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Baldomero Lillo

Baldomero Lillo

Baldomero Lillo, maestro del cuento chileno

PÁGINAS DEL SALITRE

La huelga


Son las 6 de la mañana. El sol por encima de los contrafuertes andinos esparce sobre la pampa una claridad deslumbradora.
Bajo el cielo azul de una pureza y transparencia extraordinaria, l parda superficie del desierto osténtase desnuda como una inmensa pizarra en la que un lápiz gigantesco hubiese trazado, repitiéndolos al infinito, los blancos caracteres de una misma fórmula.
Son los rajos de las calicheras.
Anchas grietas recortan y cruzan en todas direcciones la yrma extensión del páramo donde el bochorno del día y el frío glacial de la noche han sellado un pacto eterno de confabulación y hostilidad a la vida.
Bíblico campo sembrado de sal, en vano la pólvora y la dinamita han abierto en él, con sus rejas flamígeras, innumerables surcos, y hundido y desgarrado por mil partes su infecunda entraña.
La ausencia absoluta de toda vegetación da a la tierra convulsionada el aspecto de un negro mar embravecido, súbitamente petrificado.
Un silencio solemne reina en la pampa, que sólo interrumpen de tarde en tarde, la sorda y lejana detonación de un tiro o los gritos desaforados y rabiosos de los carreteros.
A pocos pasos de la polvorosa huella, por la que van y vienen las carretas transportadoras de los acopios, los particulares Luis Olave y Fermín Pavez, el barretero Simón Araya y su hijo Vicente se ocupan desde el amanecer en la apertura de una calichera.
Vestidos con el traje de rigor: blusas y pantalones de tela blanca, trabajan con ahínco a fin de aprovechar la favorable temperatura de la mañana. En tanto que los dos primeros aprietan las cargas de pólvora, Simón y Vicente finiquitan la destazadura del último barreno.
Con los pesados machos, las particulares o calicheros golpean rudamente los atacadores de madera de sauce, encima de los tacos de chuca y costra, a fin de asegurar la mayor eficacia del tiro.
La tarea avanza lentamente y hace más penosa a medida que el sol se levanta en el horizonte por sobre la brumosa serranía del oriente. Poco a poco, con la gloriosa irradiación del astro aumenta y crece el bochorno del día. Sobre la tierra caldeada el aire tiembla y produce fantásticos espejismos, que cambian de forma y se desvanecen en las lejanías grises y cenicientas.
Hacia el oriente, a varios centenares de metros, se alzan las opacas y chatas construcciones de las oficinas, sobre las cuales se destacan perfilándose, rectas en el horizonte, las negras y humeantes chimeneas de la máquina.
En tanto que los particulares voltean en el aire sin descanso los pesados martillos, el barretero Simón, echado de bruces en el suelo, vigila la tarea del destazador metido cabeza abajo dentro del agujero circular del barreno.
Para mantener al muchacho a la altura conveniente tiénelo su padre asido por los tobillos, lo que le permite oír la respiración anhelosa del pequeño, que falto de aire y sofocado por el polvo, sufre mortales congojas en aquella posición invertida.
De pronto, Olave, que concluida su tarea se ha aproximado y mira con atención dentro del orificio, ve que los desnudos y hermosos piececillos se crispan convulsivamente entre las rudas manos del obrero el cual, incorporándose con prontitud extrae fuera de aquel embudo el cuerpo diminuto de un rapazuelo de 8 años.
Blanco de polvo, los ojos inyectados en sangre y la cara congestionada, el pequeño era presa de un violento acceso de tos.
El barretero murmuró furioso:
-¡Maldito diablo! No aguanta ni tres minutos. En esta taza vamos a enterar el día.
Olave, que inclinado sobre el niño limpiaba con su pañuelo el menudo rostro cubierto de sudor y tierra, reconvino amistosamente a su camarada:
-Simón, el chico está resfriado y es inhumano hacerlo trabajar así. ¿No es cierto, Vicente, que sentiste frío esta mañana cuando salimos del campamento?
El pequeño, con los ojos llenos de lágrimas, contestó mirando a su padre:
-No, es el polvillo de la chuca que cae de arriba y me pica la garganta… Eso es lo que me hace toser.
Olave, que sentía crecer la piedad que le inspiraba la criatura, propuso a sus camaradas tronar los dos tiros que tenían listos y dejar la carga y la explosión del tercero para el día siguiente.
