RELATOS POPULARES
La ballena
Diez minutos después que el vigía izó en el tope la señal de “Ballena a la vista”, la “Delfina” y la “Gaviota”, con sus remeros por banda, surcaba las aguas de la caleta entre las exclamaciones de la alegre turba de muchachos y muchachas que ascendían los ásperos flancos del monte para presenciar, desde la altura, los incidentes de la liza.
En la cima del empinado cerro flameaba el trapo rojo, teniendo debajo un gallardete blanco para indicar que el cetáceo encontrábase al poniente. Al pie del mástil, el vigía, un muchacho de rostro moreno curtido por el sol y las brisas marinas, sentado en la menuda hierba, con las manos cruzadas delante de las rodillas, fijaba sus ojos penetrantes en los lejanos e intermitentes surtidores de espuma que la ballena lanzaba sobre la bruñida y esmeraldina superficie del mar.
Las chalupas, describiendo una curva para evitar los arrecifes del Guape, deslizábanse a todo remo en la dirección del occidente que los marcaban la banderola y el gallardete,
Uno a uno, jadeantes, sudorosos, los que componían la falange escaladora del río Tope fueron llegando a la meta. Cansadísimos, con la respiración anhelosa, entrecortada por la fatiga, dejábase caer sobre la hierba en torno del vigía que continuaba en su actitud inmóvil devorando con la vista aquellos breves penachos blanquecinos.
Desde aquel levado observatorio descubríase un inmenso panorama, iluminado por el fulgurante sol de octubre, suspendido en el cenit del cielo azulino y diáfano.
Al oriente, entre los oscuros boscajes de sus márgenes, el río Lebu se desliza por su angosto cauce que se ensancha a medida que se acerca a la desembocadura. A la derecha de la barra, una playa en forma de media luna circunscribe la bahía, limitada al norte por la aplanada, larga y reptante Punta de Rumena. Al poniente la anchurosa y cabrilleante extensión del mar dilatábase hasta fundirse en la línea tenuemente gris del horizonte.
A la izquierda de la barra, como una prolongación de la granítica base del Tope, surge próximo a la ribera el desnudo islote del Guape. En su derredor las aguas se agitan, saltan y rebullen espumosas, presas de una rabia frenética. Las rocas negruzcas, pulimentadas y brillantes por el latir ciclópeo y eterno de las olas, muestran sus puntiagudas aristas y sus bruñidos flancos a través de los blancos vapores que, a cada embate de la masa líquida, levántanse y caen sobre el arrecife, cual torbellinos de nieve pulverizada.
A un escaso centenar de cables de las rompientes, una barca, inmóvil sobre sus anclas, destácase solitaria en la desierta bahía donde las olas resbalan muelles y perezosas en la apacibilidad de la calma chicha.
Los ojos del vigía y de sus acompañantes están fijos en las chalupas que la distancia empequeñece de más en más. Por la dirección rectilínea que llevan, se adivina que el cetáceo es ya visible desde ellas. De pronto el animal, que se movía con lentitud, acelera su marcha y describiendo un ancho semicírculo corta por la popa en unos cuantos minutos la línea de las embarcaciones, que viran en redondo y siguen la persecución acercándose a la bahía.
Exclamaciones de los espectadores saludan, en la cima del Tope, esta nueva faz del espectáculo. Mozos y mozas se ponen de pie y contemplan ávidos los movimientos de la ballena que cruza veloz las proximidades del Guape y se interna resueltamente en la rada.
Se súbito interrumpe el silencio un coro de exclamaciones.
-¡Son dos, son dos!
-El chico es un ballenato -dice el vigía-. ¿Veis cómo juega con la madre?
-Sí, sí -repiten todos, y al ver que los marineros de la barca se suben a los mástiles, las muchachas apuntan con ansiedad:
-Con tal que los gringos no las espanten.
-Pues los arponeamos y freímos a ellos -dice un avispado granujilla que es el gracioso de la banda-. Con sólo el capitán hay para un par de barricas de aceite. ¡Tiene una panza!
Grandes risotadas celebran la ocurrencia mientras el autor de ella prueba a encaramarse por el mástil. El cetáceo y su pequeñuelo después de recorrer el contorno de la bahía, desde las rompientes a la barra, seducidos tal vez por la tibieza de las ondas, escogen ese tranquilo rincón para campo de sus juegos, entregándose confiados y retozones a una serie de saltos, volteretas, zambullidas y otras proezas natatorias. La lisa y oscura piel de ambos abrillantada por el agua y el sol, lanza reflejos de acero empavonado. Y los ojos juveniles y codiciosos que contemplan las dimensiones gigantescas de la madre, calculan mentalmente el espesor de la grasa y los barriles de aceite que una vez derretida producirá.
