23 de mayo del 2002
Santiago Alba Rico
Rebelión
Hay actividades que es necesario poner fuera de toda sospecha, a las que hay que conceder una confianza presupuestaria y absoluta, a las que conviene tratar como si no fuesen de este mundo si es que queremos que siga valiendo la pena vivir en él. Actividades -por así decirlo- cuya credibilidad es anterior a todo contrato social -y que por eso no podemos llamar exactamente "profesiones". Pensemos, por ejemplo, en los médicos. Por mucho que haya médicos que violen el juramento hipocrático y exploten, manipulen o incluso agraven intencionadamente el sufrimiento de sus pacientes (omisión, falsos diagnósticos, abusos sexuales o crímenes disfrazados de intervenciones clínicas), seguimos dando por supuesto que el compromiso del médico con su "profesión" es independiente de las ventajas que obtiene de ella. Nadie pondría imprudentemente su vida en manos de un médico si no lo considerase, más allá de depositario de un saber especializado, vehículo también de una espontaneidad universal. Por eso al médico, aunque se le pague en dinero, siempre se le recompensa simbólicamente; por eso siempre se le paga por debajo de sus méritos y por eso -porque no se puede pagar una facultad moral- es inmoral que un médico, aunque el Estado le reconozca ese derecho, se declare en huelga por motivos salariales. También en la medida en que se reconoce a los médicos sometidos a una instancia auto(eu)regulada, es decir, a una espontaneidad radicalmente buena, se les puede permitir asociarse en "colegios" o "corporaciones" sin temer (aunque de hecho a veces ocurra) que se conviertan en una secta, una banda mafiosa o un grupo de presión (pero no se les podría permitir, ni nadie hasta ahora lo ha propuesto, constituir un partido político).
Otro caso es el de los sacerdotes. Aunque haya sacerdotes que inviertan en bolsa, roben el contenido del cepillo o violen a sus monaguillos, ni los más empedernidos anti-clericales (entre los que me cuento) considerarían el sacerdocio un simple medio para violar sus propios votos. Si muchas personas ponen imprudentemente su alma inmortal (los que creen tener una) en manos de un sacerdote no es sólo por su condición de "técnicos en administración de sacramentos"; lo hacen porque dan por supuesto que su virtud ha nacido fuera de la Iglesia y que no es, por tanto, la Iglesia quien la controla (¿quién se fiaría de una virtud controlada por la Iglesia?). Por eso el sacerdote, como el médico, sólo simbólicamente recibe un estipendio; y por eso, al contrario que al médico pero por las mismas razones, cuando se le paga en euros o en bienes terrenales, siempre se le paga demasiado (y por eso, porque no se debe pagar una facultad moral, algunos de ellos son tan morales que hacen huelgas de hambre para rechazar el salario del Diablo). Puede parecernos estúpido o insensato creerse recompensado por un Dios que no existe, pero hasta los más arrebatados ateos, a condición de que nos ocupemos de la suerte de nuestro mundo sublunar, vemos que los sacerdotes trabajan sin querer a su favor (del mundo) cuando se dejan gobernar fuera de él.
Pero tenemos también, en un nivel mucho menos heroico, mucho más banal, a los padres. Podremos suprimir la institución familiar como fuente de neurosis y tiranía, pero mientras no lo hagamos lo que no podemos hacer es controlarla. Aunque haya padres que sometan a sus hijos a toda clase de sevicias, les apaguen cigarrillos en las plantas de los pies o envenenen la leche de su biberón, nos conviene dar por supuesto que los padres quieren a sus hijos y que el amor es más que suficiente procedimiento de control para garantizar a los hombres -en esa etapa inicial- protección, seguridad y alimento. Si los hijos se fían de sus padres no es por su saber superior ni por su rectitud insobornable (los padres que no son policías o banqueros, somos perezosos y/o tontos); es porque reconocen en ellos algo espontáneamente bueno que no pueden dominar, una fuerza auto(eu)regulada más allá o fuera de su curriculum, sus lealtades de clase o sus complejos de infancia. Si los hijos no se fiasen de sus padres (y si el Estado, por ejemplo, legalizase esta desconfianza como base del derecho natural y proporcionase -lo que no parece estar muy lejos de ocurrir en el mundo anglosajón- instrumentos legales para que los mismos niños denunciasen a discreción los abusos domésticos) los hombres ya nunca sabrían fiarse de nadie y ningún contrato social serviría para convencerles de la necesidad de ponerse de acuerdo -mediante reglas, palabras u obras de arte- en un espacio compartido.
