26 de agosto del 2002
Roberto Viciano Pastor y Rubén Martínez Dalmau
Rebelión
Uno de los grandes problemas que afronta el constitucionalismo contemporáneo es la defensa de la Constitución. La transformación, tan importante en nuestro ámbito sociopolítico, que tuvo lugar en pleno siglo veinte entre el constitucionalismo nominal donde la Constitución no traducía otra cosa que un mero desideratum de principios y voluntades- y el normativo aquel que entendía la Norma Fundamental como ley y, por lo tanto, debía efectiva y completamente aplicarse como tal- fue sin duda uno de los grandes pasos de la humanidad en su búsqueda hacia formas democráticas de legitimidad del poder.
No obstante, la creación del Estado constitucional pasaba por conceder algún tipo de solución a la gran pregunta que se han formulado una y otra vez los constitucionalistas: cómo garantizar la efectividad de la Constitución, en particular respecto a la adecuación del resto del ordenamiento jurídico a sus preceptos. En el mundo anglosajón se optó así había tenido lugar tradicionalmente- por lo que se denominó control difuso de la constitucionalidad, donde la decisión sobre la adecuación de las normas no constitucionales a la Constitución queda en manos de los jueces ordinarios, que van de esta manera tejiendo el significado de la madeja constitucional.
Los sistemas europeos, a diferencia de lo anterior, optaron por un sistema de control concentrado de la constitucionalidad. El debate entre Schmitt, a favor de dejar en manos del Ejecutivo la interpretación de la Constitución, y Kelsen, que propugnó la creación de un Tribunal ad hoc para llevar a cabo esta función, concluyó en la victoria de los postulados kelsenianos, que por otra parte encajaban bien en la estructura de jerarquía normativa, con la Norma Fundamental en su cima, sobre la que este autor había asentado gran parte de su teoría jurídica. Algunas cuestiones que planteaba la creación de dicho Tribunal constitucional fueron resolviéndose durante su concreción en los textos constitucionales, como su legitimidad democrática de origen, su funcionamiento o la naturaleza de su función.
Respecto a esta última cuestión, pocos dudan actualmente de la naturaleza mixta, jurídica y política, de la labor del máximo Tribunal. Esto, en sí, cabe reconocerlo, no es ni bueno ni malo, sino necesario, por la sencilla razón de que, con algunas particularidades que no afectan al fondo del asunto, no hay elementos normativos por encima de la Constitución que abran paso en la espesura de la interpretación constitucional. En general, el Tribunal aplica principios de interpretación que por su generalidad pueden decir más bien poco al respecto. Por ello, el constitucionalismo progresista defiende la necesidad de textos constitucionales de la extensión necesaria para que la voluntad del pueblo quede fielmente reflejada en la Norma Fundamental que se dota, haciendo uso de su soberanía. De esta manera, se restringe el campo de interpretación constitucional, lo que se traduce en una aplicación más estricta de la voluntad popular. Pero, en última instancia, debe haber un Tribunal constitucional; aceptar esto es aceptar, huyendo de posiciones positivistas extremas, que el Derecho nunca será perfecto, y que siempre será necesaria cierta interpretación de la norma, muy en particular de la norma constitucional.
Teniendo esto en cuenta, cabe resaltar que el Derecho constitucional no ha dado respuestas satisfactorias a la necesidad de control del máximo Tribunal. Éste, como todos los órganos detentadores de poder público, necesita de la instauración constitucional de ciertos mecanismos de control democrático. Respecto a los defensores de la Constitución la pregunta es, una vez más, cómo se ejerce este control, esto es, quién vigila al vigilante.
El caso venezolano está apareciendo a los ojos de todo el mundo como el paradigma de esta problemática cuestión. Repasemos los sucesos brevemente: el 11 de abril pasado, un grupo de oficiales detuvieron ilegalmente al Presidente Chávez, legítima y democráticamente elegido por el pueblo venezolano, en el palacio de Miraflores y lo mantuvieron incomunicado ("lo metimos preso", declararon) durante dos días. Hicieron pública una supuesta renuncia del Presidente y cedieron el poder a un grupo de civiles, encabezados por el presidente de la patronal. El golpe palaciego, de manual, no salió bien a los insurrectos y, por la presión del pueblo y la reacción de algunos sectores militares, el Presidente Chávez recuperó el poder ilegítimamente arrebatado durante dos días.
A cualquier observador externo debe extrañarle que, según el Tribunal Supremo de Justicia, a los militares alzados no se les puede encausar porque no se les puede penar, propiamente, por rebelión militar. El Alto Tribunal Venezolano, en la que será una de las determinaciones más problemáticas de su historia, ha decidido que no existe pena para los insurrectos en la ley venezolana, la misma ley que sirvió para encausar y encarcelar a los golpistas del 4 de febrero de 1992, entre ellos el propio Chávez. Además, defienden la tesis del vacío de poder, producida por una supuesta huida del Jefe de Estado y que suplieron pacíficamente algunos civiles y militares. Sin tener en cuenta las medidas que establece la Constitución para los casos de falta del Presidente, ni las condiciones de su secuestro, ni la falta de legitimidad de ninguna clase del breve gobierno de Carmona. Con el agravante, como denunció Julio Borges, dirigente y diputado del partido Primero Justicia - popularmente conocido como Primero golpista por su participación en el golpe de Estado-, opositor al chavismo en la Asamblea Nacional, que la teoría del vacío de poder obliga a concluir que Hugo Chávez abandonó descuidadamente sus responsabilidades en la jefatura de la Presidencia y, por lo tanto, debe ser enjuiciado por ello.
Tal aberración jurídica es la que mantiene el Tribunal Supremo de Justicia venezolano. Venezuela es hoy el único país del mundo donde una institución se plantea si hubo o no golpe de Estado el 11 de abril, puesto que hasta Estados Unidos lo ha reconocido de forma expresa, no renovando el visado del golpista Carmona para permanecer en ese país. La determinación del Tribunal excusa el razonamiento lógico-jurídico cuando, por ejemplo, entra a valorar las pruebas y se pronuncia sobre el fondo del asunto cuando no se estaba propiamente delante de un juicio, sino de un antejuicio de mérito, donde únicamente debía determinarse si cabía o no lo posibilidad de que el asunto pasara a manos de un juez. En este caso, el Tribunal no está actuando como un órgano político, en el más noble de los sentidos, sino de forma parcializada y a favor de intereses particulares. Los argumentos jurídicos no importan a la Sala Plena del Tribunal, dominado por jueces adversos al Presidente de la República. Desafiando a la decisión democrática del pueblo, parece dispuesto a acabar con el régimen que soberanamente se ha establecido en Venezuela. El primero de los pasos es declarando, contra toda lógica, que el 11 de abril no hubo golpe de Estado.
La Constitución venezolana de 1999, tan denostada por los que no la conocen bien, refleja con dificultad esa relación entre ser y deber ser que Heller denominó normalidad y normatividad constitucional, principalmente a causa del entorno nada favorable en que sus disposiciones deben concretarse. Pero la relación entre ser y deber ser mucho menos está presente en la decisión del Tribunal Supremo de Justicia venezolano; su decisión, a pesar de las parcializada aplicación del Derecho, es legal, pero desde luego no legítima. Con todo, digan lo que digan los elementos contrarios a la decisión democrática venezolana, el pueblo dictaminó desde el mismo momento en que colocó de nuevo al Presidente Chávez en el poder: sí hubo golpe de Estado, y la historia juzgará a los culpables.
Tomado de Rebelión