17 de marzo

EL MOTÍN DE MAZAR-I-SHARIF

Regreso a la matanza de Qala-i-Janghi


17 de marzo

La sangrienta represión de la revuelta del 24 de noviembre en una fortaleza afgana pone en tela de juicio a la CIA y al Ejército de EE.UU.

JEAN-PAUL MARI

Perros vagabundos hurgan en el vientre de los caballos muertos; una yegua enloquecida relincha de dolor renqueando sobre tres patas, con el casco posterior derecho arrancado; un tanque de la Alianza del Norte avanza por el patio aplastando los cuerpos de los talibanes vencidos; cientos de muertos aún tienen los codos atados a la espalda; un herido gime, un soldado se acerca y le aplasta la cabeza con una piedra; otro, con una tenaza, arranca un diente de oro a un cadáver; delante de una casa rosa, bajo un emparrado, el cuerpo de un hombre de la CIA está cubierto por el cadáver de un talibán-bomba; entre los dos hombres, una granada a punto de estallar, sin la anilla; al fondo de una escalera subterránea ennegrecida por un incendio, sobre un metro de agua sucia, flotan los cadáveres de los insurrectos, árabes y otros extranjeros, en medio de un olor a putrefacción; fuera, un combatiente con zapatos de goma despoja a un muerto de sus zapatillas nuevas, las lava con agua turbia en un río y se las pone, satisfecho. El caos. Hombres y caballos mezclados, destripados, cabezas y miembros arrancados, esparcidos. La muerte y el caos.

Entre la bruma de una mañana de noviembre afgana, los primeros testigos que penetraron en el amplio patio sur de la fortaleza descubrieron el resultado del motín de Qala-i-Janghi (ciudadela de la guerra). Aún hoy se camina sobre una alfombra de casquillos, granadas de mano, obuses de mortero, cohetes antitanque y municiones, adelantando el pie con recelo, casi sin aliento, sobre el mínimo espacio libre, igual que un gato apoya sus patas entre los charcos de agua. Las bombas estadounidenses volaron y calcinaron camiones, jeeps y vehículos todoterreno. Los grandes pinos del parque tienen el follaje destrozado, las ramas rotas, el tronco agujereado por la metralla. No es más que un jardín muerto, con los muros ennegrecidos, casamatas acribilladas por los impactos, chatarra retorcida, montones de piedras y vigas. Un lugar machacado donde no hay ni 20 centímetros sin cicatrices.

Qala-i-Janghi era un palacio edificado hacia 1885, una ciudadela de adobe, ladrillo crudo y barro ocre, un rectángulo de medio kilómetro de largo, con dos inmensos patios al norte y al sur, y torres de vigía, con una doble muralla y almenas que dominan, a 20 metros de altura, el desierto a las afueras de Mazar-i-Sharif. Un formidable motín y su feroz represión, mezcla de oscuridad medieval y tecnología futura, han hecho de esta fortaleza histórica la batalla más larga, la mayor matanza de la guerra de Afganistán. Duró toda una semana, y terminó igual que empezó: con una rendición.

'Con mis hombres, he capturado a talibanes y combatientes de Al Qaeda que normalmente luchan hasta la muerte. Los llevo, vivos, a la gente del general [Abdul Rachid] Dostum. ¡Y todo termina con una enorme carnicería! Qué desastre, qué vergüenza para todos nosotros...'. Shamsulhaqk Naseri es pastún, señor de Balkh, con los ojos negros y la mirada sincera, alto y esbelto, noble, coronado con un turbante gris plata. Y sus manos de firmes dedos tiemblan de indignación. Mucho antes del 11 de septiembre ya estaba en contacto con el consulado estadounidense, que intentaba desestabilizar a los talibanes. De día sus agentes localizaban el emplazamiento exacto de las fuerzas de Al Qaeda; por la tarde, los observadores transmitían las informaciones al extranjero; por la noche, los misiles estadounidenses teledirigidos atacaban el objetivo con una precisión asombrosa. Cuando Mazar-i Sharif, la capital del Norte, se tambaleaba bajo los golpes, Shamsulhaqk lanzó a sus tropas al asalto, acosó a los talibanes, les robó 40 vehículos, mató o capturó a 200. 'El 9 de noviembre, a las 21.00, llamé a Dostum para decirle que la ciudad estaba libre. Entonces me pidió que arreglara el problema de Kunduz. De forma pacífica'.

