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Ojos bien cerrados

El sueño lo venía venciendo. Los párpados luchaban contra su voluntad de mantenerlos abiertos, él quería... pero se le cerraban solos. Morfeo le abrió los brazos como quien recibe a un amigo de años atrás. La noche era fría, la podía sentir aún. El viento le llegaba con humedad, en gotas pequeñas que parecían escupidas por un aspersor: era el sereno de la madrugada. Las imágenes se sucedieron unas a otras, incoherentes, disparatadas y sin embargo llenas de sentido: Comenzaba a soñar.

Llanto de neumáticos, vidrios cayendo rotos, impacto seco de dos cuerpos metálicos y pesados: el estruendo de un accidente.

Despertó intrigado, muchos despertaron intrigados. Un choque, de seguro fue un choque. No se veía nada desde las ventanas, sólo el vuelo de cortinas en otras ventanas que tampoco veían nada. La neblina era espesa, sólo mostraba las luces a lo lejos. Nada desde las terrazas, nada desde la puerta. Los perros ladraban desde los patios, hacían correr la noticia o pedían el reporte. Tampoco él podía ver nada.

La gente salió de sus casas, con su curiosidad, con su ropa de dormir. Salieron también los niños que comenzaron a jugar con otros niños, jugaron a las escondidas. Uno, dos, tres... ¡ya no cuento más! No te rías porque te pueden encontrar. Te lo dije.

La gente llegó hasta la carretera. No hubo vergüenza entre ellos, no importó el cabello despeinado, ni el rostro sin maquillar. Lo que importaba era el accidente. Dos autos habían chocado: una camioneta y un compacto. Los frentes quedaron cara a cara, con el cuerpo de lámina arrugado como un acordeón. Salía humo, pero no era fuego, tan sólo se trataba del vapor que huía de los radiadores. En el suelo había un charco: de agua, de aceite, de gasolina y también de sangre. Llamen a una ambulancia. Rápido: una ambulancia. En uno de los coches aún sonaba la radio, una estación de AM, de esas que duran toda la noche y se trasmiten a toda la república. El locutor le mandaba saludos a todos los taxistas y a todos los traileros. No llega la ambulancia.

Una mujer gritaba desde el compacto. Le dolía mucho la pierna. Unos hombres, con su ropa de dormir, corrieron hasta la ventana para intentar ayudarla. La puerta se les negó: estaba atorada con algún fierro. Y la mujer gritaba, que la sacaran, que le dolía su pierna. En realidad le dolía todo, pero como era bailarina... la pierna. Quizá ya nunca podría bailar de nuevo. De nada le valdría ya la disciplina, ni el rigor al que estaba impuesta desde niña. Entonces ella pensó en su madre: "––no te subas a la bicicleta porque te puedes lastimar una pierna". Ni la bicicleta, ni el fútbol, nada de poner en el suelo las rodillas para jugar a las canicas: las bailarinas no pueden tener raspones. Su pierna, cómo le dolía.

Él veía todo: advertía que la gente quitaba el cristal de la parte trasera del auto. Quizá podrían sacarla por atrás, cuidado con la pierna. Los gritos de la mujer se hacían más hondos, mejor no la muevan, esperen a la ambulancia. El comprendía que la mujer ya no tenía piernas... mi pierna...él entendía que los gritos eran de espanto y no de dolor.

Se habían visto relámpagos en el cielo, lo iluminaban, parecían venas azules y brillantes. Se escuchaba también el estruendo de las descargas eléctricas. Los niños contaban: uno, dos, tres... para calcular dónde había caído el rayo. Un segundo por cada kilómetro después de que vean el rayo, así se los dijo el maestro. Uno, dos... ese último cayó cerca. Comenzó la lluvia. Las primeras gotas del aguacero cayeron separadas, pintaron de motas el suelo y se sentía su peso sobre las mejillas. La gente buscaba refugio en su ropa de dormir, encogían los hombros, los esposos se abrazaban y las madres extendían sus brazos para meter dentro a sus hijos. Él no sentía la lluvia. La mujer aullaba y no se veía por ningún lado la ambulancia. Era una mujer joven, algunos veinticinco años, en su rostro había belleza, debajo de la sangre y de los gritos.

Él se quedó mirándola sin escuchar la llegada de la ambulancia. La mujer le parecía preciosa. La gente se hizo remolino en torno del compacto, con sus niños, con la ropa de dormir. Él y ella se contemplaban, como descubriéndose uno al otro, había algo que ella le quería decir. Los rescatistas hacían uso de su equipo bajo la lluvia, la puerta tronaba, estaba cediendo. Cuidado con la pierna. La mujer gritaba, lo miraba a él y gritaba. ¿Qué le quería decir? ¿Qué con esos ojos que lo unían a él con ella en un espacio dramático? Él bien podía decirle que la amaba. La puerta estalló vencida.

Ya iba a amanecer, una suave coloración rosada comenzaba a incendiar el horizonte por el oriente y la lluvia se había detenido. La gente seguía ahí. Él y ella se miraban. Uno de los rescatistas la tomó de las axilas, otro de la cintura, juntos contaron ––uno, dos, tres–– para sacarla. Antes de que se rompiera el encanto de su mirada, ella gritó el nombre de él, como si ella fuera un espejo donde él habría de reconocerse. Tan pronto lo dijo, él supo de lo que se trataba: recordó el nombre de ella, el nombre de su mujer que había sobrevivido al accidente, mientras él estaba ahí muerto, con los ojos abiertos mirándola a ella. Y todo porque los ojos se le cerraron mientras conducía.

 

 

Jorge Arredondo