La salud del cuerpo, la salud del alma y la existencia misma de los niños (y por lo tanto del mundo) depende de que demos por supuesto que los médicos, los sacerdotes y los padres (en el ejercicio de su paternidad) son seres, no ya buenos, sino excepcionales. Seres auto(eu)regulados por una fuerza que podemos llamar amor o humanidad o moral, según queramos tratar de un modo más o menos filosófico el asunto. Médicos, sacerdotes, padres: hay actividades que se controlan fuera de las instituciones en que se realizan y de las redes de recompensas y castigos con las que se mezclan; actividades que consideramos suficientemente controladas por el desinterés (la así llamada "vocación") y que aceptamos, por tanto, que se controlen solas.
Aún más: consideramos que estas prácticas autocontroladas son la garantía de la existencia de todas las otras instituciones relativas (necesitadas, por tanto, de control) y que no podemos cuestionarlas sin fragilizar la raíz misma de la supervivencia humana. Que el mundo se haya convertido en un lugar inhóspito, peligroso, precario, en el que es cada vez más difícil orientarse; que matarse sea cada vez más fácil y respetarse cada vez más inútil tiene que ver con el hecho de que una radical sospecha se haya proyectado sobre los médicos, los sacerdotes y los padres. Y no podemos atribuir toda la responsabilidad a la sospecha misma, por mucho que haya contribuido a minar su autoridad, sin reconocer al mismo tiempo la culpa de los médicos, los sacerdotes y los padres que han sucumbido a la desorientación.
Durante doscientos años la prensa se ha configurado como un Cuarto Poder, allí donde había otros tres más o menos definidos, gracias en realidad a este tipo de credibilidad. El periodista ha sido en el espacio público, desde que Benjamin Constant fijase a principios del siglo XIX los principios de la libertad de expresión, lo mismo que el médico, el sacerdote o la madre en el espacio privado. No se puede -no se debe- controlar a la prensa por las mismas razones que no se puede ni se debe poner un inspector en cada consulta médica o entre Dios y el sacerdote en la intimidad de la celda o entre un padre y su hijo cada vez que discuten. Aunque haya periodistas mentirosos, interesados y venales, nos conviene dar por supuesto que el periodista es un ser excepcional, como el médico, el sacerdote y el padre (en el ejercicio de su paternidad), auto(eu)regulado por una espontaneidad radicalmente buena -registrada en fórmulas deontológicas y "manuales de uso"- que no podríamos discutir sin amenazar tanto la libertad misma como la eficacia beneficiosa de su poder. Por eso a los periodistas, como a los médicos, se les permite asociarse en "colegios" o formar Asociaciones Mundiales de Periódicos en la convicción de que, precisamente porque están controladas sólo por el desinterés, están en condiciones de controlar los intereses que socavan los otros poderes de este mundo.