¡Kunduz! No era una ciudad, sino un fuerte a 150 kilómetros de Mazar-i Sharif, cerrado por 8.000 o 10.000 talibanes, y sobre todo 2.000 militantes de Al-Qaeda, combatientes islámicos árabes -saudíes, egipcios, yemeníes...-, paquistaníes, uzbecos o chechenos. Los hombres de Bin Laden eran poderosos, arrogantes, brutales. Para los afganos, siguen siendo hombres de otro lugar, con los que llegó la desgracia. Lo sabían y sólo soñaban con morir en Kunduz, último Stalingrado antes del paraíso de los mártires. ¿De forma pacífica dijo Dostum?. Entonces, había que negociar. Aquí todos se conocen, vencedores y vencidos, verdugos y víctimas. Shamsulhaqk tiene un tío, Amir Jan, comandante pastún, ex talibán, unido por convicción -caso raro- a la Alianza del Norte. Se puso en contacto, en Kunduz, con el jefe del Estado Mayor talibán, el clérigo Fazil. Unos días después, en Qala-i-Janghi, que aún era una hermosa ciudadela, se celebró una reunión entre el mulá Fazil, Dostum y los jefes de los dos principales movimientos de oposición, el general Ostad Atta Mohamed y Mohamed Mohaqiq. Negociando sobre la misma alfombra estaba también un hombre corpulento, alto y pálido, con la barba corta, el jefe de las fuerzas especiales estadounidenses en Mazar-i-Sharif. Dostum prometió: el clérigo Fazil y los jefes talibanes estarían autorizados a seguir hacia Herat, puerta hacia Irán, o Kandahar. En cuanto a los extranjeros de Al Qaeda, serían entregados a los estadounidenses. '¿Y si no aceptan?', aventuró el clérigo Fazil. En otro tiempo se tenía a Dostum el uzbeco por un carnicero capaz de saquear una ciudad o pasar a sus propios soldados indisciplinados bajo las ruedas de un tanque. '¿Al Qaeda? También a ellos se les dejará pasar...', concedió Dostum. Nadie aclaró que les detendrían y les desarmarían. Este contrato, hecho de promesas y medias verdades, dio pie a la masacre de Qala-i-Janghi.

Mazar-i-Sharif cayó el 9 de noviembre, Kabul se entregó sin resistencia el 13 de noviembre y Kunduz la rebelde terminó por sucumbir. El 24 de noviembre, el clérigo Fazil, enloquecido, llamó a Amir Jan: 'Un millar de extranjeros armados han tomado el camino a Mazar-i-Sharif. Sin informarme. He atrapado a unos cientos. Me quedan 600, que parecen marchar directos hacia usted'. Volaban. Ya estaban a las puertas del desierto de Mazar-i-Sharif, armados hasta los dientes, duros, hostiles, vencidos, pero indemnes y ávidos de revancha. Eran dinamita.

Los extranjeros sólo aceptaban entregarse a Amir Jan, ex talibán, pastún y hombre de honor. Un comandante de Al Qaeda amenazó: '¡No quiero verle la cara a ningún estadounidense!'. 'Hay que desarmarlos completamente', previno Amir Jan. Los soldados uzbecos de Dostum empezaron a registrar los cuerpos. Éste escondía una pistola en los riñones y una tarjeta de crédito en el cinturón; aquél una granada en los calzoncillos y una tarjeta de oficial superior paquistaní, y siempre, hermosos fajos de dólares... ¡Todo ese dinero! Los soldados uzbecos, con los ojos desorbitados, refunfuñaban al entregarlo a sus superiores. Todavía quedaba por registrar el equivalente a dos camiones, caía la noche en pleno Ramadán y el oficial responsable tenía una horrible gripe. Se fue. Acabarían el registro más tarde, en un lugar seguro, para repartirse el dinero entre los soldados. Cuando explotó la primera granada comprendieron, demasiado tarde, el terrible error.

¿Dónde llevar a los detenidos? El general Dostum había previsto que al aeropuerto de Mazar-i-Sharif. Los estadounidenses lo rechazaron: 'Necesitamos un aeródromo seguro'. Quedaba Qala-i-Janghi, ideado para repeler a los caballeros tártaros o acoger establos, no prisioneros fanáticos. Un nuevo error. Nada más llegar, el jefe de seguridad, Nader Alí, y un comandante hazara, Sayed Asedulá Masrur, comenzaron el registro. Un detenido quitó la anilla a su granada... Tres muertos. Los extranjeros estaban todos encerrados en un sótano del patio sur. Por la noche, varios combatientes saltaron por los aires con sus granadas. Entre estos combatientes decididos al sacrificio había un converso, Abdul Hamid, de 20 años, rudo y con ojos febriles. Su verdadero nombre es John Philip Walker, nacido en Maryland, criado en California, cerca de San Francisco, en una familia blanca, católica, sin complicaciones. El domingo, 'de buena mañana, los hombres de la Alianza del Norte nos hicieron salir, uno a uno, atándonos las manos y golpeando a algunos', contó John. 'Algunos combatientes lloraban, creían que nos iban a matar. Yo vi a dos estadounidenses allí, filmaban y hacían fotos'. Esos dos estadounidenses eran miembros de la CIA. El primero, Dave, un coloso barbudo, hablaba uzbeco, farsi y ruso, pero tenía un corte de pelo típicamente americano y llevaba una 9 milímetros en el muslo. El segundo, Mike Spann -John Michael Spann-, de 32 años, bigote negro y vaqueros, volvía sus hombros musculosos: llevaba a la espalda un AK-47. Un vídeo muestra el interrogatorio del talibán John Walker, sucio, de rodillas en el patio, los codos atados a la espalda. Los hombres de la CIA no sabían que estaban interrogando... a otro estadounidense.