Pero ambos le objetaron al punto que el rajo resultaría entonces demasiado corto. Para trabajar con comodidad necesitaban que la calichera tuviese una longitud de diez metros, lo que únicamente conseguirían explotando los tres tiros a la vez.
Las razones aducidas por los obreros eran irrefutables, y Olave hubo de resignarse, mal de su grado, a no insistir en su proposición.
A una seña de su parte, acababa de extraer con la cuchara los últimos residuos de coba depositados en la taza, el chico se aproximó a la abertura y, empuñando con la diestra la pequeña y acerada barra cortada en bisel, que el obrero le alargaba, se introdujo cabeza abajo en el angosto cañón del tiro.
Olave, ahogando un sentimiento de protesta y conmiseración, apartó con disgusto la mirada de aquel espectáculo y pasando junto a Fermín, que seguía atacando la carga del segundo tiro, fue a sentarse a pocos pasos de distancia en un bloque de costra. Paseó una mirada vaga por el tétrico y desolado paisaje sintiendo su ánimo embargado por una indefinible y honda sensación de malestar. Para su generoso espíritu sediento de justicia, la vida miserable de tantos millones de hombres embrutecidos por crueles faenas en una naturaleza hostil, era un manantial inagotable de sufrimiento a la vez que un acicate para persistir en la obra en que estaba empeñado.
Conocer a fondo la causa generadora de tantas miserias era el propósito que le hacía soportar la penosa vida que llevaba hacía un mes en la tierra del salitre.. Muy joven, pues sólo contaba 26 años, Olave llevaba desde tiempo atrás una vida azarosa y aventurera. Paladín de las nuevas ideas de reivindicaciones obreras, había tomado parte activa en las luchas que contra el capital iniciaron las masas proletarias.
Huérfano, de condición humilde, había profesado los más diversos oficios hasta obtener una plaza de cajista en un imprenta. La influencia del medio, la lectura de ciertos libros y el contacto con ciertas compañías hicieron de él un anarquista furibundo. Sin embargo, muy pronto su espíritu observador y equilibrado reaccionó, y comenzó a ver cuánto había de falso y utópico en ciertas teorías. Conocedor de la mentalidad del pueblo, del profundo abismo de ignorancia, vicios y miserias en que se halla sumergido, aquella evolución de su espíritu se acentuó y la revolución social y la suplantación de los de arriba por los de abajo, le parecieron en el momento actual tan lejanas e imposibles como invertir la carrera del sol. Sin embargo, esta comprensión del problema no lo desanimó, y orientado por su buen sentido se entregó de lleno a la obra de propagar entre los trabajadores ideas de unión y de asociación.
Durante dos años, secundado por otros camaradas, dedicó todas sus energías a la obra de sacar de su modorra secular a las masas, haciéndolas entrever un cambio en su condición. Sin desanimarse nunca, soportando con paciencia las persecuciones de arriba y los ataques de los de abajo, de los mismos a quienes procuraba favorecer, tuvo la satisfacción que sus esfuerzos no eran perdidos.
Poco a poco el pueblo comenzaba a despertar de su letargo y en los centros fabriles de Santiago y Valparaíso aparecieron junto con las cooperativas, las mancomunales y sociedades de resistencia, las primeras hojas impresas redactadas por obreros. El movimiento inicial estaba dado, y seguro de que no se detendría Olave pensó entonces trasladarse a la región salitrera de la que las frecuentes huelgas de trabajadores tenían preocupado al gobierno del país.
Diversas circunstancias impidieron a Olave realizar estos propósitos hasta el día en que un enganche se lo permitió.
En las cuatro semanas transcurridas desde su arribo a la pampa había recorrido varias oficinas a fin de imponerse de las diversas fases de esa vida y de esa faena únicas en el mundo. Pronto tuvo que convencerse que sólo la magnitud de esas oficinas las diferenciaba y que las características de todas ellas eran las mismas con pequeños detalles que no alteraban la uniformidad del conjunto. Esta circunstancia lo decidió a quedarse en Santa Clotilde, aceptando la proposición que le hiciera Pavez el día anterior, para explotar juntos una calichera. Cerrado el trato, a las 5 de la mañana daban ambos principio a la tarea de cargar los tiros ya preparados, operación que había terminado antes que la destazadura del tercer barreno estuviese lista.
En tanto que Pavez igualaba la longitud de las guías y las ataba con un bramante. Olave desde su sitio seguía los movimientos del barreno. Cada tres o cuatro minutos Simón extraía tirándolo por los pies al pequeño Vicente, que tras un breve descanso volvía a introducirse en el hueco como un reptil que se mete en su madriguera.