La paradoja de la libertad de expresión es que no se le puede imponer ningún límite desde fuera (es decir, desde dentro del mundo). Los dictadores, los censores, los inquisidores, gentes a la que una sombría visión del hombre les impide admitir de buena gana la existencia de prácticas auto(eu)reguladas, han alegado siempre el peligro que para la libertad de expresión entrañan los libelistas, los publicistas y los panfletarios. Si se deja hablar a todo el mundo, los mentirosos, los venales y los interesados pueden hacer callar a todo el mundo. Pero esta paradoja ha sido siempre disuelta (como por un acuerdo o una especie de "velo de ignorancia") en el concepto de auto(eu)regulación: al igual que el derecho natural presupone el amor materno y no la pedofilia, aunque para salvar una relación universal haya que hacer peligrar a veces a un individuo, así el derecho "mediático" presupone el amor a la verdad, aunque se exponga así a la erosión de la patraña y la calumnia. El amor materno es tan poderoso que sólo se lo podría destruir precisamente presumiendo la pedofilia; el amor a la verdad es tan inherente al periodismo que sólo se podría acabar con él presumiendo la originariedad de la mentira (y procediendo en consecuencia, de manera profiláctica, contra la prensa). La imagen legendaria del reportero insobornable, audaz, que arriesga la vida por una frase inoportuna y exacta y por encima de sus lealtades de partido, es quizás poco realista, pero ayuda a proteger la práctica auto(eu)regulada del periodismo libre. Nos ayuda a proteger, además, la diferencia entre esos otros poderes relativos (de los que depende nuestra felicidad pública) y a controlarlos. Defendemos la libertad de expresión no sólo en la convicción de que los periodistas están suficientemente controlados por el desinterés y la "vocación de servicio"; también por el miedo a que, de no estarlo, se venga abajo todo ese juego de contrapesos y diferencias que ellos sostienen desde fuera y que constituye nuestro mundo. Esta combinación de convicción pura y miedo saludable aseguran a la Prensa un estatuto mucho más intocable y sagrado que el que hayan tenido nunca la medicina, el sacerdocio o la maternidad. Las prácticas auto(eu)reguladas no deben ser nunca objeto de intervención, como cosas sagradas que son, y esto induce un bucle paradójico en la paradoja que impide poner límites (ni siquiera la calumnia o la mentira) a la libertad de expresión; esta falta de límites le impone precisamente un límite: el que impide utilizar la libertad de expresión contra la libertad de expresión.
Todo esto no es sólo cierto; además es muy bonito; además es muy bueno. Lo que ocurre es que hoy las fuerzas auto(eu)reguladas (el amor, la humanidad, la moral, el compromiso con la verdad) no están amenazadas por irregularidades idiosincrásicas (la corrupción, el deseo, el interés, los dictadores o los inquisidores) sino por una fuerza auto(kako)regulada o auto(mal)regulada que está punto de destruir las condiciones mismas de su existencia.
El problema es que en los últimos veinte años se ha producido una intervención sin precedentes, a gran escala, tiránica y brutal, contra estas prácticas auto(eu)reguladas que debemos proteger como sagradas. Al igual que la medicina, el sacerdocio y la maternidad (que han acusado también el embate), la libertad de expresión puede soportar la mentira y la calumnia, puede soportar la venalidad y la ambición; lo que no puede soportar es la intervención o, lo que es lo mismo, la falta de libertad. El periodismo, que no es una profesión, que está gobernado por la espontaneidad radicalmente buena de seres excepcionales (y que sólo excepcionalmente no lo son), ha sido prohibido, abolido, dictatorialmente disuelto en su estructura misma. Ninguna intervención estatal, ninguna dictadura, ninguna forma de censura anterior había llegado tan lejos. La fuerza auto(eu)regulada del periodismo ha sido corroída y suplantada por una fuerza auto(kako)regulada de este mundo: el Mercado. Los datos son tan conocidos como, al parecer, irrelevantes. En los últimos cien años el número de diarios y revistas no ha hecho sino disminuir y en las dos últimas décadas el 80% de los que han sobrevivido han quedado concentrados en unos pocos grupos:
