17 de marzo

22 de Abril de 2002

La historia del golpe de Estado y la retoma del poder

"Soy un Presidente prisionero"

Luis Cañón y Alexander Montilla
Diario Panorama

Rodríguez Chacín y Rangel le dicen a Chávez: tenemos nuestra vida para ofrecerle. Vete por favor, vieja, que las cosas se complican, le pide el Presidente a su mamá.

Es la una y treinta minutos de la madrugada del viernes 12 de abril. Venezuela está despierta. Con sus ojos asombrados mira a través de la televisión hacia el Palacio de Miraflores, donde se decide a esa hora la suerte de la Nación. Adentro, el presidente Hugo Chávez Frías comprende que sus opositores lo han puesto contra las cuerdas.

Una cascada de anuncios de altos oficiales de la Fuerza Armada Nacional, señalando que retiran su respaldo al Mandatario, apuntillada por el peso del general Efraín Vásquez Velasco, comandante del Ejército, le da el batazo final a la difícil situación del Jefe del Estado. Son en total 58 generales, de las cuatro fuerzas quienes se declaran en rebelión.

Sólo hay dos alternativas. La primera pasar de la batalla mediática, controlada a esa hora por los oficiales alzados, quienes lanzan sus proclamas a través de la televisión, a un choque real, enfrentándolos con las fuerzas leales. La otra posibilidad es la de iniciar una negociación con los rebeldes.

Chávez cuenta, de momento, con los dos mil hombres de la Guardia de Honor y la Casa Militar, armados de fusiles livianos FAL 762 y subametralladoras UZI, junto a seis tanquetas que protegen las afueras de Miraflores, donde las hojas húmedas de los chaguaramos se mueven inquietas.

El Presidente viste uniforme camuflado, boina roja de paracaidista y lleva una pistola. Su traje es una señal de combate, ya acordada, para la Brigada 42 de Palo Negro en Maracay. Sus compañeros de armas quedan advertidos de la obligación de rescatar a su jefe. Al mando de esa guarnición está el general Raúl Baduel, su amigo y compañero de viaje. Hay más respaldos posibles: el del general de división, Julio García Montoya. "Presidente, estamos aquí para vivir o morir, dígame en que momento lo hacemos", le ha dicho el alto oficial en medio de la tormenta. Así mismo le han confirmado su apoyo comandantes de batallones de tanques de caballería y de infantería, de Caracas, Zulia y otras regiones.

Pero el Jefe del Estado comprende que, pese al arsenal y el número de hombres con que cuenta, la FAN está dividida. Lanzarse a ese combate significaría partir en dos al país. Incendiarlo, como quien rasga una tela con una tijera y luego le prende fuego. Lo que se puede desencadenar es un conflicto de impredecibles consecuencias.

Es la hora de agachar la cabeza, de evitar un baño de sangre.

Su guardia pretoriana lo acompaña en el palacio de arquitectura barroca. Chávez ha estado rodeado desde tempranas horas, entre otros, por José Vicente Rangel, Adina Bastidas, Ramón Rodríguez Chacín, Aristóbulo Istúriz. Hay más gente del gobierno, rondando por los corredores del Palacio. Hasta allí han llegado también sus padres: Hugo de los Reyes, maestro y antiguo copeyano y Elena, mestiza como su heredero.

-Vieja, por favor vete, que las cosas se están complicando, le dice el Presidente.

-No hijo, yo muero contigo, le responde doña Elena.

Desde la noche del jueves se discuten alternativas en el gobierno. Rangel, en medio del debate, plantea la posibilidad de atrincherarse en la base militar de Maracay, donde el Gobierno cuenta con la lealtad del general Baduel y sus hombres. Descartan ese movimiento: sería abandonar Miraflores, el símbolo del poder.

Se decide buscar comunicación con los oficiales rebeldes. El general Lucas Rincón, jefe de la FAN, quien ha estado junto con Chávez, marcha a Fuerte Tiuna a meter la mano en la candela.

-Ni usted ni yo sabemos, Presidente, qué está pasando allá.

-Vaya y me llama, le responde Chávez.

-Ya estoy aquí, en una oficina aparte. Están en el salón de sesiones debatiendo, hay mucha discusión. Están llegando civiles, le dice Lucas Rincón a Chávez en una comunicación telefónica.

Pronto los oficiales alzados descubren sus cartas: le envían al Presidente por fax su carta de renuncia, para que la firme.

"Yo les respondo con una serie de condiciones. Incluso hablo de lo que dice la Constitución. Nosotros lo hemos estado evaluando. Hemos analizado la renuncia, el abandono o la revocatoria popular del mandato, que contempla la Constitución", recordará después Chávez. Otra de las condiciones es que le garanticen la salida del país, junto a sus familiares.

El Mandatario llama a William Lara, presidente de la Asamblea Nacional. Intenta abrirle campo a una salida constitucional. El parlamentario llega a Palacio.

-William, a mí me gusta la idea del abandono del cargo por presión, en lugar de la renuncia porque tiene que ser ratificado por la Asamblea Nacional, le dice Chávez al jefe del parlamento.

Yo estoy dispuesto a irme, pero sin romper el hilo constitucional, insiste Chávez. Se trata de ganar tiempo. Sabe bien que sus fuerzas están dispersas, necesita tomar un respiro.

-Presidente, le dice Lucas Rincón en una nueva llamada, ¿cuál es su respuesta?. Acá están esperando su renuncia.

-Yo acepto abandonar el cargo, pero si se cumplen las condiciones que estoy exigiendo. Primero el respeto a los derechos humanos y la integridad de los que me acompañan en el Gobierno y de los oficiales que me apoyan, igual las mismas garantías para mí. Segundo, que se respete la Constitución que el pueblo se ha dado. Estoy dispuesto a abandonar el cargo ante la contundencia de los hechos, para evitar sucesos más graves y sangrientos. De nuevo plantea su posible salida del país.

-Bueno Presidente, si usted abandona el cargo, el alto mando también está dispuesto a renunciar, le responde Lucas.

Chávez se despide de sus ministros, uno a uno con un abrazo. Es un momento muy emotivo. Hay palabras de lealtad. "Nuestra vida es lo que tenemos para ofrecer", le han dicho Rangel y Rodríguez Chacín. "No hermanos, vayan, evitemos un desastre". Los ministros salen de Palacio por una puerta trasera. La Policía Metropolitana ya tiene rodeada la casa presidencial.

No hay nada qué hacer, la situación nos es adversa, les dice Chávez a sus amigos.

-Estamos dispuestos a morir aquí, Comandante, no se vaya, le han dicho jefes y soldados de su Guardia de Honor.

-No hijos, las armas apuntando al piso. No vamos a disparar, responde él.

