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Baldomero Lillo

Baldomero Lillo, maestro del cuento chileno

Relatos populares
(Recopilación de J.S. González Vera, 1942)

LA CHASCUDA

La historia tal como nos la narró el hacendado es más o menos así: Hacía ya dos años que era juez de distrito en X, empezó nuestro amigo, cuando las hazañas de La Chascuda me obligaron a tomar cartas en el asunto para investigar lo que hubiese de verdad en los fabulosos cuentos que relataban los campesinos acerca del misterioso fantasma que traía aterrorizados a los caminantes que tenían precisión de pasar por la Angostura de la Patagua.
El primer mes pasaron de doce los viajeros que tuvieron que habérselas con él, y este número fue en aumento en el segundo y tercer mes hasta que, por fin, no hubo alma viviente que se atreviese a cruzar sin buena compañía por el sitio de la temerosa aparición. Este estaba situado en la medianía de la carretera que va desde mi hacienda, Los Maitenes, hasta el pueblo de X.
Llamábasele la Angostura de la Patagua porque ahí el camino atravesaba una profunda zanja, cavada por las aguas lluvias al borde mismo de una hondísima quebrada en cuya ladera arraigaba una patagua gigantesca. Las ramas superiores cruzaban por encima de la carretera y cubrían el extremo inferior del foso. Aquel lugar, verdaderamente siniestro y solitario, era el que había elegido La Chascuda para sus apariciones nocturnas. Todos los que la habían visto estaban acordes en la descripción del fantasma y en los relatos que hacían de los detalles del encuentro. Referían que, al llegar a la zanja, un poco antes de pasar por debajo de las ramas de la patagua, el caballo deteníase de improviso, daba bufidos y trataba de encabritarse y que, cuando obligado por el látigo y la espuela descendía al foso, súbitamente se descolgaba del árbol, y caía sobre la grupa del animal, un monstruo espantable cuya vista producía en los jinetes tal terror, que la mayoría se desmayaba con el susto.
El cuerpo del fantasma, con brazos y piernas descomunales, estaba cubierto de un pelaje largo y rojizo. La mitad del rostro era de hombre y la otra mitad era mujer. Pero lo que caracterizaba a la aparición y le había dado el nombre que tenía era su peculiarísima cabellera dividida en dos partes desde la nuca hasta la frente. En el lado derecho que correspondía al rostro de hombre era blanca como la nieve y estaba alisada y peinada cuidadosamente. En cambio, en el lado izquierdo que correspondía al rostro de mujer era negra y enmarañada como chasca de potranca chúcara.
En cuanto el caballo sentía en las ancas aquello que parecía caer de las nubes, se tiraba de espaldas y se ponía a brincar y cocear hasta que el jinete rodaba por el suelo. Otras veces era La Chascuda misma la que lo cogía por el pescuezo y lo arrojaba de la montura. Pasados el susto y el aturdimiento, el viajero se levantaba y seguía tras su espantada bestia, guiado por la luz de la luna, porque acontecía el hecho curioso de que La Chascuda no se presentaba jamás en las noches oscuras. Pero lo más extraño del caso es que los sorprendidos por la aparición eran despojados de un modo misterioso de cuanto dinero u objeto de valor llevaban encima, como ser fajas de seda, frenos y espuelas de plata. ¿Era el fantasma el ladrón o algún caminante que aprovechándose de la pérdida del conocimiento de las víctimas los desvalijaba a mansalva?
Esta última suposición era contradicha por algunos de los robados, quienes aseguraban que mientras estaban tendidos en tierra, paralizados por el terror, sentían, sin que les quedara la menor duda, cómo las manos del fantasma les andaban en los bolsillos. Todos estaban también conformes en proclamar la prodigiosa fuerza de La Chascuda, que los tomaba por el cuello y los sacaba de la montura con una facilidad increíble. Muchos conservaban por algún tiempo, marcadas en la garganta, las huellas de las garras del monstruo. Mas, salvo alguna que otra contusión producida por la caída y la pérdida del portamonedas u otro objeto, los favorecidos por la aparición no tenían otra cosa que referir. Pero una mañana me despertaron a la salida del sol para imponerme de que había un muerto en la Angostura de la Patagua. Hice ensillar mi mejor caballo y me dirigí hacia allá acompañado de un grupo de huasos y del campesino que trajo la noticia, que era hermano del difunto.