Berlusconi, Bertelsmann, Murdoch o Hachette en Europa; otros 29 en EEUU, que manejan una media de 2.600 millones de dólares cada uno, lo que los convierte, según recuerda Michel Collon, en "un nuevo Ministerio Privado de Cultura". Grandes empresas, con intereses diversificados en todos los sectores económicos (desde la inmobiliaria y las altas finanzas hasta la venta de armas) controlan las acciones de las mayor parte de los medios de comunicación de masas: Fiat y Finnivest tienen en sus manos la mayor parte de las publicaciones y televisiones de Italia; en Francia, Bouygues se ha adueñado de TF1, Alcatel de L'Express, Suez de Le Nouvel Observateur, la gran banca de Le Monde, la General de Aguas de la productora cinematográfica UGC, la Lyonesa de Aguas de la Agencia Havas. ¿Y qué decir de EEUU? General Electric ha tomado el control de la firma RCA y, particularmente, de la cadena NBC; Westinghouse, uno de los grandes nombres del sector nuclear y armamentístico, posee una importante red de cadenas de TV, otra de Tv por cable y otra de radios; las tres cuartas partes de las acciones de ABC y CBS pertenecen al Chase Manhattan Bank, al Citibank, al Bank of America y a la Morgan Guarantee Trust; los grandes grupos financieros controlan 34 emisoras de tv local, 201 sistemas de tv por cable, 62 emisoras de radio, 20 discográficas, 29 revistas (entre ella Times y Newsweek) y algunos de los más influyentes diarios del país (el New York Times, el Washington Post, el Wall Street Journal y Los Angeles Times). ¿Alguien puede seguir creyendo que la libertad de expresión está garantizada por la fuerza auto(eu)regulada del desinterés y la objetividad como la seguridad de los niños está garantizada por el amor de los padres? La libertad de expresión y de impresión son el monopolio de la libertad de empresa, como la libertad para difundir libros era, en el siglo XVII, el monopolio de la libertad del Rey y de la Iglesia. De lo que se trata es de asegurar la independencia -es decir, el autocontrol incontrolable del interés y el beneficio- de los bancos, las multinacionales y los fabricantes de armas. ¿Qué auto(eu)regulación puede sobrevivir en esta kakomaquia? ¡Cualquiera que tenga 180 millones de euros (unos 20.000 millones de pesetas) puede influir en la opinión pública a través de un diario de alcance nacional! La Prensa no puede controlar desde fuera los otros tres poderes porque ha sucumbido con ellos a una fuerza que está siempre y sólo dentro. El Cuarto Poder es ya sin más el Poder, el mismo poder, el de esa fuerza auto(kako)regulada que incendia Afganistán y rebaña la Argentina, que deja a Enron en libertad para esquilmar la India, a Repsol para envenenar la tierra de los mapuches y a la Fiat para aumentar su cotización en bolsa despidiendo a 10.000 trabajadores; esa fuerza que se encierra, fuera de todo control, extramuros del ejercicio de la ciudadanía, en acuerdos feudales contra el trigo indio y la leche colombiana (GATT, ALCA), en sociedades secretas diseñadas para arrojar mujeres rumanas a la prostitución, privar de agua potable a los pobres bolivianos y dejar a los niños africanos sin medicinas (FMI, OMC) y en cumbres de gobierno blindadas detrás de murallas chinas en las que se decide el aumento de los accidentes ferroviarios en Inglaterra y de los cortes de luz en España (y la persecución de todos los que no quieran morir en un descarrilamiento o alumbrarse con velas). En estas condiciones, los periódicos son algo así como misiles blandos, cuchillos de imprenta, las jaulas en las que se encierra a los hombres antes de que se hagan talibanes y haya que encerrarlos en Guantánamo. Allí donde la auto(eu)regulación del periodismo libre ha sido intervenida, extirpada de raíz, por la auto(kako)regulación de las multinacionales, no es ya que los periodistas no puedan comportarse como seres excepcionales, satisfaciendo así la ingenua confianza incluso de los carteristas y los proxenetas (que creen naturalmente en los médicos, los sacerdotes y el amor materno); es que los convierte sin mucho margen de error en seres abyectamente hetero(kako)regulados; es decir, los convierte en mercenarios, muñidores, sicofantes, criminales blandos, como los misiles que lanzan, fideputas y ribaldos o, en el mejor de los casos, en "profesionales" (lo que nunca deberían ser) de la auto(kako)regulación del Mercado. No exageremos. Así como la auto(eu)regulación de la libertad de expresión es compatible (igual que el juramento de Hipócrates, los votos sacerdotales y la paternidad) con una cantidad marginal de corrupción, entuerto y mentira, también la hetero(kako)regulación del periodismo en nuestros días es compatible con una cantidad marginal de honestidad, objetividad y verdad. Pero basta este solo planteamiento para que sintamos toda la gravedad de lo que está en juego. Para que nos sintamos asustados. Porque la verdad y la mentira, para nuestro periodismo hetero(kako)regulado, han dejado de estar íntima y eternamente reñidas en su esencia (como lo habían estado siempre, por mucho que se las pudiera mezclar de vez en cuando); fungen más bien como puros medios o instrumentos homogéneos desde el punto de vista lógico y moral, desigualmente útiles (como lo son un martillo y un zapato para clavar un clavo) pero indiferentes respecto de su fin: la trabajosa tarea cotidiana de asegurar la independencia de los bancos, las multinacionales y las fábricas de armas (y la independencia respecto de sus ciudadanos de los gobiernos que los representan -a los bancos y las multinacionales, no a los ciudadanos).