La brutal faena de la criatura despertaba en Olave amrgos rencores que un tiempo le dominaron. Entristecíale profundamente la inconsciencia de aquel padre que como tantos otros entregaba, a cambio de algunas monedas, a sus pequeñuelos a la voraz explotación capitalista, que los deformaba prematuramente y no reparaba en medios.
Por eso experimentó un gran alivio cuando el obrero llamó a Fermín una vez terminada la taza.
Olave se levantó y se aproximó a su vez para examinar el trabajo. El cañón del tiro, de un diámetro inferior a cuarenta centímetros, atravesaba las capas de la chuca, costra, caliche, congelo, y terminaba en la coba, donde el destazador lo había ensanchado considerablemente practicando una cavidad circular capaz de contener dos quintales de pólvora.
Fermín después de un breve examen se declaró satisfecho, y procedió en el acto a efectuar la carga. Desenvolvió un rollo de guía y cortó con cortaplumas un trozo de diez metros de longitud. En seguida dobló la mecha por la mitad y sujetó en este punto un pedazo de costra, el que arrojó dentro del agujero, dejando afuera sus dos extremidades. Acto continuo ayudado por Olave arrastró un enorme saco de pólvora que yacía a corta distancia hasta el borde de la abertura dentro de la cual vaciaron gran parte de su contenido. Luego y a pesar de las protestas de Olave comenzó el calichero a desplazar el explosivo dentro de la taza valiéndose para ello de una barreta de acero en vez del mango de madera de la cuchara.
Fermín y Simón y aun el pequeño Vicente se reían del estupor de Olave ante aquella temeridad. ¡Vaya con el nuevo y qué valiente era!
A pesar de sus burlas, el mozo se apartó a prudente distancia temiendo que el roce del acero en las asperezas del terreno encendiese la chispa que determinase la deflagración de la pólvora.
Aquel desprecio por la vida, detalle que había comprobado en la pampa, era para Olave un síntoma revelador de hasta qué punto alcanzaba la miseria de aquellos que habían modificado en la existencia una de las leyes fundamentales de la naturaleza: el instinto de conservación.
A pesar de los dolorosos accidentes producidos, habían adoptado los obreros aquel medio por el más rápido, sin cuidarse para nada de sus consecuencias.
Pronto con aquel medio expeditivo el desplazamiento de la pólvora quedó terminado. Y Olave cogió el macho, el atacador, y se acercó para ayudar a Fermín que arrojaba dentro del tiro pequeños trozos de costra y chuca para formar el primer taco.
Cuando la delicada y laboriosa operación de atacar el tiro estuvo terminada, el barretero y su hijo estaban ya muy lejos.
Los tres tiros en línea recta y a igual distancia unos de otros dejaron sobresalir en la superficie las seis largas mechas todas iguales en longitud. A fin de encenderlas todas a la vez, unió Fermín las extremidades de las guías con un bramante y colocó el haz así formado encima de un montoncillo de pólvora que había reservado al efecto y los esparció en forma de reguero.
Antes de encender el fósforo que debía prender el reguero de pólvora, los particulares recogieron las herramientas y las apartaron, luego miraron a su alrededor para asegurarse de la soledad del sitio. Convencido que no había alma viviente en las proximidades, Fermín, en tanto que Olave corría a ocultarse en los desmontes cercanos, prendió la pólvora. Al pronto una gran llamarada se alzó del montoncillo y las seis mechas libres libres del nudo empezaron a retorcerse y sólo cuando Pavez vio que todas estaban encendidas se alejó a su vez corriendo dando grandes voces, al grito de: ¡Fuego!
Agazapado debajo de un enorme bloque de costra, Olave miraba con atención la leve humareda de las mechas. Transcurrió un largo minuto y sobrevino la explosión que hizo estremecerse el suelo, y con sordo mugido se abrió la tierra y vomitó hacia arriba, entre rojas llamaradas, masas oscuras envueltas en una espesa humareda amarillenta. Segundos después una granizada de proyectiles acribilló el suelo. Olave, advertido por su camarada, se mantuvo quieto en su escondite, pues los trozos pequeños son proyectados a veces a una inmensa altura, lo que retarda su caída largos minutos, después de producido el estallido. Estos pedruscos que atraviesan la capas de aire con la velocidad de una bala, han ocasionado numerosos accidentes. Grande fue pues su inquietud al ver a Fermín desafiando impávido aquella metralla celeste caminando tranquilamente hacia la calichera.
