Hace miles de años los hebreos vivían en
Egipto. Con el tiempo llegaron a ser tan numerosos y ricos, que Faraón, el rey, decidió
destruir su poder. Les impuso fuertes contribuciones y los obligó a trabajar como
esclavos. Pero no pudo dominarlos. -¡Matad a todo hebreo varón que nazca!- ordenó entonces el Faraón. La orden no fue cumplida. El Rey, lleno de odio hacia los hebreos, dio un nuevo mandato: -¡Echad en el río a todo hebreo varón que nazca! Las madres hebreas trataron de salvar a sus criaturas por todos los medio posibles. Una de ellas, que tenía un hermoso niño, viendo que no podía seguir ocultándolo, buscó una forma de salvarlo. Construyó una canastita con juncos, colocó al niño en ella y la puso en el río, entre unas plantas. Mientra tanto, su hija Miriam vigilaba a cierta distancia. La hija del Faraón, que había llegado con sus doncellas, bajó en ese instante al río a lavarse. Sorprendida al ver la canastita flotando en la corriente, dijo a una de sus servidoras: -Saca esa canastita y tráemela. Así se hizo. La Princesa se dio cuenta de que el niño era hebreo, pero decidió criarlo. Miriam apareció y le dijo que podía conseguirle un ama que cuidara a la criatura. El ama no era otra que la propia madre del niño. Pasó el tiempo. Ya el niño había crecido y el ama se lo trajo a la hija del Faraón. La Princesa le puso el nombre de Moisés, que significa "salvado del agua". Moisés se crió en el palacio real, en medio del lujo, la riqueza y la abundancia. Sin embargo, en su corazón seguía siendo hebreo. Le dolía el maltrato que Faraón daba a sus hermanos, los hebreos. En una ocasión, Moisés tuvo que huir de Egipto por defender a un hebreo. Buscó refugio en otra tierra. Allí se casó y se dedicó a cuidar el rebaño de ovejas de su suegro. Pero no olvidaba la triste situación de los hebreos en Egipto. Así pasaron varios años, y murió Faraón. Un día, mientras Moisés cuidaba las ovejas, vio una zarza ardiendo. ¡Ardía y ardía sin consumirse! ¡Qué extraño! -Iré a ver por qué no se consume. Y al acercarse a la zarza, salió de ésta una voz que le dijo: -¡Moisés, Moisés, detente! Quítate los zapatos, porque estás pisando tierra sagrada. Yo soy el Dios de tu padre y del pueblo de Israel. He visto los sufrimientos que están pasando los hebreos en Egipto. Y te enviaré a que los saques de allí. -¿Quién soy yo para poder lograr eso? -Ve, porque yo estaré contigo. Les dirás que yo te evnié. Regresó Moisés a Egipto y se presentó ante el Faraón que reinaba entonces. Pero éste se burló de él y en vez de libertar a los hebreos, les impuso nuevas penas. Para castigarlo, Dios mandó diez plagas que azotaron a Egipto. Por fin el Faraón permitió que los hebreos salieran del país hacia Canaán, la Tierra de Promisión. Durante el éxodo, Dios los guiaba. Por el día una columna de nube caminaba frente a ellos y por la noche una de fuego. Ya se acercaban al Mar Rojo, contentos porque pronto estarían libres en Canaán, cuando oyeron un ruido detonador. ¡Un gran ejército egipcio venía a atacarles! -¿Por qué nos sacaste de Egipto para morir ahora en el desierto?- protestan los hebreos ante su caudillo. Y Moisés les responde: -Tened fe en Dios. Él nos protegerá. Entonces Dios ordenó a Moisés: -Di a los hijos de Israel que continúen la marcha. Y alza tu vara, extiende la mano sobre el mar y divídelo. El caudillo cumplió el mandato de Dios. ¡El Mar Rojo se dividió! Al separarse las aguas cruzaron los hebreos. -¿Y qué les pasó a los egipcios?- preguntaréis. La Biblia lo cuenta así: "Y volvieron las aguas, y cubrieron los carros y la caballería, y todo el ejército de Faraón que había entrado tras ellos en la mar. No quedó de ellos ni uno." |