Diario Panorama, 22 de Abril de 2002
"Soy un
Presidente prisionero"
Rodríguez Chacín y
Rangel le dicen a Chávez: tenemos nuestra vida para ofrecerle. Vete por favor,
vieja, que las cosas se complican, le pide el Presidente a su mamá.
Luis Cañón y Alexander
Montilla
Es la una y treinta
minutos de la madrugada del viernes 12 de abril. Venezuela está despierta. Con
sus ojos asombrados mira a través de la televisión hacia el Palacio de
Miraflores, donde se decide a esa hora la suerte de la Nación. Adentro, el
presidente Hugo Chávez Frías comprende que sus opositores lo han puesto contra
las cuerdas.
Una cascada de anuncios
de altos oficiales de la Fuerza Armada Nacional, señalando que retiran su
respaldo al Mandatario, apuntillada por el peso del general Efraín Vásquez Velasco,
comandante del Ejército, le da el batazo final a la difícil situación del Jefe
del Estado. Son en total 58 generales, de las cuatro fuerzas quienes se
declaran en rebelión.
Sólo hay dos
alternativas. La primera pasar de la batalla mediática, controlada a esa hora
por los oficiales alzados, quienes lanzan sus proclamas a través de la
televisión, a un choque real, enfrentándolos con las fuerzas leales. La otra
posibilidad es la de iniciar una negociación con los rebeldes.
Chávez cuenta, de
momento, con los dos mil hombres de la Guardia de Honor y la Casa Militar,
armados de fusiles livianos FAL 762 y subametralladoras UZI, junto a seis
tanquetas que protegen las afueras de Miraflores, donde las hojas húmedas de
los chaguaramos se mueven inquietas.
El Presidente viste
uniforme camuflado, boina roja de paracaidista y lleva una pistola. Su traje es
una señal de combate, ya acordada, para la Brigada 42 de Palo Negro en Maracay.
Sus compañeros de armas quedan advertidos de la obligación de rescatar a su jefe.
Al mando de esa guarnición está el general Raúl Baduel, su amigo y compañero de
viaje. Hay más respaldos posibles: el del general de división, Julio García
Montoya. "Presidente, estamos aquí para vivir o morir, dígame en que
momento lo hacemos", le ha dicho el alto oficial en medio de la tormenta.
Así mismo le han confirmado su apoyo comandantes de batallones de tanques de
caballería y de infantería, de Caracas, Zulia y otras regiones.
Pero el Jefe del Estado
comprende que, pese al arsenal y el número de hombres con que cuenta, la FAN
está dividida. Lanzarse a ese combate significaría partir en dos al país.
Incendiarlo, como quien rasga una tela con una tijera y luego le prende fuego.
Lo que se puede desencadenar es un conflicto de impredecibles consecuencias.
Es la hora de agachar la
cabeza, de evitar un baño de sangre.
Su guardia pretoriana lo
acompaña en el palacio de arquitectura barroca. Chávez ha estado rodeado desde
tempranas horas, entre otros, por José Vicente Rangel, Adina Bastidas, Ramón
Rodríguez Chacín, Aristóbulo Istúriz. Hay más gente del gobierno, rondando por
los corredores del Palacio. Hasta allí han llegado también sus padres: Hugo de
los Reyes, maestro y antiguo copeyano y Elena, mestiza como su heredero.
-Vieja, por favor vete,
que las cosas se están complicando, le dice el Presidente.
-No, hijo, yo muero
contigo, le responde doña Elena.
Desde la noche del jueves
se discuten alternativas en el gobierno. Rangel, en medio del debate, plantea
la posibilidad de atrincherarse en la base militar de Maracay, donde el
Gobierno cuenta con la lealtad del general Baduel y sus hombres. Descartan ese
movimiento: sería abandonar Miraflores, el símbolo del poder.
Se decide buscar
comunicación con los oficiales rebeldes. El general Lucas Rincón, jefe de la FAN,
quien ha estado junto con Chávez, marcha a Fuerte Tiuna a meter la mano en la
candela.
-Ni usted ni yo sabemos,
Presidente, qué está pasando allá.
-Vaya y me llama, le
responde Chávez.
-Ya estoy aquí, en una
oficina aparte. Están en el salón de sesiones debatiendo, hay mucha discusión.
Están llegando civiles, le dice Lucas Rincón a Chávez en una comunicación
telefónica.
Pronto los oficiales
alzados descubren sus cartas: le envían al Presidente por fax su carta de
renuncia, para que la firme.
"Yo les respondo con
una serie de condiciones. Incluso hablo de lo que dice la Constitución.
Nosotros lo hemos estado evaluando. Hemos analizado la renuncia, el abandono o
la revocatoria popular del mandato, que contempla la Constitución", recordará
después Chávez. Otra de las condiciones es que le garanticen la salida del
país, junto a sus familiares.
El Mandatario llama a
William Lara, presidente de la Asamblea Nacional. Intenta abrirle campo a una
salida constitucional. El parlamentario llega a Palacio.
-William, a mí me gusta
la idea del abandono del cargo por presión, en lugar de la renuncia porque
tiene que ser ratificado por la Asamblea Nacional, le dice Chávez al jefe del
parlamento.
Yo estoy dispuesto a
irme, pero sin romper el hilo constitucional, insiste Chávez. Se trata de ganar
tiempo. Sabe bien que sus fuerzas están dispersas, necesita tomar un respiro.
-Presidente, le dice
Lucas Rincón en una nueva llamada, ¿cuál es su respuesta?. Acá están
esperando su renuncia.
-Yo acepto abandonar el
cargo, pero si se cumplen las condiciones que estoy exigiendo. Primero el
respeto a los derechos humanos y la integridad de los que me acompañan en el
Gobierno y de los oficiales que me apoyan, igual las mismas garantías para mí.
Segundo, que se respete la Constitución que el pueblo se ha dado. Estoy
dispuesto a abandonar el cargo ante la contundencia de los hechos, para evitar
sucesos más graves y sangrientos. De nuevo plantea su posible salida del país.
-Bueno Presidente, si
usted abandona el cargo, el alto mando también está dispuesto a renunciar, le
responde Lucas.
Chávez se despide de sus
ministros, uno a uno con un abrazo. Es un momento muy emotivo. Hay palabras de
lealtad. "Nuestra vida es lo que tenemos para ofrecer", le han dicho
Rangel y Rodríguez Chacín. "No hermanos, vayan, evitemos un
desastre". Los ministros salen de Palacio por una puerta trasera. La
Policía Metropolitana ya tiene rodeada la casa presidencial.
No hay nada qué hacer, la
situación nos es adversa, les dice Chávez a sus amigos.
-Estamos dispuestos a
morir aquí, Comandante, no se vaya, le han dicho jefes y soldados de su Guardia
de Honor.
-No hijos, las armas
apuntando al piso. No vamos a disparar, responde él.
Hay lágrimas, cánticos y
abrazos.