Hay lágrimas, cánticos y abrazos.

El primer lugar a donde es conducido el Presidente es a la oficina del Cufan, en el propio palacio de Miraflores. Allí el general Manuel Antonio Rosendo, el tercera base de los juegos de béisbol en los años jóvenes de la Academia Militar y el menudo general Eliézer Hurtado Soucre, intentan convencer a Chávez de que renuncie, él se muestra dispuesto a hacerlo siempre y cuando le garanticen su salida del país, junto con sus familiares, lo mismo que el respeto a todo su gabinete y militares afectos y un retiro constitucional. Al final entrega su pistola a Hurtado y acepta ir a Fuerte Tiuna, cuando Vásquez Velasco se comunica con Hurtado y le avisa que está dispuesto a lanzar una ofensiva con tanques sobre Miraflores.

Chávez llama a monseñor Baltazar Porras, le explica su situación de prisionero y le pide que lo acompañe como garante de su vida. "Temo que se presente un baño de sangre, que no se respete la vida de mis ministros", le dice.

Un rato después, el país ve en la televisión a Lucas Rincón, quien asegura que el Presidente ha renunciado y pone su propio cargo a disposición del nuevo Gobierno. Son las tres y 25 minutos de la mañana. El país se estremece.

Chávez se dirige, en calidad de detenido a bordo de un automóvil blindado. Va en el puesto de atrás. A lado y lado están los generales Manuel Antonio Rosendo y Eliézer Hurtado Soucre. En el asiento delantero, junto al conductor, viaja el mayor Chourio, su más leal escolta. De aspecto de boxeador peso pesado, él lleva una ametralladora. Van a Fuerte Tiuna. Más atrás marcha el jefe de la Casa Militar, José Aquiles Vietry.

En el recorrido de quince minutos avanzan por la ciudad solitaria y asustada. La caravana que transporta al Jefe del Estado detenido toma la avenida Baralt, la misma a donde doce horas atrás se acercaron algunos de los integrantes de la gigantesca manifestación, convocada por Fedecámaras y la CTV, para protestar en contra del Presidente y pedir en coro su renuncia. Ahora reina el silencio en ese escenario donde en la tarde se escuchó el fuego de francotiradores contra la multitud indefensa.

Los disparos asesinos, que comprometen a seguidores del Gobierno y, tal vez, a algún sector de los opositores, que se valieron de hombres armados, cegaron la vida de varias personas y fueron el detonante que aceleró la crisis. Una crisis estimulada por los adversarios de Chávez, que no aguantaron su paquete de leyes habilitantes que toca demasiados intereses, su tono de desafío permanente a sus contradictores, su acercamiento a Cuba, su relación estratégica con los árabes, sus críticas al modelo neoliberal y su atrevida franqueza para cuestionar a Estados Unidos. La comisión de la verdad, que reclaman distintas fuerzas sociales, deberá decir que pasó, quiénes son los responsables de las muertes ocurridas en Caracas. El propio Chávez a su regreso del periplo de 47 horas por cuarteles y guarniciones militares, prometió que no habrá impunidad.

El grupo de adversarios lo integran, entre otros, empresarios caraqueños, asociados a Fedecámaras, los dueños de los medios de comunicación de la capital que cerraron filas en contra del Mandatario, el Gobierno de Estados Unidos que sabía de lo que podía ocurrir, los dirigentes de la CTV, cuya elección fue desconocida por el Gobierno, y sectores militares adversos a Chávez. Junto a ellos, una masa importante de clase alta y media, molesta con el estilo presidencial, que aprendió a expresarse a punta de cacerolazos y decidió rodear a los gerentes de Pdvsa, despedidos -está raspao- en una equivocada jornada de Aló Presidente, tal como terminó por reconocerlo el Jefe del Estado al volver de su forzada ausencia.

Hubo más de una reunión de los opositores, en las que no participó la embajada de EE UU., aunque se mantenía al tanto de lo que ocurría. A esos convites asistían Pedro Carmona, de Fedecámaras, su tutor Isaac Pérez Recao, de 32 años de edad, protagonista de primera línea en esta historia y heredero, junto a su hermano, de Venoco, un poderoso complejo petroquímico. También participan Daniel Romero, el antiguo secretario privado de Carlos Andrés Pérez, quien desde Miami sostenía comunicación permanente con Carmona, con Romero y algunas veces con Ortega. Junto a ellos personajes nacionales como Rafael Poleo, Alberto Paúl y otros que, como Pérez Recao, hacían de enlaces entre los oficiales dispuestos a cuestionar la autoridad de Chávez y el grupo de adversarios del Presidente.

Allí se planeó la seguidilla de declaraciones militares en contra de Chávez, el paro y la huelga general, idea que en principio no cuenta con el apoyo de Ortega. La oposición creía que podía forzar la renuncia del Presidente, amparados en el artículo 350 de la Constitución, que habla de la posibilidad que tiene "el pueblo de desconocer cualquier régimen o autoridad que contraríe los valores, principios y garantías democráticas". Pero su aventura termina mal.

Regresemos a donde está Chávez, quien es conducido en la madrugada del viernes a Fuerte Tiuna, en un evidente atropello. De inmediato lo trasladan al edificio de la Comandancia del Ejército. Ingresan por el sótano y lo llevan al quinto piso donde funciona la Inspectoría del Ejército. Ahí está el general Enrique Medina Gómez, rodeado de varios agentes de inteligencia militar, otros oficiales y monseñor Porras.

-Monseñor, perdone las ofensas. Se trata de diferencias ideológicas, no de asuntos personales, le dice el Jefe del Estado.

Chávez mira por un ventanal hacia abajo. Ve el patio de Honor, por donde pasó detenido el cuatro de febrero de 1992, tras fracasar en el intento de derrocar a Carlos Andrés Pérez. Allí lo llevaron a despojarlo de su uniforme militar, antes de conducirlo a la prisión de San Carlos.

De nuevo le colocan sobre la mesa la carta de renuncia.

La principal condición de Chávez, junto a la exigencia de que no se rompa el hilo constitucional, es que le garanticen la salida del país, junto a su familia, según lo acordado con Rosendo y Hurtado. Pero sus interlocutores no lo oyen y dicen que debe ser juzgado en el país.

-No firmo nada les dice Chávez. Ni siquiera mira el papel. "Soy un presidente prisionero", les advierte.

A esa hora, al país ya le han mentido a través de la televisión, mostrando un supuesto decreto mediante el cual Chávez anuncia la remoción de su gobierno y su propia renuncia.

Una triste y fugaz presidencia

Luis Cañón y Nora Martínez
Diario Panorama

Carlos Andrés Pérez pide que clausuren la Asamblea. También insiste en que Chávez debe ser juzgado. En Fuerte Tiuna, el Presidente prisionero pasa unas horas en la casa asignada a José Vicente Rangel.