Por el camino, el pobre muchacho me fue refiriendo el suceso. Estaba durmiendo, me dijo, cuando lo despertaron el ladrido de los perros y el galope de un caballo que venía a escape por la carretera. Al enfrentar el rancho se detuvo lanzando resoplidos y relinchos. Abrió entonces el ventanillo que daba al camino y distinguió a la luz de la luna un caballo ensillado y sin jinete en el que reconoció inmediatamente al alazán de su hermano. Se vistió a toda prisa temiendo una desgracia y se dirigió al encuentro del animal. Éste, que parecía muy asustado, no lo dejaba aproximarse y sólo con gran trabajo pudo poner pie en el estribo y colocarse sobre la montura, lanzándose en seguida a toda rienda en la dirección traída por la azorada bestia. Un presentimiento le decía que en la Angostura de la Patagua iba a encontrar la razón de por qué el alazán había llegado a casa sin jinete. Y por desgracia este presentimiento se vio muy luego confirmado. En cuanto hubo llegado al declive de la zanja el caballo se negó tenazmente a seguir adelante. Se desmontó, sacó la manea del arzón y la colocó en las patas delanteras del animal. Hecho esto, bajó por la pendiente y lo primero que se presentó a su vista fue el bulto de un hombre tendido de espaldas en el foso. Era Pancho, su hermano menor, que aún no cumplía dieciocho años. Lo tomó en sus brazos y lo sacó afuera para examinarlo a la luz de la luna. Respiraba aún; lo llamó repetidas veces: ¡Pancho! ¡Pancho!, hasta que el joven abrió los ojos y lo reconoció, sin duda, porque le apretó las manos y después de algunos esfuerzos consiguió murmurar débilmente: ¡Fue La Chascuda, hermano! En seguida abrió la boca, lanzó un quejido y expiró. Apenas se convenció de que estaba muerto, montó a caballo y se vino, esa misma noche, a denunciarme lo ocurrido.
Le pregunté si el cadáver presentaba señales de golpes o heridas. Me contestó que nada había visto, pero que al difunto le faltaban las espuelas que eran de plata y la faja de seda de la cintura. Tampoco tenía el portamonedas, en el que debía estar el producto de la venta de unas riendas que había llevado aquella mañana a la población.
Estaba el sol bastante alto cuando llegamos junto al cadáver. Como le dijera el campesino, no tenía en el cuerpo señales de violencia. Se ha muerto de susto, decían mis acompañantes, pero yo tenía otra opinión que un atento examen confirmó plenamente: el desgraciado muchacho, sea a consecuencia de la caída o de otra causa, tenía rota la columna vertebral.
Mientras se improvisaba una parihuela para conducir al muerto, me ocupé en hacer una inspección del terreno. Hasta entonces no había dado grande importancia a las hazañas de La Chascuda, pero esta última había pasado los límites de mi indiferencia al respecto, y estaba decidido a emplear la mayor actividad para descubrir al asesino y castigar de una vez por todas sus innumerables fechorías.
Desde el primer momento me convencí de que aquél era un asunto oscuro muy difícil de desenredar. Yendo de Los Maitenes, es decir, de oriente a poniente, en una extensión de dos leguas, el camino bordeaba la orilla izquierda de la quebrada del Canelo, que sólo se podía cruzar por un puente situado a tres cuartos de legua de la Angostura de la Patagua. Siguiendo desde aquí el curso de las aguas había un vado a una legua de distancia. Exceptuando el vado y el puente, la quebrada era absolutamente infranqueable por otro punto. Todo el terreno recorrido por el camino, hasta muchas cuadras hacia el sur, estaba formado por desnudos lomajes donde no se veían ni un árbol ni un matorral. Sólo en el lugar en que aparecía el fantasma, una escarpada colina en forma de espolón, se avanzaba hacia la quebrada, obligando a la carretera a estrecharse en aquel sitio y a cruzar el foso.