El primer lugar a donde
es conducido el Presidente es a la oficina del Cufan, en el propio palacio de
Miraflores. Allí el general Manuel Antonio Rosendo, el tercera base de los
juegos de béisbol en los años jóvenes de la Academia Militar y el menudo
general Eliézer Hurtado Soucre, intentan convencer a Chávez de que renuncie, él
se muestra dispuesto a hacerlo siempre y cuando le garanticen su salida del
país, junto con sus familiares, lo mismo que el respeto a todo su gabinete y
militares afectos y un retiro constitucional. Al final entrega su pistola a
Hurtado y acepta ir a Fuerte Tiuna, cuando Vásquez Velasco se comunica con
Hurtado y le avisa que está dispuesto a lanzar una ofensiva con tanques sobre
Miraflores.
Chávez llama a monseñor
Baltazar Porras, le explica su situación de prisionero y le pide que lo
acompañe como garante de su vida. "Temo que se presente un baño de sangre,
que no se respete la vida de mis ministros", le dice.
Un rato después, el país
ve en la televisión a Lucas Rincón, quien asegura que el Presidente ha
renunciado y pone su propio cargo a disposición del nuevo Gobierno. Son las
tres y 25 minutos de la mañana. El país se estremece.
Chávez se dirige, en
calidad de detenido a bordo de un automóvil blindado. Va en el puesto de atrás.
A lado y lado están los generales Manuel Antonio Rosendo y Eliézer Hurtado
Soucre. En el asiento delantero, junto al conductor, viaja el mayor Chourio, su
más leal escolta. De aspecto de boxeador peso pesado, él lleva una
ametralladora. Van a Fuerte Tiuna. Más atrás marcha el jefe de la Casa Militar,
José Aquiles Vietry.
En el recorrido de quince
minutos avanzan por la ciudad solitaria y asustada. La caravana que transporta
al Jefe del Estado detenido toma la avenida Baralt, la misma a donde doce horas
atrás se acercaron algunos de los integrantes de la gigantesca manifestación,
convocada por Fedecámaras y la CTV, para protestar en contra del Presidente y
pedir en coro su renuncia. Ahora reina el silencio en ese escenario donde en la
tarde se escuchó el fuego de francotiradores contra la multitud indefensa.
Los disparos asesinos,
que comprometen a seguidores del Gobierno y, tal vez, a algún sector de los
opositores, que se valieron de hombres armados, cegaron la vida de varias
personas y fueron el detonante que aceleró la crisis. Una crisis estimulada por
los adversarios de Chávez, que no aguantaron su paquete de leyes habilitantes
que toca demasiados intereses, su tono de desafío permanente a sus
contradictores, su acercamiento a Cuba, su relación estratégica con los árabes,
sus críticas al modelo neoliberal y su atrevida franqueza para cuestionar a
Estados Unidos. La comisión de la verdad, que reclaman distintas fuerzas
sociales, deberá decir que pasó, quiénes son los responsables de las muertes
ocurridas en Caracas. El propio Chávez a su regreso del periplo de 47 horas por
cuarteles y guarniciones militares, prometió que no habrá impunidad.
El grupo de adversarios
lo integran, entre otros, empresarios caraqueños, asociados a Fedecámaras, los
dueños de los medios de comunicación de la capital que cerraron filas en contra
del Mandatario, el Gobierno de Estados Unidos que sabía de lo que podía
ocurrir, los dirigentes de la CTV, cuya elección fue desconocida por el
Gobierno, y sectores militares adversos a Chávez. Junto a ellos, una masa
importante de clase alta y media, molesta con el estilo presidencial, que
aprendió a expresarse a punta de cacerolazos y decidió rodear a los gerentes de
Pdvsa, despedidos -está raspao- en una equivocada jornada de Aló Presidente,
tal como terminó por reconocerlo el Jefe del Estado al volver de su forzada
ausencia.
Hubo más de una reunión
de los opositores, en las que no participó la embajada de EE UU., aunque se
mantenía al tanto de lo que ocurría. A esos convites asistían Pedro Carmona, de
Fedecámaras, su tutor Isaac Pérez Recao, de 32 años de edad, protagonista de
primera línea en esta historia y heredero, junto a su hermano, de Venoco, un
poderoso complejo petroquímico. También participan Daniel Romero, el antiguo
secretario privado de Carlos Andrés Pérez, quien desde Miami sostenía
comunicación permanente con Carmona, con Romero y algunas veces con Ortega.
Junto a ellos personajes nacionales como Rafael Poleo, Alberto Paúl y otros
que, como Pérez Recao, hacían de enlaces entre los oficiales dispuestos a
cuestionar la autoridad de Chávez y el grupo de adversarios del Presidente.
Allí se planeó la
seguidilla de declaraciones militares en contra de Chávez, el paro y la huelga
general, idea que en principio no cuenta con el apoyo de Ortega. La oposición
creía que podía forzar la renuncia del Presidente, amparados en el artículo 350
de la Constitución, que habla de la posibilidad que tiene "el pueblo de
desconocer cualquier régimen o autoridad que contraríe los valores, principios
y garantías democráticas". Pero su aventura termina mal.
Regresemos a donde está
Chávez, quien es conducido en la madrugada del viernes a Fuerte Tiuna, en un
evidente atropello. De inmediato lo trasladan al edificio de la Comandancia del
Ejército. Ingresan por el sótano y lo llevan al quinto piso donde funciona la
Inspectoría del Ejército. Ahí está el general Enrique Medina Gómez, rodeado de
varios agentes de inteligencia militar, otros oficiales y monseñor Porras.
-Monseñor, perdone las
ofensas. Se trata de diferencias ideológicas, no de asuntos personales, le dice
el Jefe del Estado.
Chávez mira por un
ventanal hacia abajo. Ve el patio de Honor, por donde pasó detenido el cuatro
de febrero de 1992, tras fracasar en el intento de derrocar a Carlos Andrés
Pérez. Allí lo llevaron a despojarlo de su uniforme militar, antes de
conducirlo a la prisión de San Carlos.
De nuevo le colocan sobre
la mesa la carta de renuncia.
La principal condición de
Chávez, junto a la exigencia de que no se rompa el hilo constitucional, es que
le garanticen la salida del país, junto a su familia, según lo acordado con
Rosendo y Hurtado. Pero sus interlocutores no lo oyen y dicen que debe ser
juzgado en el país.
-No firmo nada les dice
Chávez. Ni siquiera mira el papel. "Soy un presidente prisionero",
les advierte.
A esa hora, al país ya le
han mentido a través de la televisión, mostrando un supuesto decreto mediante
el cual Chávez anuncia la remoción de su gobierno y su propia renuncia.
Una triste y fugaz
presidencia
Carlos Andrés Pérez
pide que clausuren la Asamblea. También insiste en que Chávez debe ser juzgado.
En Fuerte Tiuna, el Presidente prisionero pasa unas horas en la casa asignada a
José Vicente Rangel.
