17 de abril
del 2002
Ignacio
Ramonet
El
País
Por primera vez en más de diez años, un golpe de Estado
militar ha intentado derrocar, el 11 de abril, en América Latina, a un
presidente democráticamente elegido que trataba de poner en marcha un programa
moderado de transformación social. Los Estados Unidos y el Fondo Monetario
Internacional no pudieron disimular su alegría durante las breves horas en que
parecía que Hugo Chávez había perdido el poder en Venezuela.
Chávez no había mandado disparar contra los manifestantes
como lo clamaron mentirosamente algunos canales de televisión (me refiero al
montaje trucado y falseado que Venevisión difundió mundialmente); las pruebas
existen al contrario, que los primeros disparos partieron de francotiradores
disimulados entre los manifestantes golpistas contra los partidarios de Chávez,
entre los cuales se produjeron los primeros cuatro muertos.
Este gravísimo golpe a la democracia, con su aspecto
caricatural (¡una junta militar presidida por el jefe de la patronal!), hizo
retroceder, durante 48 horas, a todo el continente latino-americano a una era
política que pensábamos superada, los años del pinochetismo y de la represión.
Ha sido una terrible advertencia para todo dirigente latinoamericano que
intente oponerse al modelo ultraliberal y critique la globalización. Esa
advertencia se dirige, en primer lugar, a Luiz Inacio Lula da Silva, del
Partido de los Trabajadores (PT) de Brasil, que los sondeos colocan en cabeza
de las intenciones de voto para la próxima elección presidencial de octubre.
Toda esta conjuración se veía venir. Estaba yo en Caracas
hace apenas una semana. Se percibía inmediatamente una atmósfera de tensión
extrema. El golpe venía.
Venezuela posee una estructura de la riqueza
escandalosamente desigual. El 70% de la población vive en la pobreza. Durante
40 años, dos partidos -Acción Democrática (social- demócrata) y Copei
(demócrata-cristiano)- se habían repartido el poder y la riqueza nacional. Los
niveles de corrupción alcanzaron dimensiones inauditas.
Mientras recorríamos de noche las calles de Caracas, Hugo
Chávez me decía que Venezuela había recibido, desde 1960 hasta 1998, en
ingresos de divisas por venta de petróleo, el equivalente de unos 15 planes
Marshall. 'Con un único Plan Marshall', me decía Chávez, 'se pudo reconstruir
toda Europa destruida por la Segunda Guerra Mundial. Y con 15 planes Marshall,
en Venezuela, sólo se ha conseguido que unos cuantos corruptos hayan amasado
algunas de la mayores fortunas del mundo, mientras la mayoría de la población
yace en la miseria'.
Ese sistema de corrupción, combatido por Chávez, acabó por
derrumbarse en 1998. Los dos partidos AD y Copei fueron barridos y
desaparecieron. Chávez fue elegido presidente con un programa de transformación
social y con el proyecto de hacer de Venezuela un país más justo y menos
desigual. Algunos pensaron que, como tantos otros, una vez establecido en el
poder, Chávez se olvidaría de sus promesas y todo seguiría como siempre. Pero
este comandante, de origen muy humilde, admirador de los grandes libertadores latinoamericanos,
estaba decidido a no defraudar a sus electores, esos habitantes de los
ranchitos que veían en él la última esperanza para salir de la pobreza, la
incultura y la humillación. 'La lucha por la justicia, la lucha por la igualdad
y la lucha por la libertad', me decía Chávez, 'algunos la llaman socialismo;
otros, cristianismo; nosotros la llamamos bolivarismo'.