El paraje elegido por La Chascuda para sus asaltos se prestaba admirablemente para una emboscada. No había medio para eludir aquel mal paso. Me asomé al borde de la quebrada y examiné la viejísima patagua, cuyo copudo ramaje cubría como un toldo el pequeño barranco que cortaba la carretera. Su grueso y nudoso tronco destacábase del flanco de la quebrada a diez metros bajo mis pies. Desde ahí hasta la espesa y verde maraña de las quilas, debajo de las cuales se deslizaba el arroyo (otros treinta metros a lo menos), sólo se veían en el muro liso, cortado a pique, algunos bóquiles y espinos raquíticos. En el lado opuesto de la quebrada la vertiente desaparecía bajo un espeso bosque de robles, de peumos y de arrayanes. El resultado de esta inspección vino a confirmarse en la creencia de que sólo los pájaros podían salvar aquella enorme depresión del terreno. Tenía ya un hecho cierto.
El forajido no podía venir ni huir por ese lado. Para llegar hasta la patagua y para alejarse de ella tenía forzosamente que atravesar un espacio descubierto y liso como la palma de la mano. Nada más fácil entonces que ocultarse en el barranco y echarle la zarpa cuando se presentase a ejercer su lucrativo oficio. Este plan me pareció magnífico y decidí ponerlo en práctica esa misma noche, pero cuando iba a comunicarlo a los que me acompañaban me asaltó una reflexión: ¿No sería conveniente registrar el árbol por si se encontraba un indicio que nos guiase en la pesquisa? La idea era excelente y para realizarla les indiqué se subiesen y escudriñasen entre las ramas. Con sólo ver la expresión de sus caras comprendí que se burlaban de mi proposición. ¿Rastrear a La Chascuda? ¡Seguirle la pista! ¡Sólo a un futre podía ocurrírsele semejante proyecto!
Uno de ellos no pudo resistir y me dijo socarronamente: No piense, patrón, en seguirle el rastro a La Chascuda. Estas son cosas del otro mundo. Lo que hay que hacer es cortar la patagua y rellenar la zanja. Luego no estaría de más rezar algunos credos y desparramar un poco de agua bendita.
La idea de cortar la patagua y rellenar la zanja me pareció felicísima y determiné llevarla a cabo en cuanto nos apoderásemos del malhechor.
La inspección del ramaje y aún del tronco, para ver si había en él un hueco que sirviese de escondite, no dio ningún resultado, lo que acentuó la expresión irónica y triunfante que resplandecía en el rostro de los incrédulos campesinos.
Para abreviar diré a ustedes que, al anochecer, acompañado de seis jinetes elegidos entre los que me parecieron los más valientes e intrépidos del fundo, galopaba en demanda de la Angostura de la Patagua.
La noche era oscura y ni un alma encontramos en la solitaria carretera. Al llegar a una pequeña hondonada, a cuatro o cinco cuadras del temido paso, hice alto, ordené echar pie a tierra y expuse a mis acompañantes con toda claridad mi plan. Dos se quedarían ahí al cuidado de los caballos y los otros cuatro marcharían al sitio de la aparición, donde se ocultarían lo mejor que pudiesen en los repliegues del barranco. En seguida yo, caballero en el mulato, fingiéndome un caminante cualquiera cruzaría por debajo de la patagua, y muy torpes debíamos ser, en caso de que se apareciese La Chascuda, para dejarla escapar.
Contra lo que yo esperaba, este magnífico plan no despertó el menor entusiasmo entre mis oyentes. Mudos e inmóviles como postes se quedaron cuando ordené: ¡Vamos, muchachos, entreguen las riendas a Venancio y a José y caminen sin ruido hacia la zanja! Una vez allí agazápense bien en la sombra de la colina y descuélguense por la parte de arriba del barranco. De este modo, si La Chascuda está ya, como me parece, emboscada en la patagua, no podrá verlos, pero podría sentirlos, por lo cual recomiendo la mayor prudencia.
Apenas hube concluido se dejo oír un murmullo de descontento y percibí claramente estas palabras dichas entre dientes: Yo no voy, yo tampoco, ni yo. Sentí que se me subía la sangre a la cabeza y les dije con voz contenida pero temblorosa de cólera: ¡Cobardes, van a ejecutar inmediatamente mis órdenes! ¡Ay del que desobedezca!