Luis Cañón y Nora
Martínez
El general José Aquiles
Vietry inspecciona el cuarto, como si lo hiciera con una lupa. Revisa la cama,
la mesa de noche y el armario.
-Todo está en orden,
Presidente. No hay riesgos para su seguridad, le dice a Chávez. Ya se puede
recostar.
La habitación, asignada
al jefe de Inteligencia Militar, es ahora el lugar de reclusión del prisionero.
Son las seis de la mañana del viernes 12 de abril, sopla el viento en Fuerte
Tiuna, el gigantesco complejo militar levantado sobre una explanada a los pies
de las Cumbres de Curumo, al oeste de Caracas. Chávez, quien se ha negado ya
tres veces a firmar su carta de renuncia, no sabe que Pedro Carmona Estanga se
ha declarado, entre las brumas de la madrugada, Presidente de una llamada Junta
de Gobierno de Transición, que convocará a elecciones en un plazo no mayor de
365 días.
Carmona, rodeado de
Vásquez Velasco y otros altos oficiales de los cuatro componentes de la Fuerza
Armada, ha dicho dos horas atrás, desde el mismo Fuerte Tiuna donde está
encerrado el Presidente, que va a hacer un gobierno de unidad nacional. Su
posesión, anuncia él, se hará ese mismo día en Miraflores y allí se sabrá
quiénes lo van a acompañar en la llamada Junta.
Muy cerca de él, sin
aparecer en las pantallas, está Daniel Romero, el hombre de Carlos Andrés
Pérez.
La noche anterior, la del
jueves 11 de abril, Carmona se esfuma de un cónclave celebrado en las
instalaciones de Venevisión. La oposición quiere aprovechar la presencia de
Luis Miquilena, quien llega a formalizar en una intempestiva rueda de prensa su
distanciamiento de Chávez a raíz "de la masacre ocurrida esta tarde en
Caracas".
El sonido es deficiente,
las preguntas de los periodistas y las respuestas del octogenario luchador
político se interrumpen varias veces. Hay mucho movimiento en el edificio de la
cadena televisiva en la Colina de La Salle, al noreste de Caracas. Por ahí
andan Francisco Arias Cárdenas, William Dávila, Leopoldo Puchi, Carlos
Tablante, Rafael Poleo, Ernesto Alvarenga, Ignacio Arcaya, Alejandro Armas,
José Luis Farías. Recién acaba de salir Claudio Fermín. ¡Qué coños
de madre!, dice, y se marcha sin aclarar a quiénes se refiere.
En Venevisión se habla de
una futura transición, se barajan nombres y posibilidades. La presencia de
Miquilena se considera fundamental, es un gancho para atraer a sectores
moderados del chavismo. En la reciente historia del MVR cuando Chávez era
apenas una posibilidad política, ambos trabajaron tomados de la mano. Parecían
cumplir la parábola del viejo maestro y el avezado discípulo.
De la reunión en
Venevisión no sale mucho humo blanco, mientras Carmona, el hombre fuerte de
Fedecámaras, olvidándose de su principal aliado de los últimos días, Carlos
Ortega, presidente de la CTV, y de otra gente, ya diseña en Fuerte Tiuna, junto
con Vásquez Velasco, otros generales más y Daniel Romero, la que se va a
convertir en la más triste y fugaz Presidencia de Venezuela.
Entre esas manos mal
asesoradas se cocina el falso decreto, que el país conocerá cerca de las cinco
de la mañana del viernes 12 de abril, certificando que Chávez ha removido a
Diosdado Cabello, su vicepresidente; a todos sus ministros y, a la vez, ha
renunciado a la Presidencia. Un suicidio imposible de creer que, sin embargo,
hipnotiza a Venezuela durante unas horas. Ahí mismo empieza a hervir también la
idea de juzgar al presidente Chávez como responsable de la muerte de algunos de
los manifestantes de Chuao, que intentaron marchar hacia Miraflores. No se
puede ir del país, dicen.
¿De quién
fue la momentánea idea de juzgarlo y no abrirle las puertas para que saliera
hacia el exterior? Tal vez de Carlos Andrés Pérez, enemigo histórico y
declarado de Chávez. El ex Presidente, en medio del vértigo informativo de ese
viernes, ha insistido una y otra vez, en entrevista con CNN, que Chávez debe
ser juzgado por la masacre del día anterior en Caracas, que no pueden dejarlo
ir. Se olvida sí, de su propia responsabilidad en el aciago Caracazo del 27 de
febrero de 1989.
En Fuerte Tiuna el
ambiente se calienta. Algunos soldados, tenientes y capitanes de los batallones
Ayala y Caracas, leales al comandante Chávez, muestran su inconformismo. ¿Dónde está
la carta de renuncia?, se preguntan. Esto es un engaño de los generales,
reclama un teniente coronel.
Chávez descansa en la
habitación del jefe de la Inteligencia Militar. Fuma uno y otro cigarro, come
sólo galletas con mermelada, bebe varias tazas de café y toma agua. Luego
duerme un rato.
En Caracas, en tanto, se
inicia la persecución al desbancado gobierno. Las imágenes del ministro de
Interior y Justicia, Ramón Rodríguez Chacín, y del parlamentario del MVR, Tarek
William Saab, blancos de golpizas de ciudadanos del común, mientras son detenidos,
reflejan un cuadro crítico. No se sabe cuáles son los cargos en su contra y,
más bien, lo que se ve es una incipiente cacería de brujas del nuevo gobierno
que aún no se instala y de cuyos lineamientos nada se conoce.
Un oficial leal le lleva
a Chávez un televisor al cuarto donde se encuentra confinado. El Presidente lo
prende y ve las imágenes de esa fiesta mediática que se desata tras su salida
de Miraflores y que aún no para.
De pronto aparece el
fiscal general de la República, Isaías Rodríguez, en la pantalla. "A ver
qué dice Isaías, me pregunto, y me quedo viéndolo. Escucho a Isaías diciendo,
yo quisiera ver la renuncia firmada por el Presidente, mientras no aparezca
podemos decir que se encuentra secuestrado y que estamos ante un golpe de Estado.
Ahí está un varón diciendo la verdad, me digo, mientras dos lágrimas me afloran
a los ojos".
Llegan los guardias:
Comandante tenemos que trasladarlo. Chávez recoge sus objetos personales: un
cepillo de dientes, una crema dental y una franela. Lo llevan a pie hasta su
nuevo sitio de reclusión, en el mismo Fuerte Tiuna: la casa asignada al
Ministro de Defensa. Allí está más aislado del ruido de sables. Algunos
soldados que se cruzan a su paso se ponen firmes para saludarlo. Bebe más café,
no come nada y toma mucha agua.
De nuevo llega una
comisión de generales, con la carta de renuncia.
-Que firme, por favor.
-Ya saben las
condiciones, mientras no me respondan no firmo. No olviden que soy un
Presidente prisionero.