El general José Aquiles Vietry inspecciona el cuarto, como si lo hiciera con una lupa. Revisa la cama, la mesa de noche y el armario.

-Todo está en orden, Presidente. No hay riesgos para su seguridad, le dice a Chávez. Ya se puede recostar.

La habitación, asignada al jefe de Inteligencia Militar, es ahora el lugar de reclusión del prisionero. Son las seis de la mañana del viernes 12 de abril, sopla el viento en Fuerte Tiuna, el gigantesco complejo militar levantado sobre una explanada a los pies de las Cumbres de Curumo, al oeste de Caracas. Chávez, quien se ha negado ya tres veces a firmar su carta de renuncia, no sabe que Pedro Carmona Estanga se ha declarado, entre las brumas de la madrugada, Presidente de una llamada Junta de Gobierno de Transición, que convocará a elecciones en un plazo no mayor de 365 días.

Carmona, rodeado de Vásquez Velasco y otros altos oficiales de los cuatro componentes de la Fuerza Armada, ha dicho dos horas atrás, desde el mismo Fuerte Tiuna donde está encerrado el Presidente, que va a hacer un gobierno de unidad nacional. Su posesión, anuncia él, se hará ese mismo día en Miraflores y allí se sabrá quiénes lo van a acompañar en la llamada Junta.

Muy cerca de él, sin aparecer en las pantallas, está Daniel Romero, el hombre de Carlos Andrés Pérez.

La noche anterior, la del jueves 11 de abril, Carmona se esfuma de un cónclave celebrado en las instalaciones de Venevisión. La oposición quiere aprovechar la presencia de Luis Miquilena, quien llega a formalizar en una intempestiva rueda de prensa su distanciamiento de Chávez a raíz "de la masacre ocurrida esta tarde en Caracas".

El sonido es deficiente, las preguntas de los periodistas y las respuestas del octogenario luchador político se interrumpen varias veces. Hay mucho movimiento en el edificio de la cadena televisiva en la Colina de La Salle, al noreste de Caracas. Por ahí andan Francisco Arias Cárdenas, William Dávila, Leopoldo Puchi, Carlos Tablante, Rafael Poleo, Ernesto Alvarenga, Ignacio Arcaya, Alejandro Armas, José Luis Farías. Recién acaba de salir Claudio Fermín. ¡Qué coños de madre!, dice, y se marcha sin aclarar a quiénes se refiere.

En Venevisión se habla de una futura transición, se barajan nombres y posibilidades. La presencia de Miquilena se considera fundamental, es un gancho para atraer a sectores moderados del chavismo. En la reciente historia del MVR cuando Chávez era apenas una posibilidad política, ambos trabajaron tomados de la mano. Parecían cumplir la parábola del viejo maestro y el avezado discípulo.

De la reunión en Venevisión no sale mucho humo blanco, mientras Carmona, el hombre fuerte de Fedecámaras, olvidándose de su principal aliado de los últimos días, Carlos Ortega, presidente de la CTV, y de otra gente, ya diseña en Fuerte Tiuna, junto con Vásquez Velasco, otros generales más y Daniel Romero, la que se va a convertir en la más triste y fugaz Presidencia de Venezuela.

Entre esas manos mal asesoradas se cocina el falso decreto, que el país conocerá cerca de las cinco de la mañana del viernes 12 de abril, certificando que Chávez ha removido a Diosdado Cabello, su vicepresidente; a todos sus ministros y, a la vez, ha renunciado a la Presidencia. Un suicidio imposible de creer que, sin embargo, hipnotiza a Venezuela durante unas horas. Ahí mismo empieza a hervir también la idea de juzgar al presidente Chávez como responsable de la muerte de algunos de los manifestantes de Chuao, que intentaron marchar hacia Miraflores. No se puede ir del país, dicen.

¿De quién fue la momentánea idea de juzgarlo y no abrirle las puertas para que saliera hacia el exterior? Tal vez de Carlos Andrés Pérez, enemigo histórico y declarado de Chávez. El ex Presidente, en medio del vértigo informativo de ese viernes, ha insistido una y otra vez, en entrevista con CNN, que Chávez debe ser juzgado por la masacre del día anterior en Caracas, que no pueden dejarlo ir. Se olvida sí, de su propia responsabilidad en el aciago Caracazo del 27 de febrero de 1989.

En Fuerte Tiuna el ambiente se calienta. Algunos soldados, tenientes y capitanes de los batallones Ayala y Caracas, leales al comandante Chávez, muestran su inconformismo. ¿Dónde está la carta de renuncia?, se preguntan. Esto es un engaño de los generales, reclama un teniente coronel.

Chávez descansa en la habitación del jefe de la Inteligencia Militar. Fuma uno y otro cigarro, come sólo galletas con mermelada, bebe varias tazas de café y toma agua. Luego duerme un rato.

En Caracas, en tanto, se inicia la persecución al desbancado gobierno. Las imágenes del ministro de Interior y Justicia, Ramón Rodríguez Chacín, y del parlamentario del MVR, Tarek William Saab, blancos de golpizas de ciudadanos del común, mientras son detenidos, reflejan un cuadro crítico. No se sabe cuáles son los cargos en su contra y, más bien, lo que se ve es una incipiente cacería de brujas del nuevo gobierno que aún no se instala y de cuyos lineamientos nada se conoce.

Un oficial leal le lleva a Chávez un televisor al cuarto donde se encuentra confinado. El Presidente lo prende y ve las imágenes de esa fiesta mediática que se desata tras su salida de Miraflores y que aún no para.

De pronto aparece el fiscal general de la República, Isaías Rodríguez, en la pantalla. "A ver qué dice Isaías, me pregunto, y me quedo viéndolo. Escucho a Isaías diciendo, yo quisiera ver la renuncia firmada por el Presidente, mientras no aparezca podemos decir que se encuentra secuestrado y que estamos ante un golpe de Estado. Ahí está un varón diciendo la verdad, me digo, mientras dos lágrimas me afloran a los ojos".

Llegan los guardias: Comandante tenemos que trasladarlo. Chávez recoge sus objetos personales: un cepillo de dientes, una crema dental y una franela. Lo llevan a pie hasta su nuevo sitio de reclusión, en el mismo Fuerte Tiuna: la casa asignada al Ministro de Defensa. Allí está más aislado del ruido de sables. Algunos soldados que se cruzan a su paso se ponen firmes para saludarlo. Bebe más café, no come nada y toma mucha agua.

De nuevo llega una comisión de generales, con la carta de renuncia.

-Que firme, por favor.

