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* * * * La Bella Durmiente del bosque * * * *



Autor: Carlos Perrault

Había una vez un rey y una reina que anhelaban tener una hija.

Después de haber esperado varios años, nació una princesa, y estaban tan contentos que ordenaron una gran fiesta para el bautizo. Además de los otros huéspedes, invitaron a siete hadas y les prepararon platos y vasos de plata.

Antes de que todos se sentaran a la mesa del festín, los padres presentaron a la criatura en su cuna de plata, en la cual centelleaban diamantes, dispersos entre el encaje. La primera hada besó a la princesa y le regaló el don de la belleza; la segunda, el de la riqueza; la tercera, el del canto; la cuarta, el del conocimiento; la quinta, el de la salud; la sexta, el de la alegría y la felicidad. Pero en el preciso instante en que se adelantaba la séptima hada, notó que otra vieja hada, de aire maligno, se abría paso entre la concurrencia y contemplaba fijamente la mesa, donde no le habían reservado lugar.

-¡Muy bien!- gritó al rey y a la reina, que estaban aterrorizados-. ¡Conque no soy digna de que me invitéis al bautizo de vuestra hija! ¡Supongo que me habréis creído muerta! Bueno. Pues sabed todos los presentes que estoy viva y reclamo mis derechos.

Y como nadie se atrevía a detenerla, se acercó a la cuna.

La séptima hada se ocultó detrás de una cortina, porque pensó: "¡Si esa vija hada lanza un hechizo sobre la criatura, quizás yo pueda librarla, en parte, de él!"

La pobre reina sufrió mucho cuando vió que la vieja se inclinaba sobre la criatura, y más aún cuando oyó lo que decía:

-Vivirás durante quince años, princesa, para disfrutar de los dones que han derramado sobre ti. ¡Pero el día en que cumplas los quince, te pincharás un dedo con un huso y morirás!

Luego, la vieja hada miró a su alrededor con aire de pérfido triunfo y huyó precipitadamente.

La reina prorrumpió en sollozos, y el rey profirió un triste gemido, y toda la corte permaneció inmóvil, con aire de respetuosa consternación y solidaridad.

Luego, apareció la séptima hada y exclamó con vehemencia:

-No teno poder para deshacer ese hechizo, pero aquí está el don que le traigo.

Y besó a la niña.

-¡Princesa!- dijo-. Es cierto que el día en que cumplirás los quince años te pincharás el dedo con un huso, pero no morirás. Dormirás cien años y, cuando concluya ese tiempo, un noble príncipe te despertará con un beso y te llevará consigo para ser su novia.

El mismo día, el rey envió una proclama por la que ordenaba que todos los husos existentes en un radio de ocho kilómetros del palacio fueran destruídos. Pero, por desgracia, ni siquiera un rey puede deshacer el hechizo de un hada.

Todo marchó bien hasta el día en que la princesa debía cumplir los quince años. Era bella, rica, de buen oído para la música, inteligente, sana y plena de alegría y felicidad, y toda la corte se enorgullecía de ella. Pero, ese día, el estado de ánimo de la princesa se volvió caprichoso y se internó en una parte del palacio en la cual no había penetrado aún. En el final de un largo pasadizo vió una puerta entreabierta, que parecía invitarla a entrar. La princesa entró y encontró una escalera de caracol. Subió con agilidad y llegó a un pequeño aposento, donde una vieja estaba sentada hilando.

-¡Oh! ¿Qué haces?- exclamó la princesa-. Nunca he visto cosa semejante.

-¡Tómalo, querida!- dijo la vieja.

La princesa tomó la rueca y estaba examinándola cuando se pinchó el dedo y brotó una gota de sangre. La vieja se aterrorizó al ver que la princesa parecía próxima a desmayarse, y tomándola en sus brazos la llevó abajo.