Ninguno se movió. Acostumbrado a que cumplieran mis mandatos al pie de la letra, bastándome a veces fruncir el ceño para que el más osado de ellos se echase a temblar, casi no podía concebir tal desacato, y ciego de rabia empuñé la guasca y empecé a repartir azotes a diestra y siniestra. Cuando cansado bajé el brazo, una voz que conocí ser la de Pedro me dijo: "Patrón, llévenos a donde está la cuadrilla del Cola de Chicharra y aunque seamos uno contra diez no recularemos carta. Una cosa son duendes y ánimas en pena y otra hombres de carne y hueso. Un cristiano no debe ponerse a caza fantasmas. Las cosas del otro mundo son sagradas, patrón, y el que se mete con ellas tienta a Dios, Nuestro Señor, que permite las apariciones".
Me calmé un tanto y traté de convencerlos de lo infundado de sus temores. Mas todo fue completamente inútil. Ni ofrecimientos ni amenazas dieron el menor resultado. La superstición era en ellos más fuerte que las más tentadoras promesas. A todas mis instancias sólo respondían: A caballo, patrón. Rabioso por este contratiempo me empiné en los estribos y les dije con un tono preñado de amenazas: ¡Está bien, hato de cobardes, mañana ajustaremos cuentas! Y volviendo riendas me encaminé resueltamente a la Angostura de la Patagua. Apenas me había alejado un poco cuando oí a mis espaldas la voz suplicante de José, mi sirviente de confianza, que me decía: ¡Patrón, patroncito, vuélvase por Dios! La Chascuda es el diablo mismito. Venancio le vio la otra noche los cuernos y la cola.
Tiré de las riendas y me volví rabioso: ¡Alto aquí, canalla, proferí, al que se venga detrás lo mato como a un perro!
Y prometiéndome hacerles pagar bien cara su deserción emprendí de nuevo la marcha. En ese momento apareció la luna iluminando brillantemente la campiña. Delante de mí, al pie de la escarpada colina vi destacarse las ramas superiores de la patagua. A medida que me acercaba al camino saliendo de la hondonada, el negro follaje del árbol elevábase poco a poco dominando el desolado paisaje. Una reflexión nada grata, por cierto, me asaltó en ese momento. Pensé que si la famosa Chascuda estaba ya al acecho no podía menos que verme desde su observatorio en el sombrío ramaje. Mas mi resolución era irrevocable. Sucediera lo que sucediese yo intentaría la aventura de pasar bajo el siniestro toldo, aunque supiese que el Diablo en persona iba a descolgárseme encima. Aumentaba mi valor la proximidad de mi gente, que estaba seguro acudiría en mi auxilio a la primera señal.
Para mí no había duda de que el nocturno asaltante era algún vecino de los alrededores que se disfrazaba de fantasma para aterrar a las víctimas con la visión de su espantable vestimenta, lo cual le permitía desvalijarlas sin los riesgos que la violencia trae generalmente consigo. Mientras refrenaba la cabalgadura, manteniéndola al paso, iba mentalmente elaborando un plan de ataque y de defensa. Confiado en mis buenas piernas de jinete y en el brioso animal que me conducía, contaba con no dejarme sorprender por la espalda. Descendería al barranco oído alerto y ojo avizor, y al más leve crujido del ramaje clavaría espuelas y cruzaría la zanja como un relámpago. Muy lista debía ser La Chascuda si lograba caer sobre la grupa del caballo como era, según se decía, su modo habitual de acometer. Además del revólver llevaba en el arzón delantero un afilado machete, arma que me parecía la más apropiada para un combate cuerpo a cuerpo con adversario que nos ataca de improviso.
Aunque no soy cobarde, a medida que me acercaba al temido sitio, una extraña angustia me oprimía el pecho; experimentaba una sequedad a la garganta y el corazón me palpitaba con fuerza. Llegado al borde de la barranca y, antes de empezar el descenso, escudriñé el espeso follaje. Por más que miré y remiré nada observé de sospechoso. M una hoja se movía en el árbol. Mas la calma, la soledad y el medroso silencio de aquel paraje embargáronme de tal modo el ánimo, que estuve a punto de torcer riendas y abandonar definitivamente la empresa. Pero esto sólo fue cosa de un segundo. Me afirmé en los estribos, desnudé el machete y, clavando las espuelas en los ijares del caballo, me precipité en la barranca.
