30 de mayo del 2003
Alberto Piris
La Estrella Digital
Nuestros televisores domésticos han cesado ya el bombardeo informativo al que nos sometieron durante la invasión de Irak. Hemos recuperado el aliento y ha cambiado notablemente el contenido de las imágenes que irrumpen a diario en la intimidad de nuestros hogares. Superada, también, la tensión electoral de las semanas pasadas, todo indicaría que había llegado el momento de repasar, con tranquilidad y sin apasionamiento, gran parte de lo que se nos contó desde que la administración Bush decidió probar su fuerza militar "preventiva" en Afganistán e Irak, para configurar el nuevo mapa internacional del poder.
La información que llovió sobre nosotros en aquellos días, en forma de persistente diluvio del que era muy difícil resguardarse, procedía, al fin y al cabo, de ciertas personas cuyo privilegio consistía en poder ver con sus ojos lo que nosotros estábamos limitados a contemplar en las 625 líneas de la pantalla del televisor, a escuchar a través de la radio o a leer en sus crónicas periodísticas: los reporteros de guerra. No se puede negar su profesionalidad y su valor personal en muchos casos.
Algunos murieron en el empeño por obtener la información que nos habían de transmitir.
Todos, sin duda alguna, se esforzaban en contar lo que ocurría, del mejor modo posible y dentro de las limitaciones para todos evidentes. Pero no todos ellos podían ser imparciales, puesto que algunos formaban parte del sistema de propaganda de la Casa Blanca y el Pentágono.
Hubo otros que fueron capaces de desarrollar una fundamentada crítica de lo que veían y, por eso mismo, nos ayudaron a entenderlo mejor.
De entre estos habría que citar a varios corresponsales españoles y, en general, a los de la BBC británica, cuya labor en este sentido fue sobresaliente. Pero hubo bastantes que, lamentablemente, estaban allí como pudieran haber estado en cualquier otro lugar del planeta adonde les enviasen sus jefes.
En el último "New York Review of Books" (29 mayo 2003) se nos cuenta cómo algunos de los enviados especiales a Irak carecían de los más elementales conocimientos sobre el país. Un reportero estadounidense, "incrustado" en una unidad de Infantería de Marina que avanzaba hacia Bagdad, al divisar un caudaloso río, transmitió con entusiasmo: "¡Estamos a punto de cruzar el Ganges!". Un soldado que le acompañaba, y que por lo menos sabía leer el mapa, le corrigió: "Es el Tigris". A lo que el informador profesional replicó con no menor ardor: "¡Bueno! De todos modos estamos cruzando alguno de esos ríos bíblicos...". El embrollo cultural de un reportero, incapaz siquiera de situarse en un plano y sirviéndose de la Biblia como referencia geográfica, parecía insuperable. Pero no fue un caso aislado.
Al comentar esa anécdota, otro informador le restó importancia, aduciendo que bastaba hojear un buen libro sobre el país en cuestión - preferiblemente un "bestseller", según él - para enterarse de todo lo necesario. Con evidente suficiencia, explicó su fórmula magistral para resolver los vacíos culturales: "Le preguntas a un taxista y él te lo contará todo". Debía ignorar el hecho de que, en este caso concreto, los taxistas del sur de Irak suelen ser inmigrantes indios o paquistaníes, ajenos a la cultura y la historia del país en que trabajan. Pero no parecía importarle mucho. Ni qué decir tiene que la calidad de las informaciones enviadas por individuos de ese tipo podrá satisfacer las necesidades urgentes de una audiencia entontecida por la furia ultrapatriótica, como existe en EEUU, pero está muy lejos de ayudar a encontrar las claves de lo que allí sucede a quienes, esparcidos por el mundo, seguíamos con interés e inquietud aquella guerra.
El contacto con la realidad iraquí de muchos medios de comunicación fue defectuoso, porque pocos corresponsales hablaban con fluidez la lengua del país (eran incapaces de entenderse directamente con la gente y de servirse de los medios locales de comunicación), ignoraban su historia, su cultura, sus tradiciones, sus modos de ser y pensar, lo que llevó a producir piezas informativas que, en numerosas ocasiones, resultaron superficiales y muy desenfocadas. No ocurrió esto en todos los casos y las loables excepciones percibidas fueron, por eso, más dignas de consideración.
Del mismo modo que muchos corresponsales radiofónicos en el extranjero se limitan diariamente a hacer para sus cadenas un resumen de la prensa local -lo que cualquiera puede obtener desde su casa, simplemente utilizando una conexión a Internet-, bastantes programas informativos de entonces se limitaron a reproducir lo difundido en las ruedas de prensa organizadas por el Cuartel General estadounidense, que todos podíamos seguir a través de la CNN. Así pues, lo que por uno u otro conducto llegaba a conocimiento del público español estuvo fatalmente contaminado. Era difícil escarbar en los contenidos para hallar la realidad por debajo de la ficción.
Nuevas guerras vendrán, probablemente en el continente euroasiático, donde se concentran tantos intereses que afectan a EEUU. Y volveremos a estar sometidos a las mismas influencias. Es de esperar que los reporteros de guerra, vieja y admirable estirpe inextinguible, de la que muchos tanto esperamos, puedan hacerles frente cada vez con más éxito.
Tomado de Rebelión