Cuando el rey y la reina vieron a su hija, adivinaron demasiado bien lo sucedido. Acostaron a la princesa sobre una cama de seda y le cubrieron el rostro con un velo de gasa. Aunque la joven dormía como si estuviera muerta, sus mejillas parecían pétalos de rosa y lirios, y su aliento brotaba tan suavemente como si fuera una niña en su cuna.

Mientras el rey y la reina, abatidos, la contemplaban, apareció la séptima hada, con los ojos llenos de piedad.

-¡Oh bella hada! ¿No puedes hacer nada..., nada para ayudarnos?- exclamó la reina, con un sollozo.

-¡Sólo ésto!- dijo el hada, y agitó su varita.

Instantáneamente, pareció reinar en el palacio un silencio imponente. Cesaron el trabajo y el juego, los actos se interrumpieron, las palabras quedaron en suspenso. El rey, la reina, los cortesanos, los criados, los animales, los árboles, las flores, todo se sumió en un profundo sueño. Y de improviso, alrededor de los terrenos del palacio creció un cerco de espinos, tan denso que nadie podía atravesarlo.

........

Faltaba un día para los cien años, cuando un gallardo príncipe se detuvo ante el cerco de espinos y lo contempló con asombro. Preguntó a un campesino muy anciano qué podía significar.

-Lo he mirado desde esa colina- dijo el príncipe-. Y he visto las torres de un hermoso castillo y me gustaría muchísimo presentarle mis respetos a su dueño.

-¡Cuidado, cuidado!- repuso el anciano-. Ese castillo está encantado. Y también lo está el cerco. Más de un joven príncipe ha intentado atravesarlo y ha perecido. Se asegura que en el castillo duerme una princesa hechizada; pero de eso nada sé. ¡Nada sé!

Y el anciano se alejó, murmurando palabras ininteligibles.

A la mañana siguiente, el príncipe madrugó y, espada en mano, decidió abrise paso a través del cerco. ¡Cuál no sería su sorpresa al ver que sobre él habían aparecido fragantes flores! ¡Y cuando lo atravesó con su espada, le pareció oir la alegre música de cristalinas risas! ¡Y, de repente, a través del cerco se abrió un sendero florido!

Al llegar al silencioso jardín, el príncipe se sorprendió más aún ante lo que vió. Un jardinero parecía disponerse a afilar su guadaña, pero estaba dormido. Un paje perseguía a otro, pero ambos se habían detenido y estaban inmóviles. Un gato arqueaba el lomo frente a un perro; un conejo se disponía a meterse en su madriguera; un lacayo había puesto el pie sobre un estribo; una vieja nodriza, parada en la terraza, se estrujaba las manos. Pero todo había quedado inmóvil, al parecer en el mismo instante: y el príncipe notó que todos estaban profundamente dormidos.

En cada una de las habitaciones del palacio encontró el mismo espectáculo. Todos dormían como hechizados. Y, luego..., el príncipe subió varios peldaños, hasta que se detuvo, con el corazón palpitante.

Allí estaba tendida una princesa, sobre un lecho de plata. El príncipe avanzó silenciosamente, alzó el velo y observó cómo iba y venía su suave respiración. Luego, sin poder resistir el impulso, se hincó sobre una rodilla y la besó en la mejilla.

Inmediatamente, la princesa abrió los ojos, sonrió y le tendió los brazos.

-He estado soñando contigo, querido príncipe- dijo.

El la hizo levantar y, de pronto, el hechizo qudó roto.

El palacio despertó. Los pájaros cantaron; el gato siguió jugando con el perro; el conejo se metió en su madriguera; el lacayo subió al caballo; y éste se lanzó hacia adelante. En la cocina, la carne siguió asándose, y el fuego ardiendo, y el cocinero regañando... y en cuanto al rey y la reina, primero se abrazaron en su arranque de felicidad y después abrazaron a su hija.

-¡Príncipe, príncipe!- exclamó la reina-. ¿Cómo puedo recompensarte por lo que has hecho?

-Dándome en matrimonio a tu hija- suplicó él.

Y hubo una hermosa boda, y la pareja vivió feliz eternamente.