-Lo primero es no echar las cuentas antes de tiempo .advierte otro-. Los quinientos galones están nadando todavía.
-No será por mucho tiempo -arguye el aludido-. Ahí vienen ya las chalupas.
Todos se vuelven a mirar las balleneras, y voces femeniles profieren:
-La “Delfina” viene adelante.
-¡Cómo reman, Virgen santa!
-Pedro y Santiago miran ahora para acá.
El casco verde con franja blanca de la chalupa nombrada parece volar sobre la tersa superficie marina. Sus doce remeros, ceñido el busto con la rayada camiseta, al aire el poderoso cuello y los musculosos brazos, bogan con empuje furioso, fustigados por los gritos del patrón que, de pie, en la popa, inclinando el cuerpo adelante, gesticula y vocea como un energúmeno:
-¡Hala, muchachos, hala, hala!
La segunda chalupa sigue las aguas de la primera a unas cuantas brazas, y lo mismo que en émulas e rema en ella con encarnizamineto. Un doble motivo las impulsa: acorralar la ballena a la caleta, lo se hará más fácil y menos peligrosa su captura, y que los de tierra sean a la vez testigos de su destreza y de su arrojo.
Con un suspiro de satisfacción saludaron los mozos y las mozas el arribo de las chalupas al costado de estribor de la barca. En el otro, en el de babor, a tres cables de distancia destacábase la enorme mole del cetáceo que parecía dormir tumbado sobre el flanco. No se veía al pequeño.
¿Y el ballenato, dónde está? -interrogó Rosenda, hermana del vigía.
Éste respondió lacónicamente:
-Está mamando debajo de la aleta.
-¡Pobre ballenatito! -dijo la niña-, qué lástima le tengo. No debían matarlo ahora. ¿No es cierto, hermano?
-Si pudiéramos meternos en una redoma para arponearlo cuando estuviese más crecidito, yo también lo perdonaría, mujer.
Rosenda hizo una mueca y todos soltaron la carcajada.
Al habla las dos chalupas, concertaron en un instante su plan de ataque, que empezaron a poner en práctica avanzando en dirección del cetáceo sigilosamente. Mientras los remos caen en el agua sin producir el más leve ruido, los arponeros requieren los arpones, examinando con cuidado minucioso las distintas partes del instrumento, especie de venablo arrojadizo, compuesto de una delgada varilla de acero de ciento veinte centímetros y de un asta de madera de metro y medio de longitud. En la extremidad, muy aguda y filosa, encajada en una ranura hay una lengüeta movible que, cuando el arpón se hunde en cuerpo de la ballena, con un sencillo mecanismo de bisagra se abre impidiendo que el hierro sea arrancado de la herida.
El arponero, cuando la ballena está a la vista, es el personaje más importante a bordo de una ballenera. Su edad fluctúa por lo general entre veinticinco y treinta años, y aunque un brazo vigoroso, pulso firme y ojo certero son las cualidades más importantes que requiere de él el oficio, hay otras que no le son menos indispensables, pues calcular la distancia, elegir blanco en la masa carnosa y lanzar el dardo, son actos que en la mayoría de los casos el arponero debe ejecutar casi simultáneamente. Además, la responsabilidad que sobre él pesa es enorme, pues como sólo dispone de un arponazo, porque la ballena, tocada o no, no dejará repetir el golpe, si lo yerra no sólo queda deshonrado sino que la ignominia se extiende a la tripulación, siendo todos objeto de la rechifla de chicos y grandes, que no les perdonan lo que ellos consideran un robo hecho al gremio. Como es natural, el arponero toca la mayor parte de esta vengativa hostilidad y por afortunado que sea en lo sucesivo no podrá hacer olvidar su fracaso mientras viva.
Santiago, arponero de la “Delfina”, es un mozo de veinticuatro años, de recia y atlética musculatura. Un arponazo, cuando ambas chalupas eran rivales y trabajaban cada una por su cuenta, lo hizo famoso entre los de la profesión. El hecho pasó del modo siguiente:
Una mañana se avistó una enorme ballena en las proximidades del Guape. Aunque la “Delfina” salió al mar la primera, la rotura de un remo le hizo perder un tiempo precioso que aprovechó para entrársele la “Gaviota!. Cuando el arponero de ésta con el arpón en alto buscaba para herir que la distancia se acortara algunas brazas, Santiago lanzó el suyo, rápido como el rayo, por encima de la chalupa enemiga, con tal acierto que el cetáceo, herido mortalmente, huyó arrastrando tras sí a sus captores y dejando a los de la “Gaviota” con un palmo de narices y petrificados de estupor y de rabia.