En Caracas, Carmona tras
descansar un rato recibe una llamada de Washington. Es Otto Reich, secretario
de Estado asistente para asuntos del Hemisferio Occidental. Se trata de un
cubano americano, cercano a los grupos anticastristas de Miami, ex embajador en
Venezuela y hombre de los afectos de George Bush. Hablan de los planes más
inmediatos, de la intención del departamento de Estado de anunciar el respaldo
oficial de Estados Unidos al nuevo Gobierno, tan pronto la locomotora se ponga
en marcha y coja ritmo.
Según Reich, Washington
no está de acuerdo con la intención de disolver la Asamblea, que ya ronda en la
cabeza mal aconsejada de Carmona.
Lo cierto es que el
romance entre Carmona y sus amigos con los oficiales de la Casa Blanca y el
departamento de Estado ya tiene varios capítulos escritos. Se han reunido más
de una vez para compartir su mirada crítica frente a Hugo Chávez y la llamada
revolución que él lidera. El gobierno de Bush desconfía del mandatario
venezolano y ayuda a debilitarlo, evitando, claro está, comprometerse demasiado
en público.
Todavía está fresca la
herida abierta por el mandatario venezolano, cuando mostró imágenes de los
niños muertos en Afganistán y dijo, no sin una inoportuna dosis de razón, que
esa era otra forma de terrorismo. La embestida de los Jet Boeing 757 el pasado
11 de septiembre contra las Torres Gemelas, ha lastimado demasiado el orgullo
americano y no están para oír críticas de nadie. El malestar estadounidense con
Chávez se alimenta con otros ingredientes: su acercamiento a Fidel Castro, a
quien durante cuarenta años han aislado, las denuncias colombianas, siempre
desmentidas, sobre la supuesta alianza de su gobierno con la guerrilla, igual
que las visitas a sus socios de la OPEP en el mundo árabe. Washington desconfía
del hombre que gobierna al primer proveedor de petróleo de Estados Unidos.
Asunto, el del petróleo, demasiado importante, que siempre será puesto en la
balanza al medir la relación del país más poderoso del mundo con la nación
venezolana.
La Casa Blanca quiere
tranquilidad en los patios del importante suministrador. Teme a las
alteraciones, le asusta la idea de un Chávez radical, amigo de los enemigos de
Estados Unidos: Castro, Hussein, Gadaffi. Por eso ayuda a empujar el carro loco
en contra del Presidente, fiel a su tradición de país autorizado por una suerte
de designio divino a meter baza en todas partes.
Carmona habla con Reich
por teléfono, luego con Carlos Andrés Pérez: -Cambie toda la guardia de
Palacio, le advierte el viejo zorro político de Acción Democrática. Se reúne en
Caracas con el embajador estadounidense, Charles Shapiro, y luego regresa a
Fuerte Tiuna a seguir conversando con el general Vásquez Velasco y otros
comandantes.
Hacia el mediodía del
viernes, Carmona empieza a olvidar su idea inicial de participar con otros
socios en la Junta de Gobierno de Transición. Teodoro Petkoff y Alberto
Federico Ravell, han sido invitados, horas antes, a formar parte de la misma.
Ninguno de los dos acepta montarse en ese bus sin frenos.
Ante las decepciones ya
mencionadas, se piensa en los nombres de Francisco Arias Cárdenas y Guaicaipuro
Lameda, quienes se quedan iniciados. En definitiva la idea de un poder
compartido, a través de la Junta, es sepultada. Carmona parece no darse cuenta
de que lleva varias horas cavando su propia tumba política.
Entre tanto, algunos de
los hombres del Presidente que han salido la noche anterior, de manera
atropellada del Palacio de Miraflores, trabajan ya en un reagrupamiento de
ideas y fuerzas. José Vicente Rangel, fiel a su propuesta inicial, se resguarda
en la base militar de Maracay. Allí esperan órdenes los integrantes de la
Brigada 42 de Paracaidistas y una flota de pilotos de los F16, los cazas más
veloces de Occidente, armados de un cañón Vulcan y dotados en sus pilones
externos de misiles convencionales para atacar aire-aire y aire-tierra. Son
leales a Chávez. Hay comunicaciones con otras fuerzas afectas al Jefe del
Estado.
El vicepresidente
Diosdado Cabello se esconde al amanecer del viernes en la popular barriada de
Catia, que nació décadas atrás arañando los cerros que bordean la autopista a
Maiquetía. En algunos de esos ranchos, sobre cuyos techos flota un bosque de
antenas de televisión, se encuentra el hombre constitucionalmente habilitado
para reemplazar al Presidente prisionero. Por eso su seguridad es fundamental.
Lo cuidan y protegen los círculos bolivarianos que él ayudó a crear. Diosdado
ha sido alma y nervio de esos grupos, inspirados en los Comités de Defensa de
la Revolución Cubana.
Hay varias comunicaciones
vía celular entre José Vicente, Diosdado, Aristóbulo Istúriz, escondido en
Caracas, y el general Baduel, atrincherado en Maracay. Es urgente, piensan
ellos, hablar con el Presidente, trasmitirle un mensaje clave: debe hallar la
forma de decirle al país y al mundo que no ha renunciado. Se debe dialogar
también, y así lo hace Rangel, con el canciller Luis Alfonso Dávila, quien se
encuentra en una especie de limbo, en medio de la Cumbre del Grupo de Río en
San José de Costa Rica. Hay que mover a la comunidad internacional, contarle
que las espadas y los fusiles se alzan contra la democracia.
Chávez permanece en
Fuerte Tiuna.
El país empieza a salir
del colapso que le causó el torbellino de sucesos de las últimas 24 horas, que
desemboca en la renuncia del Presidente.
Venezuela intenta
despertar y abrir los ojos mientras se pregunta: ¿Qué pasó en realidad? ¿Qué está
pasando? ¿Hacía dónde vamos?
Entonces, al filo de la
tarde, la nación asiste estupefacta a esa tragicomedia que significa la
posesión de Carmona Estanga, en el salón Ayacucho, de donde han volado la
imagen de El Libertador. Sienten pena inconsciente de que Él sea testigo de
semejante aquelarre. Frente a sí mismo, Dios y siervo a la vez, el nuevo
Presidente se autoposesiona. De la manga de Daniel Romero, el hombre de Carlos
Andrés Pérez, brota un decreto de varios artículos, como cuando un mago saca
palomas del fondo de su chistera.
Descabezan la Asamblea,
tal como lo había pedido CAP públicamente y hay aplausos de obispos, políticos
nostálgicos de la IV República, arribistas que buscan un cupo cualquiera, y
empresarios que asisten al acto. Borran del nombre constitucional de la
República, la palabra Bolivariana, acaban con los otros poderes públicos,
facultan al nuevo Presidente para hacer tierra arrasada con alcaldes y
gobernadores que no sean de su agrado y hay más aplausos. Isaac Pérez Recao
participa como uno de los protagonistas de esta historia de la sinrazón, aunque
ahora Carmona Estanga asegure que no lo conoce.