La verdad ya no es, como el amor materno, la garantía y el presupuesto de la libertad de expresión; es sólo un utensilio entre otros, el viejo abrelatas que no se acaba de tirar porque todo -nunca se sabe- se puede aprovechar. En estas condiciones la verdad, como bien escribe Luis Alegre, ya no es más que una "contingencia" o "accidente" del sistema. Puede haber en él unos pocos periodistas auto(eu)regulados (y unas cuantas noticias verdaderas) como puede haber unos pocos pedófilos en la institución familiar. Pero los pedófilos no cuestionan (o no deberían cuestionar) el amor paterno y los periodistas auto(eu)regulados y las noticias verdaderas ni moralizan ni transforman el sistema de la prensa.
Una fuerza auto(eu)regulada es una fuerza que no necesita ser controlada desde fuera (desde dentro del mundo); una fuerza auto(kako)regulada es una fuerza interesada en que nadie la controle. Creo que tenemos ya bastantes evidencias de que el periodismo de los grandes medios se ha convertido en lo contrario de un "colegio"; es decir, en una secta, una mafia o un grupo de presión. Pero ha encontrado, sin embargo, un medio casi inexpugnable para proteger sus intereses: el de proteger con ellos, paradójicamente, el "esquema" del desinterés. Transporta en su seno, por así decirlo, como una sombra o un alma, el desinterés que esos mismos intereses destruyen e imposibilitan sistemáticamente. Precisamente porque aceptamos que la mentira también tiene derecho a hablar (según la primera paradoja de la libertad de expresión), no nos atrevemos a impedirla hablar, aunque sólo ella tenga los medios para hacerlo. Somos tan respetuosos como los carteristas y los proxenetas (que siguen creyendo en la medicina, el sacerdocio y la maternidad) y mucho más, desde luego, que los periodistas hetero(kako)regulados que no creen en nada. Aceptamos, por ejemplo, que el periodismo de investigación, que se ha infiltrado en los servicios secretos y en las cloacas del Estado, en las empresas que contratan inmigrantes e incluso en los concursos de miss España, tenga un límite: los propios periódicos. ¿No hemos acumulado suficientes elementos de sospecha, bajo la erosión de esta desdichada fuerza que no respeta a nadie, como para explorar también el patrimonio de los periodistas, sus cuentas corrientes, sus relaciones con los otros poderes del Estado y con sus propias empresas, así como el régimen interno que gobierna sus condiciones de trabajo? ¿Por qué los periodistas aceptan lo que no aceptaría ni un marroquí de El Egido? Porque han renunciado, por obediencia debida o por entusiasta connivencia, al imperativo sagrado de la auto(eu)regulación. Incluso si sabemos cuántos millones hacen falta para influir en la opinión pública y quién los tiene (inmobiliarias, gran industria, multinacionales del armamento) todo eso se nos antoja irrelevante o secundario. La intocabilidad de la prensa, como portadora de una verdad desinteresada, ha sobrevivido a la verdad desinteresada que no había que tocar y que la prensa precisamente ha destrozado.