-Ya saben las condiciones, mientras no me respondan no firmo. No olviden que soy un Presidente prisionero.

En Caracas, Carmona tras descansar un rato recibe una llamada de Washington. Es Otto Reich, secretario de Estado asistente para asuntos del Hemisferio Occidental. Se trata de un cubano americano, cercano a los grupos anticastristas de Miami, ex embajador en Venezuela y hombre de los afectos de George Bush. Hablan de los planes más inmediatos, de la intención del departamento de Estado de anunciar el respaldo oficial de Estados Unidos al nuevo Gobierno, tan pronto la locomotora se ponga en marcha y coja ritmo.

Según Reich, Washington no está de acuerdo con la intención de disolver la Asamblea, que ya ronda en la cabeza mal aconsejada de Carmona.

Lo cierto es que el romance entre Carmona y sus amigos con los oficiales de la Casa Blanca y el departamento de Estado ya tiene varios capítulos escritos. Se han reunido más de una vez para compartir su mirada crítica frente a Hugo Chávez y la llamada revolución que él lidera. El gobierno de Bush desconfía del mandatario venezolano y ayuda a debilitarlo, evitando, claro está, comprometerse demasiado en público.

Todavía está fresca la herida abierta por el mandatario venezolano, cuando mostró imágenes de los niños muertos en Afganistán y dijo, no sin una inoportuna dosis de razón, que esa era otra forma de terrorismo. La embestida de los Jet Boeing 757 el pasado 11 de septiembre contra las Torres Gemelas, ha lastimado demasiado el orgullo americano y no están para oír críticas de nadie. El malestar estadounidense con Chávez se alimenta con otros ingredientes: su acercamiento a Fidel Castro, a quien durante cuarenta años han aislado, las denuncias colombianas, siempre desmentidas, sobre la supuesta alianza de su gobierno con la guerrilla, igual que las visitas a sus socios de la Opep en el mundo árabe. Washington desconfía del hombre que gobierna al primer proveedor de petróleo de Estados Unidos. Asunto, el del petróleo, demasiado importante, que siempre será puesto en la balanza al medir la relación del país más poderoso del mundo con la nación venezolana.

La Casa Blanca quiere tranquilidad en los patios del importante suministrador. Teme a las alteraciones, le asusta la idea de un Chávez radical, amigo de los enemigos de Estados Unidos: Castro, Hussein, Gadaffi. Por eso ayuda a empujar el carro loco en contra del Presidente, fiel a su tradición de país autorizado por una suerte de designio divino a meter baza en todas partes.

Carmona habla con Reich por teléfono, luego con Carlos Andrés Pérez: -Cambie toda la guardia de Palacio, le advierte el viejo zorro político de Acción Democrática. Se reúne en Caracas con el embajador estadounidense, Charles Shapiro, y luego regresa a Fuerte Tiuna a seguir conversando con el general Vásquez Velasco y otros comandantes.

Hacia el mediodía del viernes, Carmona empieza a olvidar su idea inicial de participar con otros socios en la Junta de Gobierno de Transición. Teodoro Petkoff y Alberto Federico Ravell, han sido invitados, horas antes, a formar parte de la misma. Ninguno de los dos acepta montarse en ese bus sin frenos.

Ante las decepciones ya mencionadas, se piensa en los nombres de Francisco Arias Cárdenas y Guaicaipuro Lameda, quienes se quedan iniciados. En definitiva la idea de un poder compartido, a través de la Junta, es sepultada. Carmona parece no darse cuenta de que lleva varias horas cavando su propia tumba política.

Entre tanto, algunos de los hombres del Presidente que han salido la noche anterior, de manera atropellada del Palacio de Miraflores, trabajan ya en un reagrupamiento de ideas y fuerzas. José Vicente Rangel, fiel a su propuesta inicial, se resguarda en la base militar de Maracay. Allí esperan órdenes los integrantes de la Brigada 42 de Paracaidistas y una flota de pilotos de los F16, los cazas más veloces de Occidente, armados de un cañón Vulcan y dotados en sus pilones externos de misiles convencionales para atacar aire-aire y aire-tierra. Son leales a Chávez. Hay comunicaciones con otras fuerzas afectas al Jefe del Estado.

El vicepresidente Diosdado Cabello se esconde al amanecer del viernes en la popular barriada de Catia, que nació décadas atrás arañando los cerros que bordean la autopista a Maiquetía. En algunos de esos ranchos, sobre cuyos techos flota un bosque de antenas de televisión, se encuentra el hombre constitucionalmente habilitado para reemplazar al Presidente prisionero. Por eso su seguridad es fundamental. Lo cuidan y protegen los círculos bolivarianos que él ayudó a crear. Diosdado ha sido alma y nervio de esos grupos, inspirados en los Comités de Defensa de la Revolución Cubana.

Hay varias comunicaciones vía celular entre José Vicente, Diosdado, Aristóbulo Istúriz, escondido en Caracas, y el general Baduel, atrincherado en Maracay. Es urgente, piensan ellos, hablar con el Presidente, trasmitirle un mensaje clave: debe hallar la forma de decirle al país y al mundo que no ha renunciado. Se debe dialogar también, y así lo hace Rangel, con el canciller Luis Alfonso Dávila, quien se encuentra en una especie de limbo, en medio de la Cumbre del Grupo de Río en San José de Costa Rica. Hay que mover a la comunidad internacional, contarle que las espadas y los fusiles se alzan contra la democracia.

Chávez permanece en Fuerte Tiuna.

El país empieza a salir del colapso que le causó el torbellino de sucesos de las últimas 24 horas, que desemboca en la renuncia del Presidente.

Venezuela intenta despertar y abrir los ojos mientras se pregunta: ¿Qué pasó en realidad? ¿Qué está pasando? ¿Hacía dónde vamos?

Entonces, al filo de la tarde, la nación asiste estupefacta a esa tragicomedia que significa la posesión de Carmona Estanga, en el salón Ayacucho, de donde han volado la imagen de El Libertador. Sienten pena inconsciente de que Él sea testigo de semejante aquelarre. Frente a sí mismo, Dios y siervo a la vez, el nuevo Presidente se autoposesiona. De la manga de Daniel Romero, el hombre de Carlos Andrés Pérez, brota un decreto de varios artículos, como cuando un mago saca palomas del fondo de su chistera.

Descabezan la Asamblea, tal como lo había pedido CAP públicamente y hay aplausos de obispos, políticos nostálgicos de la IV República, arribistas que buscan un cupo cualquiera, y empresarios que asisten al acto. Borran del nombre constitucional de la República, la palabra Bolivariana, acaban con los otros poderes públicos, facultan al nuevo Presidente para hacer tierra arrasada con alcaldes y gobernadores que no sean de su agrado y hay más aplausos. Isaac Pérez Recao participa como uno de los protagonistas de esta historia de la sinrazón, aunque ahora Carmona Estanga asegure que no lo conoce.