La autoría del controvertido
decreto aún no se aclara. El abogado constitucionalista Allan Brewer Carías
niega haber sido él: "Fui consultado como muchos otros juristas, pero mis
recomendaciones no fueron tomadas en cuenta".
Ya se oyen, colados entre
el ruido de los aplausos, voces de demócratas sorprendidos, quienes comprenden
en toda su dimensión lo que acaba de ocurrir. El orden constitucional ha sido
borrado de un hachazo. Así lo advierten Teodoro Petkoff y otras mentes lúcidas.
Venezuela asiste, a
través de la televisión, a la ceremonia de la posesión de Carmona y sale de ese
teatro del absurdo desencantada y frustrada.
Hugo Chávez, sin saber
bien lo que sucede, de nuevo recoge la franela, el cepillo de dientes y la
crema dental. Su presencia causa demasiado ruido en Fuerte Tiuna, hasta ahora
el principal bastión de los rebeldes. Hay que sacarlo de allí. Las aspas del
helicóptero que lo espera parecen oscuros girasoles en movimiento. Son las
siete y treinta de la noche del viernes 12 de abril.
EE UU bendijo el golpe
Chávez comprende que
debe dar a conocer que no ha renunciado. La canciller encargada de Colombia,
Clemencia Forero, celebró el ascenso de Carmona. Más tarde se voltea la moneda.
Hay que buscar a Diosdado Cabello, enconchado en Catia, para que restituya el
orden.
Luis Cañón y Nora
Martínez
Al caer la noche del
viernes 12 de abril, mientras Hugo Chávez es trasladado en un helicóptero
Augusta hacia el apostadero naval de Turiamo, sus hombres se mueven con tino en
el complejo ajedrez político y militar donde se juega el inmediato futuro de
Venezuela. Intentan, tras el revés sufrido por los golpistas en la posesión de
Pedro Carmona, pasar al ataque.
Realizan varias jugadas
simultáneas, como quien mueve sin darse cuenta peones y alfiles a la vez. Un
grupo de parlamentarios, encabezado por Francisco Ameliach, se atrinchera
literalmente en la sede de la Asamblea Nacional. Es un acto simbólico: la
ocupación de uno de los recintos de la democracia clausurada. Diosdado Cabello
desde Catia moviliza a los círculos bolivarianos hacia Fuerte Tiuna, para
presionar al alto mando en rebelión. Rodrigo Cabezas saca gente a la calle en
el Zulia, Didalco Bolívar, gobernador de Aragua, empuja a sus seguidores a
rodear la base de los leales en Maracay y vitorearlos.
José Vicente Rangel ha
logrado ya comunicarse con el Presidente, en una fugaz conversación telefónica,
antes de su partida de Fuerte Tiuna.
-Hugo, le dice José
Vicente, es necesario que encuentres el camino para negar tu renuncia. El país
y el mundo lo deben oír de tu propia voz.
Chávez comprende la
importancia de esa solicitud. No encuentra cómo hacerlo y decide entonces
hablar con su hija María Gabriela:
-Mira mi vida, busca no
sé qué periodista, quiero primero que sepas que no he renunciado. Dile a
Venezuela y al mundo que no he renunciado ni voy a renunciar al poder que el
pueblo me dio.
Sostiene, enseguida, una
conversación parecida con su esposa Marisabel.
Ellas se movilizan de
inmediato.
Dos muchachas, fiscales
militares -cuenta Chávez-, van a visitarme antes de partir de Fuerte Tiuna. Me
hacen una entrevista muy corta, presionadas por la presencia de un superior de
ellas, comprometido en la conspiración.
-¿Cómo se
siente?, me preguntan.
-Lo primero que deben
escribir en su informe es que no he renunciado, les respondo.
"La muchacha escribe
en su manuscrito, que estoy bien de salud, no más. Yo firmo, firman ellas
también y el coronel que las vigila. Después una de ellas le saca una copia y
agrega, debajo de su firma, chiquitico: Posdata: manifiesta no haber
renunciado. Ese papel empieza a circular por todas partes".
Aunque los hombres del
Presidente aciertan en el flanco interno con los pasos que dan, afuera la
situación es crítica. Estados Unidos se pronuncia y, de entrada, le da
bendición a los golpistas.
El vocero de la Casa
Blanca, Ari Fleischer, sale a la palestra la mañana del 12 de abril. "Hubo
una manifestación pacífica -dice él-. La gente se reunió para expresar su
derecho de pedir al gobierno venezolano una rectificación. Simpatizantes de
Chávez dispararon contra esa gente y eso condujo rápidamente a una situación en
la que él renunció. Yo no hablaría -agrega Fleischer- de interrupción constitucional
en Venezuela, sino de rectificación constitucional". A rey caído, rey
puesto.
Con ese pronunciamiento
Estados Unidos coloca su sello y su firma, sin decirlo de manera explícita, en
favor del golpe. Después, sorprendido como todo el mundo con el inesperado
regreso de Chávez, da marcha atrás. Dice, a través del embajador Charles
Shapiro y de Otto Reich, secretario de Estado asistente para asuntos del
Hemisferio Occidental, que se reunieron con varios generales, con Pedro
Carmona, con otros opositores varias veces, pero no apoyaron el golpe, que no
estuvieron de acuerdo con la disolución de la Asamblea, que respetan la
democracia venezolana y que esperan un cambio de rumbo de Chávez.
La conocida doble moral
de Estados Unidos escribe así una nueva página en el accidentado libro de la
historia de sus relaciones con América Latina.
Con la marcha del día y
el oportuno reclamo del fiscal Isaías Rodríguez, la situación se empieza a
enderezar un poco. Los países de América Latina, convocados por el Grupo de
Río, en San José, Costa Rica, en su primer tercio, lamentan lo sucedido, pero
lo aceptan sin mayores exigencias. "Hay que dar los pasos para la
realización de elecciones claras", dice una declaración leída por el
presidente de Costa Rica, Miguel Rodríguez, en nombre de los 19 países que
participan en la reunión. En Colombia también trastabillan. La canciller
encargada, Clemencia Forero, celebra la ascensión al poder de Pedro Carmona, un
integracionista, según dice, y después le toca recoger el guante. México, en
primera instancia y fiel a su tradición, desconoce al nuevo gobierno. Argentina
y Chile hacen otro tanto.
Volvamos a la noche del
viernes, cuando el Presidente prisionero viaja hacia Turiamo, en el Augusta. Al
llegar a la base naval, lo reciben unos soldados quienes celebran su presencia.
"Me tratan de manera excelente. No hay dónde dormir, ellos no sabían que
yo iba para allá, cuando llegamos buscan un colchón. No se den mala vida por mí
muchachos, pónganme una sábana que soy un soldado como ustedes. Nos quedamos
hablando un rato y tomamos mucho café.