Pero ellos sí pueden; ellos sí pueden tocarla (la libertad de expresión). En las condiciones de control del espacio público por parte de la auto(kako)regulación de los intereses privados que llamamos democracia, la doble paradoja de la libertad de expresión (que debe ser ilimitada y que, por eso mismo, sólo debe poner límites a los que atenten contra su carácter intocable y sagrado) la resuelven los periodistas hetero(kako)regulados revelando hasta qué punto son ellos el límite; es decir, persiguiendo a los periodistas auto(eu)regulados. O lo que es lo mismo: persiguiendo a los periodistas (y por eso están casi todos en Internet o en pequeñas publicaciones marginales). Lo único que no puede soportar la prensa es el periodismo. Porque lo cierto es que la democracia española (es decir, las condiciones "españolas" de la auto(kako)regulación) sí persigue a los periodistas, filtrando empresarialmente toda forma de autocontrol desinteresado, retirando publicidad institucional o represaliando y recompensando la independencia y la subordinación. O, cuando estos procedimientos ya no bastan, cerrando periódicos. O encarcelando a sus directores. En noviembre del año 2000 Ardi Beltza, la publicación de Pepe Rei, difundió un vídeo de investigación -¡uno!- en el que se rastreaban las relaciones entre algunos periodistas y el Ministerio del Interior (es decir, la fusión anti-democrática entre dos poderes públicos). Pocos días más tarde, a petición de algunos de los protagonistas de la cinta (Fernando Jáuregui, Carmen Gurruchaga y Luis del Olmo, entre otros), el Fiscal General del Estado mandó abrir un sumario para procesar a Pepe Rei. La Asociación Mundial de Periódicos, que había denunciado el atentado con explosivos contra la sede de El Mundo de El País Vasco de unos meses antes, ni siquiera emitió un comunicado de protesta. P.J. Ramírez, miembro de la susodicha Asociación y que había denostado también el fanatismo totalitario de los abertzales que se habían manifestado ante el edificio de su periódico, se alinea inmediatamente con sus hetero(kako)regulados colegas agraviados y pide en un editorial del 9 de noviembre el encarcelamiento de "este ladrador de infamias, este rufián disfrazado de informador", este "bellaco" al que "los tribunales deben aplicar la máxima dureza". Como es sabido, año y medio después y tras varios recursos, Pepe Rei afronta un juicio por pertenencia a banda armada que puede costarle hasta diez años de cárcel.
La "democracia" puede hacer lo que no se podría hacer contra la democracia. Pero así la palabra democracia pierde finalmente todo su sentido.
Si no asumimos la muerte del periodismo y el fin de la libertad de expresión, si no aceptamos -por mucho miedo que nos produzca hacerlo- que el Cuarto Poder es el mismo poder (ese puré licuefacto donde se ha disuelto la esencia misma de la democracia) y que la auto(kako)regulación del Mercado está a punto de tragarse todo espontaneidad radicalmente buena, no podremos entender nada de lo que ha ocurrido en Venezuela. Precisamente la importancia del caso Venezuela -aparte señalar la primera derrota provisional de la Dictadura Mundial en su tentativa de reconstrucción planetaria- reside en que ha desnudado a la luz del día la hetero(kako)regulación de la prensa. Ya no podemos creer más (por mucho que compartamos la ingenuidad de los carteristas y los proxenetas) en esa credibilidad anterior a todo contrato social que era, al mismo tiempo, la garantía de todo contrato social. El daño, se comprenderá, es más que político: es casi cósmico, metafísico, pre-contractual, como la propia devastación del espacio público a la que nos está arrastrando, en estos primeros años del siglo XXI, el capitalismo. Hay que luchar desde esa desesperación y desde esa desorientación.