Eran las 11 de la mañana. A 300 metros de ahí, Simon Brooks, miembro del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), tenía una cita con el general Fawzi, comandante de la ciudadela, para hablar sobre la suerte de los prisioneros. La guerra en Afganistán se clasificó como 'conflicto interno con participación extranjera' y un párrafo de la Convención de Ginebra precisa las condiciones de la detención. La reunión comenzó a las 11.25: 'De pronto, oímos disparos de armas automáticas', cuenta Brooks. En el patio sur, la insurrección estalló ante los ojos de un oficial, Mohamed Daud. En menos de un minuto. Y en tres tiempos.

Primero, dos talibanes surgidos del subterráneo de la casa rosa con granadas de mano las arrojaron sobre los dos centinelas gritando: '¡Alá u akbar!', y se adueñaron de las armas de los soldados heridos. Después, Mike Spann quiso abrir fuego con su AK-47. Pero un talibán herido sentado en el suelo se abalanzó sobre él y le inmovilizó hasta que otro talibán abatió a Mike a quemarropa. Al final, Dave, que desenfundó su 9 milímetros, vació su cargador, mató a dos talibanes, luchó con las manos desnudas y consiguió correr hasta el patio norte. 'Todo lo que nos rodeaba era confusión, derrota. Los prisioneros talibanes se adueñaban de las armas de los guardianes, que huían', dice un testigo.

Al otro lado de la ciudadela, Simon Brooks, del CICR, encontró refugio bajo el techo de la torre norte. Un equipo de la televisión alemana llegó hasta él y vio llegar a Dave, el hombre de la CIA, agotado y lívido: 'Me dijo que la situación era muy mala, que los prisioneros habían cogido una veintena de armas y que había que irse de allí'. ¿Cómo? ¿Saltando desde lo alto de unas murallas de 20 metros? Imposible. Por otra parte, los combatientes les pusieron sobre aviso: 'Minas... ¡Atención a las minas!'. Atrapados. Simon Brooks se acercó a Dave, de rodillas; sus labios salmodian una oración: el superviviente de la CIA daba gracias a su Dios. Después utilizó el teléfono vía satélite del equipo de televisión alemán para hacer una llamada de socorro: '¡Deprisa! Hemos perdido el control de la situación'. En el patio sur, los talibanes eran los amos del lugar. Al alcance de la mano tenían un gran caserón, lleno hasta el techo de morteros, granadas, Kaláshnikovs... con los que tomar Mazar-i-Sharif. ¡La armería de la ciudadela! Ellos la conocían bien, pues habían dirigido el lugar hasta su derrota.

A las 13.30, los combates causaban estragos. Los talibanes intentaron alcanzar la puerta principal, los hombres de Fawzi, aumentados por los refuerzos, disparaban a todo lo que se movía desde lo alto y un Land Rover blanco cargado con SAS británicos, con vaqueros, jersey y sombrero afgano en la cabeza, llegó al pie de la muralla: '¿Alguien habla inglés?'. Simon Brooks, que había conseguido dejar la torre norte por un sitio seguro, y un periodista de Time, Alex Perry, que estaban presentes, son testigos. '¿Qué ocurre?'. Las Fuerzas Especiales estadounidenses, con gafas de sol, gorra de béisbol y M-4 cortos automáticos, llegaron poco después en una pequeña furgoneta. Conferencia táctica entre expertos y jefes de la Alianza del Norte. 'Quiero un teléfono vía satélite y municiones dirigidas', dijo el comandante estadounidense por radio. 'Dígales que hay seis o siete edificios en fila en la parte sureste. Si pueden atacar ahí, podrían matar a un buen puñado de esos hijos de puta'. Un hombre de las fuerzas especiales consiguió hablar con Dave por radio: 'Mierda, mierda y mierda. OK... Aguanta, colega. Vamos a ir a buscarte'.

