Puso sus dos patazas en los hombros de la pastora.
-Pastorcita- murmuró. -Tus besos han sido los primeros que recibí en mi vida. ¡Qué
dulces y buenos son los besos de una niña!.. Ya no tengo hambre, pastora... Cuida a tus
corderos y... adiós.
Monte abajo marchaba el lobo, dulces los ojos, tembloroso el hocico, torpes las patazas.
La pastorcita, abrazada al corderito herido, creía soñar... Derramando alegría, gritó:
-¡Bendito seas, don lobo!... ¡Bendito seas!... |