-Mi comandante no se
olvide de nosotros. No permita que ese tránsito entre nosotros, el mando de acá
y los altos mandos se pierda. Por ahí se van quedando las verdades que a usted
no le llegan.
-Mira, no sé qué irán a
hacer conmigo. Pero si deciden degradarme a lo mejor les pido que me dejen de
soldado raso aquí, en esta unidad, les responde Chávez.
Frente a Fuerte Tiuna, a
esa misma hora, se agrupan más seguidores del Jefe de Estado, quienes reclaman
su presencia y piden ver la carta de renuncia. Los rumores, con su maléfica
fuerza, se riegan como pólvora. Está herido en una pierna, se fue para Cuba, lo
tienen inyectado para que no pueda moverse.
Nada es cierto, Chávez
camina por el malecón y reflexiona sobre su realidad política, su vida, su
futuro. Por la noche mira las estrellas desde la bahía de Turiamo. Es una vista
hermosa, cósmica. Como si fuera creada para llenar una parte de su ser y su
carácter, a veces soñador y poético, sembrador de esperanzas que con frecuencia
él mismo destruye. Entre sus muchos rostros, está el del hombre místico que
jura bajo el Samán de Güere, invoca a Dios con frecuencia, solicita la
bendición de la Iglesia en momentos de dificultades, después de castigar con el
látigo de sus palabras a monseñores.
"Mi nieta, mi
viejos, mis amigos, dónde estarán, protégelos Dios mío", pide Chávez y
abraza el Cristo que le diera al salir de Palacio su maestro desde la academia
militar, el general Jacinto Pérez Arcay.
-Hijo, llévate este
Cristo, para que te acompañe, le había dicho el alto oficial.
El Presidente camina por
la playa y piensa. "Tranquilo Hugo, tranquilo -se dice-. Ni ese pueblo ni
esos muchachos militares se van a calar este atropello. Algo tiene que ocurrir.
No puede ser que tanto esfuerzo se vaya a perder, este esfuerzo que dio
nacimiento a esta Constitución y a la Quinta República no se puede perder así,
de un plumazo, tan facilito.
El sábado, de madrugada,
logra una breve comunicación con Diosdado.
-¿Cómo está
tu seguridad?. Vente para acá, viejo, le dice Chávez, atrapado en sus
nostalgias.
-No, estamos trabajando,
le responde su Vicepresidente.
En la mañana corre un
rato; trota al lado de un pelotón, aunque no logra mantener el paso de aquellos
jóvenes soldados.
Regresa al cuarto
asignado en la casa recreacional de Turiamo. Alista sus cosas porque lo van a
trasladar de nuevo. Sabe que lo mueven para no darle tiempo de aprovechar la
solidaridad que despierta en una parte de la tropa.
Otra vez rugen las aspas
del helicóptero.
-Por todo lado andan
diciendo que usted renunció, le reclama Juan Bautista Rodríguez, cabo segundo
de la Guardia Nacional, encargado de su vigilancia. ¿Por qué lo
hizo?
-No, hijo, yo no he
renunciado, ni voy a renunciar.
-Entonces usted sigue
siendo mi Presidente.
Le dije -recuerda Juan
Bautista-, que si quería dejar algo escrito, lo pusiera en el cesto de la
basura y luego yo lo recogía. Creí que no iba a dejar nada.
Este muchacho, piensa
Chávez, a lo mejor no puede regresar al cuarto o no encuentra el papel o no lo
puede sacar de aquí. Turiamo es una unidad en la que no hay teléfono ni
televisor. Pero escribo en un papel la carta y la meto en el fondo del pote de
la basura.
Chávez coloca la fecha,
el sitio y se dirige al pueblo (y a quién pueda interesar).
"Yo Hugo Chávez
Frías, venezolano, presidente de la República Bolivariana de Venezuela,
declaro: No he renunciado al poder legítimo que el pueblo me dio" y firma.
Juan Bautista se mueve
rápido, esculca el pote y se marcha a Maracay, la base leal, donde está mi
general Baduel, amigo sincero de Chávez, compañero de ruta, soñador del mismo
proyecto político.
"Me reporté -cuenta
Juan Bautista-, a mi superior inmediato, teniente coronel Fernando Viloria
Gómez, quien me aconsejó hablar con el teniente coronel Argenis Ramón Martínez.
Caminé hasta el batallón "Pedro Nicolás Briceño" y lo busqué.
Él me dio la certeza que
le iba hacer llegar la carta a mi general Baduel y que se iba a repartir. La
entregué a las 4:45 de la tarde del sábado y la empezaron a distribuir por la
noche".
Esa no es la única carta
que juega en favor de Chávez.
Hacia las dos de la
tarde, el país está prendido. En Caracas hay manifestaciones que reclaman el
regreso de Chávez sano y salvo. Los círculos bolivarianos se mueven. Los
habitantes de los cerros, olvidados de siempre por las bondades del progreso,
descienden en tropel para iniciar los primeros saqueos en Antímano, Caricuao y
La Vega. Es la hora de los desposeídos que asaltan comercios, los desocupan y
luego les prenden fuego.
Las protestas, en favor
del regreso de Chávez, crecen, se extienden por toda la geografía nacional. En
Valencia, Maracaibo, Coro, Punto Fijo, y muchas otras capitales la gente se
vuelca a la calle, mientras que en Caracas el Palacio de Miraflores está
cercado por militantes de los círculos bolivarianos.
Hay mucha gente
protestando. Chavistas y antichavistas se declaran burlados con el decreto del
viernes y la posesión de Carmona Estanga. La moneda se voltea, los ganadores de
la noche anterior están asustados con el peso de esas manifestaciones. La
televisión guarda silencio, no muestra a ese país agitado que exige la vuelta
del Presidente prisionero.
En Maracay opera a todo
vapor el centro de operaciones militares para orientar la retoma del poder,
gracias a la diligencia de José Vicente Rangel. Al frente está el general de
división Julio García Montoya, quien cuenta con el decidido apoyo del también
general Raúl Baduel, jefe de los batallones de paracaidistas. A ellos se suma
un general más, Nelson Verde Graterol, con mando sobre la poderosa IV División
de Infantería, con tropas de Ejército, Aviación y Guardia Nacional en los
estados centrales.
Desde allí planean tres
movimientos que resultan definitivos: el primero la retoma del Palacio, valiéndose
de la Guardia de Honor y la Casa Militar. En efecto, esos regimientos leales a
Chávez controlan al caer la tarde la Casa Presidencial. Divididos en tres
grupos, unos se atrincheran en los techos de Miraflores para repeler cualquier
ataque. Otros vigilan las entradas y un tercer grupo irrumpe en el Salón de Los
Espejos, cuando apenas se inicia la ceremonia de posesión de los nuevos
ministros para advertirles que un comando de aviones F-16, leal a Chávez, va
atacar al Palacio. Sin alcanzar a asumir sus cargos, la mayoría de los noveles
ministros sale en estampida. Otros se refugian en los sótanos, con un grupo de
periodistas, protegidos por las fuerzas chavistas.