A las 15.00, el equipo del CICR oyó acercarse los aviones. Un misil apareció en el cielo, un enorme ruido de aire desgarrado, un violento resplandor sobre un edificio. Todo el mundo se echó al suelo. A las 16.05, la onda expansiva cortó la respiración a los espectadores, la metralla silbaba por encima de las cabezas y los soldados de la Alianza del Norte aplaudían; el objetivo había sido destruido. A los tres minutos, un nuevo resplandor: otros seis misiles dieron en el patio sur. Desde las las murallas, los soldados uzbecos vaciaban sus cargadores.

En la mañana del lunes, la réplica de los talibanes seguía siendo increíblemente intensa. Hacia las 10.00, los estadounidenses decidieron dar un golpe decisivo. Se instaló un cuartel general en la cima de la torre noreste, donde estaban reunidos el general Fawzi, miembros de las fuerzas especiales estadounidenses y las SAS británicas. Desde lo alto de esta torre, un tanque de 30 toneladas machacaba metódicamente el patio sur. '¡Pam! Uno más. De lleno en la nariz', comprobaba el artillero uzbeco. Ahora había que destruir, por medio de la aviación, la armería talibán. Esa bomba iba ser diez veces más potente que las demás. En el exterior de las murallas, una unidad de la 10ª División Montada observaba. La radio del piloto del bombardero advirtió a la gente de la torre noreste: '¡Atención! Están demasiado cerca del objetivo. A sólo 100 metros'. Respuesta: 'Tenemos que estar ahí para iluminar el blanco con el láser'. Silencio. El piloto: 'Vamos a lanzar'.

Un cámara francés, Damien Degueldre, filmó la escena. Una terrible explosión golpeó la ciudadela... ¡en el sitio equivocado! En el exterior de las murallas, un superior afgano gritaba: 'Oh, no. ¡Ahí no! Es un error. ¡Han atacado su propia posición! ¿Dónde está su comandante? Pare el bombardeo... ¡Pare todo!'. Un momento antes, el general Fawzi estaba sentado en un puesto de la torre con su transmisor-receptor en la mano. 'Se me ha caído la pared encima'. Se palpa los costados, todavía doloridos: 'Hoy no entiendo nada. Me duele la cabeza. Mi transmisor-receptor se ha volatilizado. Pero vivo. Es un milagro'. Otros tuvieron menos suerte: unos 30 soldados muertos y unos 50 heridos, cinco estadounidenses gravemente heridos y varios SAS británicos a los que se llevaron. Los supervivientes salían renqueando, tosiendo y escupiendo polvo. La torre de 20 metros era sólo un agujero. Y el carro de 30 toneladas dio la vuelta y salió proyectado por encima de los cascotes. Otro trágico error. Se decidió poner fin a los bombardeos. Por la noche, un avión AC-130 sembró la muerte haciendo rondas regulares por encima del patio. Cuando el arsenal explotó hubo un inmenso fuego de artificio que iluminó el campo hasta Mazar-i-Sharif.

El martes, un tanque de la Alianza del Norte limpió hasta el más mínimo escondrijo con el cañón. El miércoles, el patio sur estaba cubierto de cuerpos de talibanes, transformados por las bombas en paquetes de ropa sucia. En cuatro días el CICR reunió 273 cadáveres imposibles de identificar. Se envió a cinco obreros a limpiar la escalera subterránea. Uno de ellos no volvió, otros dos salieron ensangrentados, heridos de bala, y los últimos gritaban que había... más talibanes en los subterráneos. ¡Y llevaban cinco días luchando! Las fuerzas especiales aconsejaron inundar la escalera de carburante y prenderle fuego. Acabaron inundando el subsuelo desviando el agua helada de un riachuelo. Abajo, los talibanes heridos que no podían levantarse murieron ahogados. Durante toda una noche, el agua helada paralizó las piernas y los cuerpos doloridos, agotados, hambrientos.

La mañana del sábado 1 de diciembre, tras una semana de combates, los supervivientes se rindieron. Se vio surgir de la sombra del subterráneo a 86 muertos vivientes. Rudos, apestosos, terriblemente delgados, llevando a un herido, caminaban cojeando, desangrándose, gimiendo de dolor.

Cuando estalló el motín, los soldados de la Alianza del Norte detuvieron todos los transportes que se dirigían a la ciudadela de Qala-i-Janghi. Y en la carretera que lleva a Mazar-i-Sharif, unos testigos descubrieron contenedores olvidados bajo el sol y llenos de cientos de prisioneros muertos de sed y de asfixia. Algunos contenedores aún tenían huellas de ráfagas de balas, pequeños agujeros para el aire que sus guardianes habían consentido hacer en la tela justo antes de abandonarlos en el desierto afgano.

© Le Nouvel Observateur


Tomado de www.elpais.es


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