Lo que ha revelado el caso Venezuela con claridad de laboratorio, sin ambages ni disimulos, es la condición de los medios de comunicación de puros medios o instrumentos -a igual título que los francontiradores y los tanques- de la auto(kako)regulación del Mercado. En efecto, es la primera vez en la asendereada historia de Latinoamérica en que un golpe de Estado es técnicamente ejecutado por una alianza de periodistas y empresarios, con una intervención sólo marginal del ejército. En estas páginas, un puñado de esclarecedores textos han analizado y denunciado la complicidad golpista de los medios venezolanos y españoles, que prepararon el terreno y después apoyaron (tanto logística como propagandísticamente) el criminal gobierno de Carmona. Si, por mi parte, me he entretenido hablando de médicos, sacerdotes y padres (y de la necesidad de restablecer una espontaneidad radicalmente buena o auto(eu)regulada), ha sido sólo para añadir, muy brevemente ya, un cargo nuevo a los hasta ahora enumerados. Para recordar un hecho (un síntoma más, otro inquietante latido en este cuadro de corrupción) que ha pasado casi completamente desapercibido y cuya repugnancia política y moral debería enseñarnos con una sacudida hasta qué punto el periodismo hetero(kako)regulado ha decidido volverse desvergonzadamente militante.
El pasado 7 de mayo, la Oficina de Prensa del Palacio de Miraflores en Caracas dio cuenta de la visita de una delegación de la Asociación Mundial de Periódicos, encabezada por P.J. Ramírez, director del diario español El Mundo, quien hizo una serie de peticiones al presidente Chávez. No debemos olvidar que la visita se produjo apenas veinte días después de los sucesos del 11 de abril y que el portavoz de esta delegación representa a un periódico que celebró y justificó el golpe de Estado (mediante una amplia gama de procedimientos, desde la descalificación personal a la mentira bellaca).
¿Qué es lo que fue a pedir P.J. Ramírez al presidente Chávez el día 7 de mayo? ¿Fue a apoyar la comisión de investigación (nada de tribunales especiales ni Audiencias Nacionales, ni garzonadas de urgencia) nombrada por la Asamblea Nacional para investigar la participación de políticos, empresarios y periodistas en la suspensión sangrienta de la Constitución del 11 de abril? No, fue a pedir que investigara y castigara a los responsables de los ataques a periodistas e instalaciones de los medios (periodistas y medios que durante todo el 12 de abril habían impuesto la censura más férrea y sucia de la historia de Venezuela, silenciando tanto el acoso por parte del régimen a los partidarios de Chávez como las masivas protestas de éstos en todos los rincones del país).
¿Fue a pedir, como hizo en el caso de Pepe Rei, la intervención del Fiscal General de Venezuela (o su equivalente) contra los medios que - ahora se sabe- habían grabado el día 10 proclamas de generales golpistas que fueron emitidas el día 11, después de la "espontánea" e "inesperada" rebelión cívico-militar? No, fue a pedirle a Chávez que garantizase la seguridad a los profesionales de la prensa a fin de que pudieran realizar su trabajo de forma libre e independiente.
¿Fue a pedir una investigación contra esos "perros ladradores" y "rufianes disfrazados de informadores" que, durante tres años y en una estrategia tan perfectamente orquestada como anunciada, habían degradado y pisoteado todos los principios de auto(eu)regulación de la libertad de expresión, pidiendo a gritos y a veces del modo más soez la cabeza - literalmente- de Chávez? No, fue a pedir a Chávez que hablara menos (que se "abstuviera de utilizar expresiones retóricas que pudieran inducir a la violencia contra la prensa" y "limitase su derecho a transmitir sus discursos").
¿Fue a pedir que investigara la financiación de los medios de comunicación y su relación con Fedecámaras, con los grandes magnates del petróleo y la industria venezolana que habían estado a punto de llevar al país a una guerra civil volteando el orden constitucional elegido por la mayoría del pueblo venezolano? No, fue a pedir que se retirara todo apoyo, tanto financiero como moral, a los círculos bolivarianos que habían salvado la República y sus instituciones democráticas de la dictadura y la represión.