Mientras las embarcaciones se deslizan como sombras por el agua, los patrones de ambas observan si se ha escapado algún detalle. En el fondo, debajo de los bancos, brillan las lanzas, especie de cuchillas de hoja ancha de más de un palmo, con las que se remata al animal agonizante. Frente al castillo de proa está la línea, manila de cuatro torcidas, del grosor de un dedo, sin una sola falla en sus doscientas brazas. Enrollada cuidadosamente, está lista para deslizarse tras el arpón cuando éste tire de ella cumplida ya su misión de muerte.
La consigna de Santiago y de su camarada de la “Gaviota” es arponear la ballena y sólo en último caso usar esta preferencia al ballenato. La dura experiencia les ha enseñado que una ballena a la que se ha arponeado la cría, no huye sino que arremete contra las embarcaciones, siendo muy difícil librarse de los golpes de sus aletas y de su cola.
En tanto que las chalupas avanzan sobre el cetáceo inmóvil, un gran silencio reina en la cumbre del Tope. La muchachada con angustiosa expectación contempla el cuadro emocionante, iluminado por los abrasadores dardos del sol. Los arponeros con el arpón fuertemente empuñado, rígidos los músculos, concentran toda su energía en la mirada: sus oscuras pupilas destellan rayos. El patrón y los remeros, con el busto ligeramente inclinado miran delante de sí con grandísima atención, listos para maniobrar con arreglo a las circunstancias en el momento oportuno.
Cuarenta brazas separan aún a las balleneras de su objetivo. A bordo nadie respira; los arponeros lanzan pausadamente los arpones y adelantando el pie izquierdo echan atrás el arma diestra. Pasan dos, tres, cuatro segundos, y de súbito, antes de que arranque el mortífero venablo, el agua se agita en grandes oleadas y la ballena desaparece para aparecer en breve a corta distancia, lanzando al aire sus dos blancos y poderosos surtidores.
Los rostros pálidos y sudorosos de los tripulantes enrojecen de despecho, Hay que empezar de nuevo. La maldita finge dormir. Y algunos juramentos contenidos se escapan de las secas fauces de los más impacientes. Sólo los arponeros conservan su fría impasibilidad. Después de apoyar la punta del arpón sobre la borda, para no fatigar inútilmente el brazo, se vuelven hacia sus camaradas y les imponen silencio con un ademán. A corta distancia, el ballenato nada con flojedad girando aquí y allá sin ánimo de alejarse. Después del gran banquete que acaba de darse, sus movimientos son lentos. Basta de saltos y cabriolas que pueden interrumpir la digestión, puede decirse el pequeño Leviatán mientras rueda a flor de agua.
La madre se acerca también, pero cuida de mantenerse a una respetable distancia. Los pescadores, al ver la prudencia de sus movimientos, piensan que sí ha sido perseguida otra vez no será tarea fácil aproximársele y comienzan a sentirse inquietos temiendo ver malogradas sus esperanzas.
No necesitaron de discursos para resolver la cuestión. Una mirada les bastó para decidirse a jugar el todo por el todo, arponeando al ballenato, antes que a la madre y al hijo les diera la humorada de lanzarse mar adentro unas cuantas millas. Antes que suceda tal desastre es necesario arriesgarse y... se arriesgan. Además, la vista de la barca con su tripulación cabalgando sobre las vergas, y al presencia de los amigos y parientes en la ribera y en los cerros, les enardece afirmándolos en sus propósitos.
Mientras las chalupas maniobran tratando de colocarse entre la madre y el hijo, el pequeño que nadaba a popa de la “Gaviota”. A Ricardo le bastó un segundo para apuntar y lanzar el arpón, y el animal herido mortalmente, después de agitarse un instante tiñiendo de rojo el mar, se hundió en él a plomo para flotar un rato después con el hierro clavado hasta el mango, inmóvil, rígido.
Apenas arrojado el arpón, Ricardo se armó de una lanza, ejemplo que imitaron cuatro de los tripulantes. Los demás siguieron manejando los remos, haciendo retroceder la chalupa a toda fuerza.