De lo que pasó en seguida sólo conservo un recuerdo confuso. Apenas me encontré debajo de la patagua, sentí que un enorme peso caía sobre mis hombros. Antes de que me diera cuenta exacta de la agresión, el mulato se levantó de manos y se tiró de espaldas. Me pareció que mi cabeza chocaba con algo blando y una espesa niebla veló mi vista. Mas no perdí del todo el conocimiento, pues sentí cómo unas manos ágiles me andaban en las ropas y me registraban los bolsillos. De pronto, haciendo un enorme esfuerzo, vencí aquella especie de sopor y me incorporé: un espectáculo extraordinario se presentó a mis ojos. Sobre el borde opuesto del barranco había una extraña y horrible figura en la cual reconocí a La Chascuda tal como me la pintaran los campesinos. Mientras buscaba febrilmente el revólver o el machete, el fantasma se asió de una rama e izándose como un acróbata desapareció entre el follaje.
Permanecí durante algún tiempo inmóvil y aturdido hasta que de pronto un galope furioso me sacó de mi atolondramiento. Eran José, Venancio y los demás que gritaban: ¡Patrón, patrón!
Me levanté de un brinco y salí a su encuentro. Me enterneció la alegría de los pobres muchachos. Me habían creído muerto al ver venir hacia ellos, a revienta cincha, al mulato sin su jinete.
Para abreviar diré a ustedes que hicimos guardia toda la noche junto a la patagua. A pesar del golpe, de la pérdida del revólver, del machete y de la cartera, yo estaba contentísimo. El bandido había sido preso en sus propias redes. Al amanecer arrancaríamos al fantasma de su madriguera, en traje de carácter. Cómo me iba a reír al presentárselo a Venancio cogido de una oreja: Toma, aquí tienes al Diablo que viste la otra noche.
Pueden, pues, imaginarse el desconcierto que se apoderó de mí cuando al salir el sol se registró el árbol y no se encontró en él nada, absolutamente nada, ni siquiera una lagartija. Yo mismo recorrí el tronco de arriba abajo buscando algún hueco, algún escondrijo, alguna trampa, pero tuve que rendirme a la evidencia: La Chascuda se había desvanecido, sin dejar tras sí la menor huella, como un auténtico y legítimo fantasma.
Por vez primera dudé de la percepción de mis sentidos y aun creí que el golpe en la cabeza había perturbado mis facultades. Era tan inverosímil, tan extraordinario lo que me pasaba que, por un instante, temí volverme loco. Y quién sabe hasta dónde hubiesen llegado mi trastorno y desequilibrio de mis ideas si no recibiera ese mismo día aviso de que mi padre estaba gravemente enfermo en la capital de la provincia.
Abandoné precipitadamente el fundo y no regresé a él sino mes y medio después.
En la tarde del día siguiente de mi llegada fueron a avisarme que, mientras trillaba, el caballo de uno de los corredores a la estaca se había dado vuelta aplastando a su jinete, que fue retirado de la era con grandes contusiones internas. El herido quería, según lo expresaron los mensajeros, revelarme un secreto para lo cual había pedido me llamasen sin demora. Cuando llegué, el enfermo parecía muy decaído, pero al verme se reanimó. Sus primeras palabras fueron: ¿Se acuerda de mí, patrón? Lo miré atentamente, y a pesar de lo demudado del semblante reconocí en aquel hombre al hermano del muchacho que vi una mañana muerto en la Angostura de la Patagua.