¿Fue a manifestar a Chávez su apoyo a las instituciones democráticas y al orden constitucional por él representados frente al golpismo y la subversión? No, fue a pedirle que respetase el artículo 143 de la Constitución que garantiza la transparencia de los actos de gobierno (de la misma Constitución cuya suspensión él y sus compinches hetero(kako)regulados habían celebrado en sus triunfantes editoriales del día 12 de abril).
Al contrario que el auto(eu)regulado Ignacio Ramonet, que ha encabezado una comisión de Media Watch Global -una organización no gubernamental fundada en enero en el Foro Social Mundial- para observar y supervisar la conducta de los medios de comunicación venezolanos, los golpistas de la Asociación Mundial de Periódicos, con P.J. a su cabeza, acudieron a Venezuela a hablar con Chávez. Es decir, P.J.
Ramírez, paladín de la democracia, acudió a Caracas a transmitir a Chávez esta amenaza: o permites a los periódicos y medios de comunicación de Venezuela preparar libremente tu derrocamiento o en el próximo golpe de Estado quizás no tengas tanta suerte. ¿Es el mundo del revés? No, es al derecho y sin embozo la lógica ancilar del periodismo después del 11 de septiembre, día en que empezó una guerra en la que los periodistas (los hetero(kako)regulados) se encuentran en primera línea de fuego... disparando sobre la multitud.
La delegación de P.J. Ramírez al Palacio de Miraflores, que ha pasado como de puntillas sobre las alfombras, anuncia sombras para Venezuela y malos tiempos para todo el mundo. Indignémonos primero, asustémonos después y engrasemos nuestros teclados a continuación. La visita de P.J.
Ramírez a Chávez demuestra que el golpe no fue completamente derrotado y que nuevos golpes se preparan para el futuro.
Pero demuestra también que el periodismo, allí donde se ha resuelto la delicadísima paradoja de la libertad de expresión dinamitando la estructura de auto(eu)regulación que la sostenía en equilibrio, puede ser un delito. Y yo pido al Fiscal General de la Virtual República Democrática de la Humanidad Auto(eu)regulada que abra un sumario a P.J. Ramírez por no pertenecerse a sí mismo -con el agravante de golpismo y amenazas.
¿Juzgar a un periodista? Habría (habrá) que hacerlo. Y también tendría que ser juzgado por esto: tendría que ser juzgado por las consecuencias que acarrearía para el mundo el hecho de tener que juzgar a un periodista (por golpista y hetero(kako)regulado; es decir, por no serlo). Porque juzgándolo destruiríamos la última sombra, el alma, el "esquema", de la auto(eu)regulación de la que él ha destruido ya la sustancia. Y por su culpa y la de todos los que son como él, habrá luego que volver a empezar desde el principio, como si no hubiese habido ni fuego ni rueda ni Grecia ni imprenta ni Ilustración ni nada, restaurando desde la barbarie esas confianzas pre-contractuales (condición de todo contrato) que tantos miles de años habían tardado en echar raíz: la confianza en la medicina, el sacerdocio, la maternidad y el periodismo.
(Me doy cuenta -y alguien me hará observar con burlón tono de reproche- que en mis últimos textos me dedico sin ningún empacho a sentar en un banquillo a todo el mundo. Juzgo y juzgo, como Salomón desde su trono. Y es verdad, tienen razón: me he vuelto muy moderado. Mientras decenas de periodistas en España y Venezuela piden al empresariado y al ejército que disuelvan la Asamblea Nacional, suspendan las garantías constitucionales, cierren los Tribunales, bombardeen -si es necesario- el palacio presidencial y torturen o disparen a los que se resisten, yo me conformo (¡y sin que nadie me oiga!) a pedir que les juzguen por eso. Me estoy volviendo un demócrata demasiado tarde, cuando el mundo auto(kako)regulado se desplaza tan deprisa a la derecha que me sigue dejando siempre, por mucho que yo corra, en la extrema izquierda. Y me hará quizás pagar por ello).
Tomado de Rebelión