La autoría del controvertido decreto aún no se aclara. El abogado constitucionalista Allan Brewer Carías niega haber sido él: "Fui consultado como muchos otros juristas, pero mis recomendaciones no fueron tomadas en cuenta".

Ya se oyen, colados entre el ruido de los aplausos, voces de demócratas sorprendidos, quienes comprenden en toda su dimensión lo que acaba de ocurrir. El orden constitucional ha sido borrado de un hachazo. Así lo advierten Teodoro Petkoff y otras mentes lúcidas.

Venezuela asiste, a través de la televisión, a la ceremonia de la posesión de Carmona y sale de ese teatro del absurdo desencantada y frustrada.

Hugo Chávez, sin saber bien lo que sucede, de nuevo recoge la franela, el cepillo de dientes y la crema dental. Su presencia causa demasiado ruido en Fuerte Tiuna, hasta ahora el principal bastión de los rebeldes. Hay que sacarlo de allí. Las aspas del helicóptero que lo espera parecen oscuros girasoles en movimiento. Son las siete y treinta de la noche del viernes 12 de abril.

EE UU bendijo el golpe

Luis Cañón y Nora Martínez
Diario Panorama

Chávez comprende que debe dar a conocer que no ha renunciado. La canciller encargada de Colombia, Clemencia Forero, celebró el ascenso de Carmona. Más tarde se voltea la moneda. Hay que buscar a Diosdado Cabello, enconchado en Catia, para que restituya el orden.

Al caer la noche del viernes 12 de abril, mientras Hugo Chávez es trasladado en un helicóptero Augusta hacia el apostadero naval de Turiamo, sus hombres se mueven con tino en el complejo ajedrez político y militar donde se juega el inmediato futuro de Venezuela. Intentan, tras el revés sufrido por los golpistas en la posesión de Pedro Carmona, pasar al ataque.

Realizan varias jugadas simultáneas, como quien mueve sin darse cuenta peones y alfiles a la vez. Un grupo de parlamentarios, encabezado por Francisco Ameliach, se atrinchera literalmente en la sede de la Asamblea Nacional. Es un acto simbólico: la ocupación de uno de los recintos de la democracia clausurada. Diosdado Cabello desde Catia moviliza a los círculos bolivarianos hacia Fuerte Tiuna, para presionar al alto mando en rebelión. Rodrigo Cabezas saca gente a la calle en el Zulia, Didalco Bolívar, gobernador de Aragua, empuja a sus seguidores a rodear la base de los leales en Maracay y vitorearlos.

José Vicente Rangel ha logrado ya comunicarse con el Presidente, en una fugaz conversación telefónica, antes de su partida de Fuerte Tiuna.

-Hugo, le dice José Vicente, es necesario que encuentres el camino para negar tu renuncia. El país y el mundo lo deben oír de tu propia voz.

Chávez comprende la importancia de esa solicitud. No encuentra cómo hacerlo y decide entonces hablar con su hija María Gabriela:

-Mira mi vida, busca no sé qué periodista, quiero primero que sepas que no he renunciado. Dile a Venezuela y al mundo que no he renunciado ni voy a renunciar al poder que el pueblo me dio.

Sostiene, enseguida, una conversación parecida con su esposa Marisabel.

Ellas se movilizan de inmediato.

Dos muchachas, fiscales militares -cuenta Chávez-, van a visitarme antes de partir de Fuerte Tiuna. Me hacen una entrevista muy corta, presionadas por la presencia de un superior de ellas, comprometido en la conspiración.

-¿Cómo se siente?, me preguntan.

-Lo primero que deben escribir en su informe es que no he renunciado, les respondo.

"La muchacha escribe en su manuscrito, que estoy bien de salud, no más. Yo firmo, firman ellas también y el coronel que las vigila. Después una de ellas le saca una copia y agrega, debajo de su firma, chiquitico: Posdata: manifiesta no haber renunciado.

Ese papel empieza a circular por todas partes".

Aunque los hombres del Presidente aciertan en el flanco interno con los pasos que dan, afuera la situación es crítica. Estados Unidos se pronuncia y, de entrada, le da bendición a los golpistas.

El vocero de la Casa Blanca, Ari Fleischer, sale a la palestra la mañana del 12 de abril. "Hubo una manifestación pacífica -dice él-. La gente se reunió para expresar su derecho de pedir al gobierno venezolano una rectificación. Simpatizantes de Chávez dispararon contra esa gente y eso condujo rápidamente a una situación en la que él renunció. Yo no hablaría -agrega Fleischer- de interrupción consttitucional en Venezuela, sino de rectificación constitucional". A rey caído, rey puesto.

Con ese pronunciamiento Estados Unidos coloca su sello y su firma, sin decirlo de manera explícita, en favor del golpe. Después, sorprendido como todo el mundo con el inesperado regreso de Chávez, da marcha atrás. Dice, a través del embajador Charles Shapiro y de Otto Reich, secretario de Estado asistente para asuntos del Hemisferio Occidental, que se reunieron con varios generales, con Pedro Carmona, con otros opositores varias veces, pero no apoyaron el golpe, que no estuvieron de acuerdo con la disolución de la Asamblea, que respetan la democracia venezolana y que esperan un cambio de rumbo de Chávez.

La conocida doble moral de Estados Unidos escribe así una nueva página en el accidentado libro de la historia de sus relaciones con América Latina.

Con la marcha del día y el oportuno reclamo del fiscal Isaías Rodríguez, la situación se empieza a enderezar un poco. Los países de América Latina, convocados por el Grupo de Río, en San José, Costa Rica, en su primer tercio, lamentan lo sucedido, pero lo aceptan sin mayores exigencias. "Hay que dar los pasos para la realización de elecciones claras", dice una declaración leída por el presidente de Costa Rica, Miguel Rodríguez, en nombre de los 19 países que participan en la reunión. En Colombia también trastabillan. La canciller encargada, Clemencia Forero, celebra la ascensión al poder de Pedro Carmona, un integracionista, según dice, y después le toca recoger el guante. México, en primera instancia y fiel a su tradición, desconoce al nuevo gobierno. Argentina y Chile hacen otro tanto.

Volvamos a la noche del viernes, cuando el Presidente prisionero viaja hacia Turiamo, en el Augusta. Al llegar a la base naval, lo reciben unos soldados quienes celebran su presencia. "Me tratan de manera excelente. No hay dónde dormir, ellos no sabían que yo iba para allá, cuando llegamos buscan un colchón. No se den mala vida por mí muchachos, pónganme una sábana que soy un soldado como ustedes. Nos quedamos hablando un rato y tomamos mucho café.