Olave esperó un minuto todavía y se acercó a su compañero.
En el sitio donde se habían clavado los barrenos había ahora una ancha grieta de dos metros de profundidad. A los lados el terreno aparecía removido, volcado en partes y dado vuelta como los labios de una herida.
Dividida en grandes bloques y pequeños fragmentos, la masa volada cubría una gran extensión de cuarenta metros, dejando al centro el rajo.
Olave fue el primero que rompió el silencio:
-¿Qué tal, compañero? -preguntó.
El interpelado respondió sin entusiasmo:
-Así, así… Mejor hubiera sido si este tiro -y señaló el último-, no se hubiera casi arrebatado, pero -agregó-, ya no tiene remedio. Otra vez apretaremos mejor el taco. -Olave no contestó, miraba a la distancia una pequeña nube de humo que se movía en dirección a ellos con rapidez. Fermín, que también la había visto, dijo sencillamente:
-Es el corrector, vamos a buscar las herramientas.
En ese momento una carreta cargada de caliche arrastrada por poderosas mulas pasaba hundiendo la llanta de las ruedas sobre las huellas. El conductor, montado sobre el animal de la izquierda, fustigaba el tiro con violencia. Al ver a los calicheros, les gritó, señalando con el látigo algunos trozos de costra esparcidos por el camino:
-Limpien la huella, pedazo de brutos.
Olave se detuvo indignado por la grosería de aquel lenguaje, pero se calmó al punto al ver a Fermín que en tanto apartaba de la huella los obstáculos, devolvía a su contrincante insulto por insulto. La granizada de improperios que salía de sus bocas contrastaba con la risueña expresión de sus semblantes. Cumplían con una costumbre generalizada en la pampa.
Minutos después el corrector, de pie en el borde del rajo, hacía anotaciones en una libreta.
Era un hombre de 35 años, de pequeña estatura, de anchas espaldas, de rostro moreno, curtido por el aire y el sol del desierto. Altanero y despótico, los obreros le temían y le odiaban por su carácter autoritario.
Vestido de un traje de dril blanco con polainas especiales, cubría su cabeza con un ancho sombrero de pita. Después de examinar con gran atención el manto de caliche que la explosión había dejado al descubierto, interrogó brevemente:
-¿Quién de Uds. va a dirigir el trabajo?
-Yo -dijo Fermín, y agregó dirigiéndose a Olave-, el compañero es nuevo en la pampa.
El jefe lanzó sobre el mozo una mirada penetrante y trazó en seguida algunas líneas en su libreta y desgarrando la hoja la pasó a Pavez, diciéndole:
-El diario y el caliche que pasen a la rampa se anotarán en su libreta.
El obrero tomó el papel y después de pasar rápidamente por él la vista lo guardó en su bolsillo del pantalón en tanto le decía:
-Bueno, don Daniel, pero no se olvide que la carretada es a cinco pesos. Así la tratamos ayer.
El corrector se inclinó y recogió un trozo de caliche, lo dio vuelta entre sus manos, con atención desprendió un pedacito y lo puso en contacto con la lengua. Escupió en seguida y dijo:
-Si la ley no baja, mantengo lo dicho -y poniéndose la libreta en el bolsillo se acercó al caballo, montó y se alejó al trote levantando una nube de polvo.
Fermín hizo una mueca y murmuró con rabia:
-Lo mismo de siempre, si la ley no baja… ya bajará en cuanto les acomode.
Olave le arguyó:
-Pero si la ley baja es fácil comprobarlo.
Fermín lo miró con lástima:
-Vaya, compañero, cómo se conoce que Ud. es nuevo por estos mundos. ¿Qué diría de mí si yo le asegurara que en estos mismos momentos son las doce de la noche?
Olave se sonrió y le contestó:
-Sencillamente que Ud. estaba ciego o loco.
-Pero trataría Ud. de convencerme de mi engaño.
_Me guardaría muy bien de hacerlo.
-Pues lo mismo hacemos nosotros, callar y aguantar el despojo después de pasar la lengua por el caliche nos dicen que está salado.
Luego, sin perder un momento, los particulares dieron principio a la tarea preliminar del desmonte. Empleando las barretas como palancas, daban vueltas los bloques de costra voluminoso, apartando a la derecha la masa volada y a la izquierda el caliche entremezclado en el terreno.
En aquel breve espacio, a dos metros de profundidad, la tarea es penosísima.
A las nueve de la mañana la pampa es …


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