La segunda jugada de
García Montoya se realiza a través de una llamada a Fuerte Tiuna. En una
especie de negociación con Vásquez Velasco le dice que para evitar el
alzamiento de la base de Maracay y todos los batallones adscritos a la IV
División, es necesario que Carmona restituya la Asamblea Nacional. Verde
Graterol ratifica la advertencia hecha por García Montoya. Entonces es cuando
Vásquez Velasco -molesto además porque su jerarquía ha sido desconocida con el
nombramiento como ministro de la Defensa del vicealmirante Héctor Ramírez
Pérez- conmina al Presidente de facto a restituir el poder al Congreso, como en
efecto lo hace.
Realizado ese movimiento,
un piquete de tenientes coroneles de los batallones Caracas y Ayala, en
coordinación con la base de Maracay y el general García Montoya, sube al quinto
piso y sorprende a los generales Vásquez Velasco, Medina Gómez, Damiani
Bustillos y algunos vicealmirantes.
Llevan la Constitución en
la mano y exigen que les muestren la renuncia de Chávez, que no existe.
Enseguida sacan sus armas, inmovilizan a los generales y ordenan a sus tropas
tomar los cinco primeros pisos del edificio de la comandancia del Ejército.
La tercera y definitiva
carta la pone sobre la mesa José Vicente Rangel. Hay que ir por Diosdado
Cabello, escondido en una concha de Catia y por William Lara, refugiado en
Caracas, para llevarlos a Miraflores. Grupos élites del batallón Caracas,
Policía Militar y la Guardia de Honor, se encargan de esa tarea. Los recogen y
los llevan hasta un sótano donde se esconden durante un rato. Diosdado viste
camisa a cuadros y un chaleco beige. Lara lleva el mismo traje gris y la
corbata de la noche anterior, cuando estuvo en Miraflores. La posesión del
Vicepresidente está lista, la Constitución está a punto de sobrevivir a una
verdadera prueba de fuego.
"Que todos
aprendamos de esta lección"
El Cardenal le habla a
Chávez de las cadenas y de las estocadas públicas que da a sus adversarios. Hay
reflexiones en La Orchila mientras Caracas parece incendiarse. José Vicente
Rangel, quien mantiene comunicación con el general Baduel, informa que el
gobierno constitucional ha retornado al poder.
Luis Cañón y Alexander
Montilla
Las olas cabalgan
inquietas hasta que encuentran reposo en las playas de La Orchila, una isla
sentada en un promontorio de la cordillera del Caribe, cuyas raíces se
entierran en las profundidades de mar. Cae la tarde del sábado trece de abril y
el sol desaparece en el horizonte. El Presidente prisionero se encuentra ahí:
es el último sitio de reclusión. Su estado de ánimo no es el mejor, por momentos
se desmorona. Cree que ahora sí se va a marchar del país.
A ese mismo escenario
paradisíaco, llega monseñor José Ignacio Velasco. Lo hace a bordo de un avión
privado con matrícula estadounidense, propiedad de unos empresarios caraqueños,
interesados en ayudar a redondear el golpe de Estado con la salida de Venezuela
de Hugo Chávez Frías.
"A él lo invitaron a
ir en comisión a La Orchila para verificar mi estado de salud, la situación de
mis Derechos Humanos y para ser garante de algunas situaciones que se estaban
planteando allí como que yo saliera del país, por ejemplo", recuerda
Chávez. El saludo es muy cálido, el Presidente y monseñor se confunden en un
largo abrazo.
Chávez y Velasco caminan
por la playa y conversan un rato. El pastor religioso, que la tarde anterior
avaló el golpe de Estado con su presencia en el acto de lectura del decreto que
arrasaba con las instituciones, le subraya al Presidente, en buen tono, algunos
de los errores cometidos en su ejercicio del poder.
Hablan de las cadenas, de
Aló Presidente, de las estocadas públicas que Chávez acostumbra dar a sus
adversarios, de los mandobles que reciben quienes lo contradicen. Es un momento
de reflexión. Hay lágrimas y abrazos.
-Le pido perdón, como
pastor de la Iglesia que es usted, por los errores que he cometido, pide el
Presidente.
-Lo perdono y también le
pido perdón por nuestros errores. Aquí todos nos hemos equivocado, responde
Monseñor.
Velasco va como testigo
del acuerdo al que piensan llegar para que Chávez, definitivamente se marche a
Cuba. A través de él, los generales rebeldes y Pedro Carmona, le extienden un
seguro de vida al Presidente y su familia. Monseñor, si es necesario, está
dispuesto a acompañarlo, junto a sus parientes, hasta que aterricen sanos y
salvos en La Habana.
La idea inicial de no
dejarlo marchar de Venezuela y juzgarlo como responsable de las muertes
ocurridas en la capital, la tarde gris del jueves 11 de abril, se desinfla. La
realidad está cambiando. Una amplia zona de Caracas está literalmente
incendiada. En Catia y casi todo el oeste, los desheredados de la fortuna
arrasan con mercados y comercios de línea blanca, los dejan vacíos y luego les
prenden fuego. Miraflores está rodeado por una multitud estimada en trescientas
mil personas, en las otras capitales se forman marejadas humanas que gritan a
favor de Chávez y su regreso.
Los canales caraqueños no
trasmiten a la audiencia los movimientos telúricos de ese huracán social, que
amenaza con desbordarse. El afán político de ver a Chávez derrotado, supera en
las mentes estrechas de propietarios y directores la obligación ética de
informar con objetividad, principio y fundamento del ejercicio periodístico.
"No había condiciones de seguridad para hacerlo, el riesgo de perder la
vida era muy grande para camarógrafos y periodistas", alegan los dueños de
las televisoras en una tardía justificación, no exenta de cierta razón.
Pero la verdad, como
ocurre siempre, temprano o tarde, encuentra los caminos para dejarse ver. María
Gabriela, la hija de Chávez, establece la noche del viernes contacto con el
embajador de Cuba, y éste, de inmediato, se moviliza. La información llega
hasta el propio Fidel Castro, quien sigue minuto a minuto la situación. Fidel
desde el palacio de la Revolución tiene a su Cancillería trabajando en favor de
Chávez. Los gobiernos de 21 países del mundo, son alertados desde el viernes
por los cubanos sobre la dramática realidad que vive Venezuela: Se trata de un
golpe de Estado y puede ocurrir una tragedia de graves proporciones, advierten
los hombres de Fidel.
"Mi padre habló
conmigo y me aseguró que no ha renunciado en ningún momento. Es una dictadura
la que se está implantando en el país. Todo lo que se ha dicho es mentira.
