El refrigerio
Una bolsa plástica es el maletín en el que Javier carga sus libros: dos cuadernos casi sin hojas y un pedazo de lápiz
Fuente : La Voz
Por Camilo Raigozo A.
A las seis y media de la mañana, los cerros del sur de Bogotá donde se asienta Ciudad Bolívar reciben los primeros rayos solares del nuevo día, acompañados de un viento helado que cala hasta los huesos. Todavía quedan residuos de neblina y rocío como prueba de la helada sabanera de aquella madrugada. A esa hora los caminos sobre las laderas semejan hormigueros gigantes y multicolores; son sus moradores que despiertan y salen de sus refugios nocturnos a enfrentar un día mas las desesperanzas y adversidades. Por un atajo desértico y solitario, camina pausadamente distrayéndose con cualquier cosa, un niño de mirada triste y profunda decorada con ojeras de muchas horas de ayuno, las mejillas y las orejas quemadas por el sol de las tardes y el frío de los amaneceres; camina con alguna dificultad, a veces arrastra el pie izquierdo, no porque esté cojo sino por que el tenis está tan roto que se le quiere quedar por el camino; el otro goza de remiendos mas efectivos que le permite a su fantasía infantil hacer los goles de antología de Ronaldinho, con las piedritas que encuentra en el camino. El pantalón, tres tallas mas pequeño no le alcanza a cubrir los tobillos, está raído y roto por los cuatro costados; el saco que alguna vez fue de color verde y sirvió de uniforme escolar, le queda un poco grande, tiene una manga mas deshilachada que la otra y varios orificios por donde el viento helado entra como Pedro por su casa. Una bolsa plástica es el maletín en el que Javier carga sus libros : dos cuadernos casi sin hojas y un pedazo de lápiz. Aún le faltan veinte cuadras para llegar a la escuela, pero a él la llegada tarde, ni le va ni le viene. Simplemente salta el muro, eso sí antes de las diez y cuarto de la mañana hora del recreo y de la reparticipación del refrigerio que finalmente es el único objetivo por el que asiste a la escuela Santo Domingo. Miriam, su profesora, cansada de luchar contra la corriente lo sabe y lo acepta, pues los cuatro años que lleva trabajando en aquel paraje la han curtido en la lidia de la miseria en la que viven sus alumnos. Mas que nadie sabe, que el refrigerio es el único alimento que Javier consumirá en las siguientes veinticuatro horas; sabe también que él, cada día se las arregla como puede para conseguir otros dos refrigerios adicionales con los que le calma el hambre a sus dos hermanitas que lo esperan en el rancho, pues a sus nueve años le ayuda a su mamá en el sostenimiento del hogar. Laura, su mamá, trabaja desde hace seis meses en un restaurante por los lados del Restrepo, donde gana 130 mil pesos al mes. Entra a las seis de la mañana y sale a las ocho y media de la noche; cuando regresa a eso de las diez al rancho, casi siempre encuentra a sus tres hijos dormidos sobre la cama hecha de tablas acomodadas sobre pedazos de ladrillo, con cartones como colchón y algunos harapos como cobijas; un rincón de la habitación sirve de cocina, el piso es la tierra pura, descarnada, húmeda que a veces tapiza con periódicos; las paredes hechas de tablas, cartones y latas, que el viento estremece y amenaza con mandar al suelo en cualquier momento. En el barrio no hay luz, ni agua, ni alcantarillado, mucho menos teléfono; ella ilumina la habitación con una vela que deja prendida solo los instantes necesarios para contemplar la conmovedora escena que le ofrecen sus hijos. El dolor de madre la embarga por completo, en la oscuridad llora desconsoladamente por largo rato y en silencio para que ellos no despierten, porque a veces no hay alimento que ofrecerles. En ocasiones le permiten recoger los sobrados de los clientes del restaurante o le regalan la raspadura de las ollas, esas noches sus hijos pueden comer. Después de agotar sus lagrimas , se queda absorta añorando los días felices junto a su marido allá en su finca en Santander cuando nada les faltaba, antes de que los hombres de Castaño lo asesinaran y la convirtieran a ella y a sus hijos en otro numero mas de viudas y huérfanos de los mas de dos millones de desplazados que sobreviven en un país en el que las efímeras ilusiones se calcinan en la hoguera de la injusticia social.