La ballena, en tanto, en el paroxismo del dolor y la rabia, debatíase furiosa en torno del hijo muerto.
Por un momento pareció aplacarse, y de pronto se abalanzó como una tromba sobre la “Gaviota”. El patrón apenas tuvo tiempo de gritar a sus hombres:
-¡Vira a babor! -cuando el monstruo pasó rozándoles.
Dos lanzas se hundieron en sus flancos excitando el frenesí de la bestia, que se volvió para acometer de nuevo con doble furia. Esta vez no salió tan bien librada la “Gaviota”, porque si logró evitar el coletazo que la hubiera reducido a fragmentos, no pudo evitar la montaña de agua que el formidable apéndice del gigante alzó de pronto y que la abordó por el costado. Sin el gobierno, casi sumergida iba a sucumbir si el cetáceo la acometiera por tercera vez, cuando una nueva proeza de Santiago la salvó A veinte brazas, el brazo potentísimo del atlético mozo lanzó el arpón qu rasgó el aire silbando y fue a clavarse arriba del nacimiento de la aleta dorsal derecha de la ballena que, detenida bruscamente en su avance contra la chalupa náufraga, giró sobre sí misma y se hundió en las aguas como una piedra. Pero, en breve reapareció en la superficie a inmediaciones del sitio donde flotaba el cadáver del ballenato, comenzando en torno a él una serie de extrañas evoluciones.
-Se van a enredar las “líneas” -dijo Santiago.
-Ojalá se anuden -respondió el patrón- porque cuando se arranque tiene que remolcar a las dos chalupas y no podrá ir muy lejos.
-¿Pero qué es lo que está haciendo? -interrogó un remero.
-Quiere sacarle arpón al pequeño.
-No, lo que quiere es tomarlo debajo de la aleta y llevárselo.
-Pedro tiene razón -dijo el arponero-, la madre quiere alejar del peligro a su cría. Tal vez cree que no está muerta.
De improviso los cetáceos desaparecieron y la “línea” empezó a deslizarse pasando por la ranura de proa de la “Delfina”, con vertiginosa celeridad. La polea, calentada por el roce de la cuerda, comenzó a despedir una leve humareda que Santiago hizo cesar arrojándole un cubo de agua.
De pronto, la “línea” que caía casi a plomo comenzó a tenderse horizontalmente. En el acto los remos golpearon el agua y la chalupa siguió la recta trazada por la cuerda para aminorar la violencia del primer tirón.
A una señal de Santiago la tripulación levantó los remos y se agrupó a popa. En el mismo momento la “Delfina” saltó hacia adelante y hundió la proa en el agua, embarcando una gran cantidad de salobre líquido. Mientras los hombres achicaban empeñosos, el patrón exclamó, indicando a la ·Gaviota”:
También los remolcan a ellos. Mejor que mejor, así se cansará más pronto.
El arponero respondió:
-¡Quién sabe si será mejor! La otra “línea” con tantas vueltas y revueltas debe haberse embozado en la asta de mi arpón. Ahora la madre, que siente junto a sí la cría, se imagina, tal vez, que el ballenato huye también. ¡Dios sabe cuándo se detendrá! Puede arrastrarnos diez, veinte y más millas si sus heridas no son mortales.
De pronto el mozo lanzó un tremendo juramento, y pálido como un difunto, exclamó, señalando con la diestra la barca:
-Creo que la maldita ha pasado bajo la quilla de la “Rosa Amelia”.
Todos se incorporaron con los ojos desencajados, lívidos de espanto. Algunos se pusieron a sollozar:
-Las “líneas”, vamos a perder las “líneas”.
Santiago desnudó un machete y clavó la vista adelante, resuelto a cortar la cuerda en el último extremo. Segundo a segundo vio erguirse ante su vista el casco de la barca que parecía correr vertiginosamente hacia ellos. El enorme flanco rojo y negro, coronado por los altísimos mástiles aumentaba de tamaño con tal rapidez que, de pronto, vio los semblantes asustados de los marineros y oyó sus voces para que cortaran la cuerda, lo que hizo a treinta brazas, lo suficiente para que el choque no despedazara a la chalupa. La “línea” de la “Gaviota” debido tal vez a las asperezas de la quilla se había cortado a cien brazas del buque.
El desaliento de las balleneras duró sólo breves instantes. Minutos después ambas seguían a todo remo en persecución del cetáceo que se dirigía hacia el norte, dejando señalada su ruta con una estela sanguinolenta.