Están buscando a los miembros del Gobierno para detenerlos también. Mi padre es
un Presidente prisionero", señala la voz joven de María Gabriela en una
conversación telefónica con la televisión cubana, que envía ese diálogo
periodístico a sus pares en otras partes del mundo.
La CNN, la televisión
española y algunos noticieros colombianos, trasmiten en directo las caudalosas
marchas que como ríos humanos, se forman en favor de Chávez en las ciudades más
importantes de Venezuela.
Informan, de la misma
manera que lo hicieron la tarde del jueves 11 de abril, luego que el Presidente
diera la orden de suspender la trasmisión de noticias por las televisoras
nacionales, confundido con la avalancha de sucesos que desembocan, horas
después, en su salida de Miraflores.
A la vez, el padre
Azuaje, alimentado informativamente por Marisabel, la esposa del Jefe de
Estado, cuenta a través de su emisora Fe y Alegría, sacando el mejor provecho a
la estructura tecnológica casi rudimentaria que maneja, lo que ocurre en el
país.
Gracias a esos diversos
canales informativos, las naciones del mundo y sus gobiernos, empiezan a
percibir otros aires distintos en la realidad de Venezuela. El régimen de facto
es golpeado por esas ondas noticiosas, sus vecinos toman distancia. Ningún
país, con excepción de El Salvador -cuyo presidente es José Flores- se atreve a
reconocer al nuevo gobierno de manera oficial y expresa. Pedro Carmona, quienes
están detrás de él, y los generales rebeldes, se mueven la tarde del sábado
sobre un campo minado en el plano internacional. No tienen piso ni soporte
legal. Su poderoso aliado del viernes, inicia una retirada estratégica. Los
voceros de Washington, tan locuaces hasta la noche anterior, de momento echan
candado a sus labios a la espera de nuevos desarrollos.
Chávez, aislado del mundo
en La Orchila, no sabe lo que ocurre al otro lado de las aguas. Se siente
arrinconado por sus adversarios y está a punto de tirar la toalla, de aceptar
su derrota y salir del país.
El coronel y abogado del
Ejército, Julio Rodríguez Salas, encargado de la custodia del Jefe de Estado,
desde cuando llega a Fuerte Tiuna, le trae el decreto inicial, el que se dio a
conocer al país a través de la televisión la madrugada del viernes. Monseñor
Velasco es testigo de excepción de lo que está ocurriendo en La Orchila. Según
ese decreto, montado por los generales rebeldes y sus asesores civiles, Chávez
primero removía de su cargo a Diosdado Cabello, el vicepresidente, y a todos
sus ministros, y luego renunciaba.
-Chico, yo no voy a
firmar ese decreto. ¿Cómo voy a firmar un decreto que tiene una fecha
distinta?, dice Chávez. Yo firmo abandonando el cargo por presión, pero no
renunciando.
La noche cae sobre la
isla, envuelta en los sonidos del mar.
"De inmediato me
comuniqué con el Ministerio de la Defensa y me dijeron que sí, que no había
problemas con ese cambio. Al fin y al cabo era lo mismo y él lo que quería era
irse del país", señala el coronel Rodríguez Salas.
Chávez ve la nueva
versión del decreto y se niega a firmarla, dice que sólo lo hará si se trata de
una carta redactada primero de su puño y letra, antes de transcribirla.
A esa misma hora, en
Miraflores, cuando ya el Presidente está a punto de aceptar su salida del país,
sus hombres retoman el control de Palacio. El canal Ocho ha sido recuperado y
un camarógrafo se apresta a filmar la posesión de Diosdado Cabello, como Jefe
de Estado encargado en ausencia del titular.
Mientras Diosdado jura,
Chávez escribe y corrige la carta que no llega a firmar nunca. "Yo, Hugo
Chávez Frías, CI 4258228, ante los hechos acaecidos en el país durante los
últimos días, y consciente de que he sido depuesto de la Presidencia de la
República Bolivariana de Venezuela, declaro que abandono el cargo para el que
fui elegido democráticamente por el pueblo venezolano y el que he ejercido
desde el 2 de febrero de 1999. Igualmente declaro que he removido de su cargo,
ante la evidencia de los acontecimientos, al vicepresidente Ejecutivo, ing.
Diosdado Cabello Rendón. En La Orchila, a los 13 días del mes de abril de
2002".
Monseñor Velasco y el
coronel Rodríguez Salas, celebran la consumación de su más importante tarea:
conseguir que Chávez acepte irse. Sólo falta que el documento sea trascrito y
puesto en limpio en una máquina de escribir. El soldado encargado de hacerlo se
demora, es leal a Chávez y decide ganar tiempo: escribe y borra, borra y
escribe.
Desde Palacio, José
Vicente Rangel, quien mantiene comunicación con el general Baduel, acantonado
en Maracay, llama al celular del coronel Rodríguez, le informa que el gobierno
constitucional ha retomado el poder, le advierte que al frente tiene al
Presidente de Venezuela. Luego habla con Chávez y le cuenta que cuatro
helicópteros Superpuma, ya surcan los cielos de Venezuela para ir a rescatarlo.
Un comando élite de 16 hombres va por el Presidente.
Monseñor Velasco
comprende que inició su conversación con un hombre hecho prisionero, a punto de
ir a al exilio, y que la concluye hablando con el mismo hombre, sólo que ahora
de nuevo es el Presidente constitucional de Venezuela. Los amos del Valle,
empresarios, dueños de medios de comunicación caraqueños, políticos de la IV
República, sectores afectos al Opus Dei, Carlos Andrés Pérez, Pedro Carmona,
los Pérez Recao y los Daniel Romero de esta historia, lo mismo que los
militares rebeldes y el propio gobierno de Estados Unidos, han fracasado de
manera estruendosa en su afán de sacar a Chávez del poder a sombrerazos.
Los helicópteros, con una
velocidad crucero de 138 kilómetros por hora, descienden sobre la isla. Son la
1:30 de la mañana del domingo. El avión destinado a sacar al Presidente
prisionero del país, tiene sus motores apagados. No hay resistencia alguna, los
leales controlan la isla.
-Vamos a agarrarnos de
las manos, le dice Chávez a Monseñor.
Así, tomados de las
manos, oran a la orilla del mar. "Pidámosle a Dios que nos ilumine.
Invoquémoslo para que seamos capaces de aceptar nuestras diferencias y
dialogar. Nuestro objetivo es el mismo, la paz y el progreso del país. No
permitamos que las diferencias se impongan", le dice Chávez.
La flota de helicópteros
inicia el regreso. El Jefe del Estado va de vuelta a Miraflores previa escala
en Maracay. Hacia las dos y treinta de la madrugada, los superpumas navegan
sobre los cielos de Caracas. Chávez ve las columnas de humo, grises y tristes, que
se alzan desde la zona incendiada de la ciudad. Abajo, todavía hay llamas sin
apagar. "Quiera Dios, repite el Presidente una vez más, que todos sepamos
leer y aprender de esta dramática lección que ha recibido Venezuela".