-Mi comandante no se olvide de nosotros. No permita que ese tránsito entre nosotros, el mando de acá y los altos mandos se pierda. Por ahí se van quedando las verdades que a usted no le llegan.

-Mira, no sé qué irán a hacer conmigo. Pero si deciden degradarme a lo mejor les pido que me dejen de soldado raso aquí, en esta unidad, les responde Chávez.

Frente a Fuerte Tiuna, a esa misma hora, se agrupan más seguidores del Jefe de Estado, quienes reclaman su presencia y piden ver la carta de renuncia. Los rumores, con su maléfica fuerza, se riegan como pólvora. Está herido en una pierna, se fue para Cuba, lo tienen inyectado para que no pueda moverse.

Nada es cierto, Chávez camina por el malecón y reflexiona sobre su realidad política, su vida, su futuro. Por la noche mira las estrellas desde la bahía de Turiamo. Es una vista hermosa, cósmica. Como si fuera creada para llenar una parte de su ser y su carácter, a veces soñador y poético, sembrador de esperanzas que con frecuencia él mismo destruye. Entre sus muchos rostros, está el del hombre místico que jura bajo el Samán de Güere, invoca a Dios con frecuencia, solicita la bendición de la Iglesia en momentos de dificultades, después de castigar con el látigo de sus palabras a monseñores.

"Mi nieta, mi viejos, mis amigos, dónde estarán, protégelos Dios mío", pide Chávez y abraza el Cristo que le diera al salir de Palacio su maestro desde la academia militar, el general Jacinto Pérez Arcay.

-Hijo, llévate este Cristo, para que te acompañe, le había dicho el alto oficial.

El Presidente camina por la playa y piensa. "Tranquilo Hugo, tranquilo -se dice-. Ni ese pueblo ni esos muchachos militares se van a calar este atropello. Algo tiene que ocurrir. No puede ser que tanto esfuerzo se vaya a perder, este esfuerzo que dio nacimiento a esta Constitución y a la Quinta República no se puede perder así, de un plumazo, tan facilito.

El sábado, de madrugada, logra una breve comunicación con Diosdado.

-¿Cómo está tu seguridad?. Vente para acá, viejo, le dice Chávez, atrapado en sus nostalgias.

-No, estamos trabajando, le responde su Vicepresidente.

En la mañana corre un rato; trota al lado de un pelotón, aunque no logra mantener el paso de aquellos jóvenes soldados.

Regresa al cuarto asignado en la casa recreacional de Turiamo. Alista sus cosas porque lo van a trasladar de nuevo. Sabe que lo mueven para no darle tiempo de aprovechar la solidaridad que despierta en una parte de la tropa.

Otra vez rugen las aspas del helicóptero.

-Por todo lado andan diciendo que usted renunció, le reclama Juan Bautista Rodríguez, cabo segundo de la Guardia Nacional, encargado de su vigilancia. ¿Por qué lo hizo?

-No hijo, yo no he renunciado, ni voy a renunciar.

-Entonces usted sigue siendo mi Presidente.

Le dije -recuerda Juan Bautista-, que si quería dejar algo escrito, lo pusiera en el cesto de la basura y luego yo lo recogía. Creí que no iba a dejar nada.

Este muchacho, piensa Chávez, a lo mejor no puede regresar al cuarto o no encuentra el papel o no lo puede sacar de aquí. Turiamo es una unidad en la que no hay teléfono ni televisor. Pero escribo en un papel la carta y la meto en el fondo del pote de la basura.

Chávez coloca la fecha, el sitio y se dirige al pueblo (y a quién pueda interesar).

"Yo Hugo Chávez Frías, venezolano, presidente de la República Bolivariana de Venezuela, declaro: No he renunciado al poder legítimo que el pueblo me dio" y firma.

Juan Bautista se mueve rápido, esculca el pote y se marcha a Maracay, la base leal, donde está mi general Baduel, amigo sincero de Chávez, compañero de ruta, soñador del mismo proyecto político.

"Me reporté -cuenta Juan Bautista-, a mi superior inmediato, teniente coronel Fernando Viloria Gómez, quien me aconsejó hablar con el teniente coronel Argenis Ramón Martínez. Caminé hasta el batallón "Pedro Nicolás Briceño" y lo busqué.

Él me dio la certeza que le iba hacer llegar la carta a mi general Baduel y que se iba a repartir. La entregué a las 4: 45 de la tarde del sábado y la empezaron a distribuir por la noche".

Esa no es la única carta que juega en favor de Chávez.

Hacia las dos de la tarde, el país está prendido. En Caracas hay manifestaciones que reclaman el regreso de Chávez sano y salvo. Los círculos bolivarianos se mueven. Los habitantes de los cerros, olvidados de siempre por las bondades del progreso, descienden en tropel para iniciar los primeros saqueos en Antímano, Caricuao y La Vega. Es la hora de los desposeídos que asaltan comercios, los desocupan y luego les prenden fuego.

Las protestas, en favor del regreso de Chávez, crecen, se extienden por toda la geografía nacional. En Valencia, Maracaibo, Coro, Punto Fijo, y muchas otras capitales la gente se vuelca a la calle, mientras que en Caracas el Palacio de Miraflores está cercado por militantes de los círculos bolivarianos.

Hay mucha gente protestando. Chavistas y antichavistas se declaran burlados con el decreto del viernes y la posesión de Carmona Estanga. La moneda se voltea, los ganadores de la noche anterior están asustados con el peso de esas manifestaciones. La televisión guarda silencio, no muestra a ese país agitado que exige la vuelta del Presidente prisionero.

En Maracay opera a todo vapor el centro de operaciones militares para orientar la retoma del poder, gracias a la diligencia de José Vicente Rangel. Al frente está el general de división Julio García Montoya, quien cuenta con el decidido apoyo del también general Raúl Baduel, jefe de los batallones de paracaidistas. A ellos se suma un general más, Nelson Verde Graterol, con mando sobre la poderosa IV División de Infantería, con tropas de Ejército, Aviación y Guardia Nacional en los estados centrales.

Desde allí planean tres movimientos que resultan definitivos: el primero la retoma del Palacio, valiéndose de la Guardia de Honor y la Casa Militar. En efecto, esos regimientos leales a Chávez controlan al caer la tarde la Casa Presidencial. Divididos en tres grupos, unos se atrincheran en los techos de Miraflores para repeler cualquier ataque. Otros vigilan las entradas y un tercer grupo irrumpe en el Salón de Los Espejos, cuando apenas se inicia la ceremonia de posesión de los nuevos ministros para advertirles que un comando de aviones F-16, leal a Chávez, va atacar al Palacio. Sin alcanzar a asumir sus cargos, la mayoría de los nóveles ministros sale en estampida. Otros se refugian en los sótanos, con un grupo de periodistas, protegidos por las fuerzas chavistas.

