Fábula |
Durante toda la mañana, la ardillita había
andado por las copas de los árboles, saltando de rama en rama y sacudiéndolas para
apoderarse de las nueces. En la rama más alta de un olmo se detuvo para dar un gran salto
y luego, con repentino impulso, surcó los aires. Pero, por desgracia, erró la puntería
y cayó a tierra, dando vueltas en el aire, como un trompo. A la sombra del olmo, dormía su siesta el león, cómodamente estirado. Roncaba a sus anchas. De pronto, sintió que algo lo golpeaba. El aturdido animal se levantó de un salto y de un zarpazo sujetó a la ardilla, atrapando la peluda cola del animalito. Este se estremeció de terror, sospechando su fin. -¡Oh rey León!- dijo, sollozando-. No me mates. Fue un accidente. -¡Bueno, está bien!- gruñó el león que, en realidad, no se proponía hacerle daño-. Estoy dispuesto a soltarte. Pero antes debes decirme por qué eres siempre tan feliz. Yo soy el señor de la selva, pero debo confesarte que nunca estoy alegre y de buen humor. -¡Oh gran señor!- canturreó la ardillita, mientras trepaba hacia lo alto del olmo-. La razón es que tengo la conciencia limpia. Recojo nueces para mí y para mi familia y jamás hago mal a nadie. Pero tú vagas por el bosque, al acecho, buscando solamente la oportunidad de devorar y destruir. Tú odias, y yo amo. Por eso eres desdichado, y yo soy feliz. Y meneando su linda cola, la ardillita desapareció entre las ramas cargadas de follaje... dejando al león librado a sus pensamientos. |