Su Gobierno lanzó toda una serie de reformas sociales:
escuelas en los barrios olvidados, realizaciones en favor de los indígenas, microcréditos
para la pequeña empresa, ley de tierras en favor de los campesinos sin tierra,
mejora de las infraestructuras en el interior del país, etcétera. 'Hemos
disminuido el desempleo', me contaba Chávez. 'Hemos creado más de 450.000
nuevos puestos de trabajo. En los dos últimos años, Venezuela subió cuatro
puestos en el Índice de Desarrollo Humano. El número de niños escolarizados
aumentó en el 25%. Más de 1,5 millones de niños que no iban a la escuela están
ahora escolarizados, y reciben ropa, desayuno, comida y merienda. Hemos hecho
campañas masivas de vacunación en los sectores marginados de la población. La
mortalidad infantil disminuyó. Estamos construyendo más de 135.000 viviendas
para familias pobres. Estamos repartiendo tierras a los campesinos sin tierra.
Hemos creado un Banco de la Mujer que otorga microcréditos. En el año 2001,
Venezuela fue uno de los países con mayor crecimiento del continente, cerca del
3%... Estamos sacando al país de la postración y del retraso'.
A medida que estas reformas se ponían en práctica, muchos de
los que habían sostenido a Chávez dejaban de apoyarlo. Lo trataban de
'caudillo' o de 'autócrata' cuando nunca había reinado tal libertad. No había
ningún preso de opinión en el país. Pero la minúscula clase rica y la clase
media alta, esencialmente blancas, como muchos intelectuales y periodistas,
veían con pavor la perspectiva de ver subir en la escala social a la gente de
color, cobriza o negra, que aquí, como en toda América Latina, ocupa los
lugares inferiores de la sociedad. Habría que compartir privilegios, y eso
parecía inaceptable. 'Hay un increíble racismo en esta sociedad', me decía
Chávez. 'A mí me llaman El Mono o El Negro, no soportan que alguien como yo
haya sido elegido presidente'.
Así se llegó a la situación del 11 de abril. Una situación
de confrontación de clase contra clase. Por un lado, el presidente Chávez,
apoyado por una parte mayoritaria del pueblo común; por el otro, una alianza
neoconservadora: la burguesía que ocupaba las calles del barrio rico con
cacerolas, apoyada por la patronal; los medios de comunicación (prensa, radio y
televisión) ferozmente hostiles, mintiendo descomunalmente, inventando rumores
y calumnias, falseando las evidencias; y la aristocracia obrera (trabajadores
del petróleo) movilizados por la CTV, el sindicato considerado como más
corrupto de América Latina.
Esta alianza reaccionaria declaró una guerra sin cuartel al
presidente Chávez, con el apoyo de algunos medios internacionales (por ejemplo,
el canal CNN en español) y con el sostén mal disimulado de los Estados Unidos.
Washington, en su voluntad de dominar el mundo después del 11 de septiembre, no
podía soportar, y así lo dijo Colin Powell hace unas semanas, la independencia
diplomática recobrada de Venezuela, su papel en la OPEP, su falta de apoyo al
Plan Colombia, sus buenas relaciones con Cuba, su actitud militante contra la
globalización neoliberal.
Hace unos meses, la Administración de Bush nombró
subsecretario de Estado para los Asuntos Americanos -es decir, procónsul de
Estados Unidos en América Latina- a Otto Reich, antiguo colaborador de Reagan,
conspirador en el asunto Irán-Contra, experto en organización de sabotajes y de
atentados, especialista en las artes de la contrarrevolución. Otto Reich ha
sido el arquitecto oculto de la conjuración contra Chávez.
Estas malas intenciones de Estados Unidos, la víspera del
golpe, Hugo Chávez las percibía con insólita lucidez: 'Lo de la huelga general
del 9 de abril es sólo una etapa de la gran ofensiva norteamericana contra mí y
contra la revolución bolivariana. Y seguirán inventando cualquier cantidad de
cosas. No te extrañe que mañana inventen que yo tengo a Bin Laden en Venezuela.
No te extrañe que hasta saquen algún documento demostrando con datos y pruebas
que Bin Laden y un grupo de terroristas de Al-Qaeda están en las montañas de
Venezuela. Preparan un golpe, y si fracasan, prepararán un atentado'.
Ignacio Ramonet es director de Le Monde Diplomatique,
fundador de Attac y uno de los promotores del Foro Social Mundial de Porto
Alegre.