La segunda jugada de García Montoya se realiza a través de una llamada a Fuerte Tiuna. En una especie de negociación con Vásquez Velasco le dice que para evitar el alzamiento de la base de Maracay y todos los batallones adscritos a la IV División, es necesario que Carmona restituya la Asamblea Nacional. Verde Graterol ratifica la advertencia hecha por García Montoya. Entonces es cuando Vásquez Velasco -molesto además porque su jerarquía ha sido desconocida con el nombramiento como ministro de la Defensa del vicealmirante Héctor Ramírez Pérez- conmina al Presidente de facto a restituir el poder al Congreso, como en efecto lo hace.

Realizado ese movimiento, un piquete de tenientes coroneles de los batallones Caracas y Ayala, en coordinación con la base de Maracay y el general García Montoya, sube al quinto piso y sorprende a los generales Vásquez Velasco, Medina Gómez, Damiani Bustillos y algunos vicealmirantes.

Llevan la Constitución en la mano y exigen que les muestren la renuncia de Chávez, que no existe. Enseguida sacan sus armas, inmovilizan a los generales y ordenan a sus tropas tomar los cinco primeros pisos del edificio de la comandancia del Ejército.

La tercera y definitiva carta la pone sobre la mesa José Vicente Rangel. Hay que ir por Diosdado Cabello, escondido en una concha de Catia y por William Lara, refugiado en Caracas, para llevarlos a Miraflores. Grupos élites del batallón Caracas, Policía Militar y la Guardia de Honor, se encargan de esa tarea. Los recogen y los llevan hasta un sótano donde se esconden durante un rato. Diosdado viste camisa a cuadros y un chaleco beige. Lara lleva el mismo traje gris y la corbata de la noche anterior, cuando estuvo en Miraflores. La posesión del Vicepresidente está lista, la Constitución está a punto de sobrevivir a una verdadera prueba de fuego.

"Que todos aprendamos de esta lección"

Luis Cañón y Alexander Montilla
Diario Panorama

El Cardenal le habla a Chávez de las cadenas y de las estocadas públicas que da a sus adversarios. Hay reflexiones en La Orchila mientras Caracas parece incendiarse. José Vicente Rangel, quien mantiene comunicación con el general Baduel, informa que el gobierno constitucional ha retornado al poder.

Las olas cabalgan inquietas hasta que encuentran reposo en las playas de La Orchila, una isla sentada en un promontorio de la cordillera del Caribe, cuyas raíces se entierran en las profundidades de mar. Cae la tarde del sábado trece de abril y el sol desaparece en el horizonte. El Presidente prisionero se encuentra ahí: es el último sitio de reclusión. Su estado de ánimo no es el mejor, por momentos se desmorona. Cree que ahora sí se va a marchar del país.

A ese mismo escenario paradisíaco, llega monseñor José Ignacio Velasco. Lo hace a bordo de un avión privado con matrícula estadounidense, propiedad de unos empresarios caraqueños, interesados en ayudar a redondear el golpe de Estado con la salida de Venezuela de Hugo Chávez Frías.

"A él lo invitaron a ir en comisión a La Orchila para verificar mi estado de salud, la situación de mis Derechos Humanos y para ser garante de algunas situaciones que se estaban planteando allí como que yo saliera del país, por ejemplo", recuerda Chávez. El saludo es muy cálido, el Presidente y monseñor se confunden en un largo abrazo.

Chávez y Velasco caminan por la playa y conversan un rato. El pastor religioso, que la tarde anterior avaló el golpe de Estado con su presencia en el acto de lectura del decreto que arrasaba con las instituciones, le subraya al Presidente, en buen tono, algunos de los errores cometidos en su ejercicio del poder.

Hablan de las cadenas, de Aló Presidente, de las estocadas públicas que Chávez acostumbra dar a sus adversarios, de los mandobles que reciben quienes lo contradicen. Es un momento de reflexión. Hay lágrimas y abrazos.

-Le pido perdón, como pastor de la Iglesia que es usted, por los errores que he cometido, pide el Presidente.

-Lo perdono y también le pido perdón por nuestros errores. Aquí todos nos hemos equivocado, responde Monseñor.

Velasco va como testigo del acuerdo al que piensan llegar para que Chávez, definitivamente se marche a Cuba. A través de él, los generales rebeldes y Pedro Carmona, le extienden un seguro de vida al Presidente y su familia. Monseñor, si es necesario, está dispuesto a acompañarlo, junto a sus parientes, hasta que aterricen sanos y salvos en La Habana.

La idea inicial de no dejarlo marchar de Venezuela y juzgarlo como responsable de las muertes ocurridas en la capital, la tarde gris del jueves 11 de abril, se desinfla. La realidad está cambiando. Una amplia zona de Caracas está literalmente incendiada. En Catia y casi todo el oeste, los desheredados de la fortuna arrasan con mercados y comercios de línea blanca, los dejan vacíos y luego les prenden fuego. Miraflores está rodeado por una multitud estimada en trescientas mil personas, en las otras capitales se forman marejadas humanas que gritan a favor de Chávez y su regreso.

Los canales caraqueños no trasmiten a la audiencia los movimientos telúricos de ese huracán social, que amenaza con desbordarse. El afán político de ver a Chávez derrotado, supera en las mentes estrechas de propietarios y directores la obligación ética de informar con objetividad, principio y fundamento del ejercicio periodístico. "No había condiciones de seguridad para hacerlo, el riesgo de perder la vida era muy grande para camarógrafos y periodistas", alegan los dueños de las televisoras en una tardía justificación, no exenta de cierta razón.

Pero la verdad, como ocurre siempre, temprano o tarde, encuentra los caminos para dejarse ver. María Gabriela, la hija de Chávez, establece la noche del viernes contacto con el embajador de Cuba, y éste, de inmediato, se moviliza. La información llega hasta el propio Fidel Castro, quien sigue minuto a minuto la situación. Fidel desde el palacio de la Revolución tiene a su Cancillería trabajando en favor de Chávez. Los gobiernos de 21 países del mundo, son alertados desde el viernes por los cubanos sobre la dramática realidad que vive Venezuela: Se trata de un golpe de Estado y puede ocurrir una tragedia de graves proporciones, advierten los hombres de Fidel.

"Mi padre habló conmigo y me aseguró que no ha renunciado en ningún momento. Es una dictadura la que se está implantando en el país. Todo lo que se ha dicho es mentira. Están buscando a los miembros del Gobierno para detenerlos también. Mi padre es un Presidente prisionero", señala la voz joven de María Gabriela en una conversación telefónica con la televisión cubana, que envía ese diálogo periodístico a sus pares en otras partes del mundo.

