Bar China
Aquella noche el desdeñable Bar China tenía vacíos todos los asientos y esto no era nuevo. Las mesas de billar permanecían intactas, acumulando polvo, y Jesús el cantinero conversaba con dos prostitutas envejecidas. La sinfonola se avergonzaba todo el tiempo de su estúpido nombre y lloriqueaba melodías olvidadas.
Justo cuando el reloj marcaba la hora que siempre ha marcado desde que murieron sus entrañas, un parroquiano entró en el Bar. Su gesto era muy triste. Jesús le llevó una cerveza hasta el rincón donde se instaló el abatido cliente, también le ofreció un saludo torpe que no mereció respuesta. Después volvió a la barra un poco preocupado sin saber por qué. Tomó su franela roja y con ella absorbió su propia soledad.
Las mujeres le contaron la-historia-de-su-vida al hombre entristecido, que se entretuvo con el relato y además pagó el consumo de las dos. En realidad no escuchaba sino que se balanceaba con sus propios demonios y ponderaba ciertos flash-backs.
Al final salió solo del Bar China, pero regresó noche tras noche a la misma calle sin poder volverlo a encontrar. Durante aquella única velada en el Bar China, la colección de sueños de un fantasma quedó sin exhibir.