Hice un signo de asentimiento y el moribundo con voz débil continuó: Lo que tengo que decirle es que hará cosa de un mes vi en unas carreras a un individuo cuya cara me era desconocida. Mientras topeábamos en la vara le divisé en la cintura una faja de seda igual a la de mi hermano. El color era el mismo y hasta tenía la misma mancha negruzca en la flecadura. Mientras más miraba aquella prenda más seguro estaba de no equivocarme. Él debió sin duda sorprender mis miradas, porque desde ese momento empezó a esquivarse de mí, yéndose por otro lado las noticias que me dieron me dejaron muy caviloso y, atando cabos, se me ocurrió de repente una idea que fue como una corazonada. Sin perder tiempo me trasladé a la Angostura de la Patagua para ver si había acertado en mis sospechas. Me encaramé en el árbol, y después de registrar un rato las ramas bajas del lado contrario al camino, encontré lo que buscaba: entre dos ganchos muy juntos había un trozo de bóquil que parecía haber crecido allí, pero me bastó raspar con la uña para descubrir la cabeza de un grueso clavo en uno de sus extremos. Miré delante de mí y todo quedó explicado: frente a la Angostura, en el otro lado de la quebrada, hay como usted sabe un roble cuyas ramas más altas quedan muy cerca de la copa de la patagua. No necesité de más para saber dónde estaba escondido el columpio.
Estas palabras del herido fueron para mí un rayo de luz. Mirélo ansiosamente y él con voz débil prosiguió: Fui a casa, busqué un coligue largo y fuerte y en una de sus puntas aseguré un viejo yatagán que mi hermano tenía siempre en la cabecera de su cama.
Volví en seguida a la patagua y coloqué la quila entre los dos ganchos, apuntando al ramaje del roble. Una rozadura en el bóquil me indicaba el punto preciso donde el columpio venía a chocar con su carga nocturna. Calculé que la punta del yatagán quedase a la altura del estómago y, dando una última mano a las amarras, me marché esperando llegase la noche que casualmente era de luna llena.
Ahora que sabía que La Chascuda no era un espíritu del otro mundo, la idea de la venganza no me dejaba sosegar. Esa tarde la pasé en el campo, y antes de que anocheciera del todo ya estaba yo oculto cerca de la barranca.
En cuanto salió la luna mis ojos se clavaron en el ramaje del roble. Veía perfectamente el claro que había entre los dos árboles y esperaba lo que iba a suceder con el corazón palpitante de miedo y angustia. Poco a poco fue elevándose la luna en el cielo despejado, lleno de estrellas, y empezaba ya a cansarme cuando me pareció oír muy lejos el galope de un caballo en la carretera. Me volví hacia el roble y, en el mismo momento, un gran bulto salió de entre sus ramas y cruzó el claro en dirección a la patagua como un pájaro gigantesco. Fue algo como un relámpago. Oí un grito horrible. Los cabellos se me erizaron y eché a correr desatentado, perseguido por aquel espantoso alarido que, desde aquella noche maldita, no ha cesado de atormentarme.
Al llegar a este punto calló el enfermo y aunque hizo algunos esfuerzos para continuar no pudo conseguirlo: Había entrado en agonía.
Para que ustedes comprendan mejor el relato del moribundo, díjonos nuestro huésped, bueno es que sepan que había sido años atrás descortezador de lingues en la sierra de Nahuelbuta. Su oficio de linguero lo había familiarizado con el puente-columpio que usan los que habitan en los bosques para salvar las quebradas. Un procedimiento sencillo e ingenioso permite fijar automáticamente el columpio en el punto de llegada, quedando listo para el regreso.
Cuando la faja de seda lo hizo fijar la atención en el desconocido, una de las noticias que de él obtuvo fue que también había sido linguero. A este dato revelador había que agregar que había levantado su vivienda frente a la Angostura de la Patagua, en la vertiente opuesta de la Quebrada del Canelo, en una fecha que coincidía con las primeras apariciones del fantasma. Estos hechos y otros de menor importancia, según averigüé después, fueron los que despertaron las sospechas del astuto campesino y lo llevaron a descubrir el misterio.
Para terminar esta larga historia sólo me falta referirles que aquella misma tarde, después de grandes fatigas, atando por sus extremidades una docena de lazos, se consiguió llegar al fondo de la quebrada y extraer el cadáver. Aunque en estado de extrema descomposición, como las malezas lo habían protegido de las aves de rapiña, estaba más o menos intacto. Conservaba su ridícula vestimenta: una especie de túnica de piel de carnero, teñida con anilina roja, y la grosera peluca de crines de caballo, blancos en un lado y negros en el otro, que le habían valido su famoso nombre. Un mohoso yatagán, con un trozo de coligue atado a la empuñadura, atravesaba de parte a parte el enorme cuerpo, por encima de la tercera costilla.

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