La CNN, la televisión española y algunos noticieros colombianos, trasmiten en directo las caudalosas marchas que como ríos humanos, se forman en favor de Chávez en las ciudades más importantes de Venezuela.

Informan, de la misma manera que lo hicieron la tarde del jueves 11 de abril, luego que el Presidente diera la orden de suspender las trasmisión de noticias por las televisoras nacionales, confundido con la avalancha de sucesos que desembocan, horas después, en su salida de Miraflores.

A la vez, el padre Azuaje, alimentado informativamente por Marisabel, la esposa del Jefe de Estado, cuenta a través de su emisora Fe y Alegría, sacando el mejor provecho a la estructura tecnológica casi rudimentaria que maneja, lo que ocurre en el país.

Gracias a esos diversos canales informativos, las naciones del mundo y sus gobiernos, empiezan a percibir otros aires distintos en la realidad de Venezuela. El régimen de facto es golpeado por esas ondas noticiosas, sus vecinos toman distancia. Ningún país, con excepción de El Salvador -cuyo presidente es José Flores- se atreve a reconocer al nuevo gobierno de manera oficial y expresa. Pedro Carmona, quienes están detrás de él, y los generales rebeldes, se mueven la tarde del sábado sobre un campo minado en el plano internacional. No tienen piso ni soporte legal. Su poderoso aliado del viernes, inicia una retirada estratégica. Los voceros de Washington, tan locuaces hasta la noche anterior, de momento echan candado a sus labios a la espera de nuevos desarrollos.

Chávez, aislado del mundo en La Orchila, no sabe lo que ocurre al otro lado de las aguas. Se siente arrinconado por sus adversarios y está a punto de tirar la toalla, de aceptar su derrota y salir del país.

El coronel y abogado del Ejército, Julio Rodríguez Salas, encargado de la custodia del Jefe de Estado, desde cuando llega a Fuerte Tiuna, le trae el decreto inicial, el que se dio a conocer al país a través de la televisión la madrugada del viernes. Monseñor Velasco es testigo de excepción de lo que está ocurriendo en La Orchila. Según ese decreto, montado por los generales rebeldes y sus asesores civiles, Chávez primero removía de su cargo a Diosdado Cabello, el vicepresidente, y a todos sus ministros, y luego renunciaba.

-Chico, yo no voy a firmar ese decreto. ¿Cómo voy a firmar un decreto que tiene una fecha distinta?, dice Chávez. Yo firmo abandonando el cargo por presión, pero no renunciando.

La noche cae sobre la isla, envuelta en los sonidos del mar.

"De inmediato me comuniqué con el Ministerio de la Defensa y me dijeron que sí, que no había problemas con ese cambio. Al fin y al cabo era lo mismo y él lo que quería era irse del país", señala el coronel Rodríguez Salas.

Chávez ve la nueva versión del decreto y se niega a firmarla, dice que sólo lo hará si se trata de una carta redactada primero de su puño y letra, antes de transcribirla.

A esa misma hora, en Miraflores, cuando ya el Presidente está a punto de aceptar su salida del país, sus hombres retoman el control de Palacio. El canal Ocho ha sido recuperado y un camarógrafo se apresta a filmar la posesión de Diosdado Cabello, como Jefe de Estado encargado en ausencia del titular.

Mientras Diosdado jura, Chávez escribe y corrige la carta que no llega a firmar nunca. "Yo, Hugo Chávez Frías, CI 4258228, ante los hechos acaecidos en el país durante los últimos días, y consciente de que he sido depuesto de la Presidencia de la República Bolivariana de Venezuela, declaro que abandono el cargo para el que fui elegido democráticamente por el pueblo venezolano y el que he ejercido desde el 2 de febrero de 1999. Igualmente declaro que he removido de su cargo, ante la evidencia de los acontecimientos, al vicepresidente Ejecutivo, ing. Diosdado Cabello Rendón. En La Orchila, a los 13 días del mes de abril de 2002".

Monseñor Velasco y el coronel Rodríguez Salas, celebran la consumación de su más importante tarea: conseguir que Chávez acepte irse. Sólo falta que el documento sea trascrito y puesto en limpio en una máquina de escribir. El soldado encargado de hacerlo se demora, es leal a Chávez y decide ganar tiempo: escribe y borra, borra y escribe.

Desde Palacio, José Vicente Rangel, quien mantiene comunicación con el general Baduel, acantonado en Maracay, llama al celular del coronel Rodríguez, le informa que el gobierno constitucional ha retomado el poder, le advierte que al frente tiene al Presidente de Venezuela. Luego habla con Chávez y le cuenta que cuatro helicópteros Superpuma, ya surcan los cielos de Venezuela para ir a rescatarlo. Un comando élite de 16 hombres va por el Presidente.

Monseñor Velasco comprende que inició su conversación con un hombre hecho prisionero, a punto de ir a al exilio, y que la concluye hablando con el mismo hombre, sólo que ahora de nuevo es el Presidente constitucional de Venezuela. Los amos del Valle, empresarios, dueños de medios de comunicación caraqueños, políticos de la IV República, sectores afectos al Opus Dei, Carlos Andrés Pérez, Pedro Carmona, los Pérez Recao y los Daniel Romero de esta historia, lo mismo que los militares rebeldes y el propio gobierno de Estados Unidos, han fracasado de manera estruendosa en su afán de sacar a Chávez del poder a sombrerazos.

Los helicópteros, con una velocidad crucero de 138 kilómetros por hora, descienden sobre la isla. Son la 1: 30 de la mañana del domingo. El avión destinado a sacar al Presidente prisionero del país, tiene sus motores apagados. No hay resistencia alguna, los leales controlan la isla.

-Vamos a agarrarnos de las manos, le dice Chávez a Monseñor.

Así, tomados de las manos, oran a la orilla del mar. "Pidámosle a Dios que nos ilumine. Invoquémoslo para que seamos capaces de aceptar nuestras diferencias y dialogar. Nuestro objetivo es el mismo, la paz y el progreso del país. No permitamos que las diferencias se impongan", le dice Chávez.

La flota de helicópteros inicia el regreso. El Jefe del Estado va de vuelta a Miraflores previa escala en Maracay. Hacia las dos y treinta de la madrugada, los superpumas navegan sobre los cielos de Caracas. Chávez ve las columnas de humo, grises y tristes, que se alzan desde la zona incendida de la ciudad. Abajo, todavía hay llamas sin apagar. "Quiera Dios, repite el Presidente una vez más, que todos sepamos leer y aprender de esta dramática lección que ha recibido Venezuela".

Tomado de Diario Panorama


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