¿Un caso perdido?

¿Un caso perdido?

¿Un caso perdido?

Nos encontramos en la atestada sala del tribunal de una ciudad del nordeste de los EE.UU. Un muchacho de unos dieciséis años acusado de robar un automóvil está de pie ante el juez, esperando que este dicte sentencia. En una silla cercana, una madre solloza histérica. Un rato antes, el fiscal declaró que el joven delincuente ha sido una molestia constante para la gente de la localidad. Antes que él, el jefe de policía había dicho que lo habían detenido en numerosas ocasiones por hurtar fruta, romper ventanas y cometer actos de vandalismo.

El juez de mirada severa lo observa fijamente por encima del borde de sus anteojos, y lanza una diatriba contra el joven, recordándole el riguroso castigo a su desordenada conducta. Las palabras salen como trallazos de la boca del magistrado mientras reprocha implacable al acusado su irresponsable comportamiento. Diríase que busca en su vocabulario las palabras más inclementes con que pueda humillar al chico que tiene ante sí.

Pero el joven no se acobarda ante tan áspero regaño. Su actitud es de desfachatada provocación. Ni una sola vez baja la vista. Con los labios apretados y echando fuego por los ojos, mira fijamente a su interlocutor. El togado hace una pausa de un momento para dejar que sus palabras surtan efecto. El chico lo mira directamente a los ojos y de entre sus apretados dientes brotan estas palabras: «Usted no me da miedo».

El juez se pone rojo de ira, mientras se apoya sobre la mesa y dice con brusquedad: «Por lo visto, el único lenguaje que entiendes es una condena de seis meses en un reformatorio».

El chico contesta con un gruñido:

-Mándeme al reformatorio. Ya verá lo que me importa.

El ambiente se pone tenso en la sala. Los asistentes se miran unos a otros y menean la cabeza.

Una Mujer exclama:

-¡Este chico no tiene remedio!

Los improperios lanzados al muchacho no consiguen otra cosa que suscitar en él más resentimiento y odio. La escena recordaba a la del domador que se acerca con un palo puntiagudo a un león enjaulado y cada vez que lanza un golpe para aguijonear a su víctima, esta responde con renovada furia.

En ese momento el juez advierte que entre los presentes se encuentra un caballero de un pueblo cercano. Es el director de una granja educativa para jóvenes delincuentes. Le pregunta con tono de resignación y cansancio:

-¿Qué opina de este muchacho?, Sr. Weston

El aludido caballero se acerca. Tiene un aire de seguridad que al momento impone respeto. Su mirada amable hace pensar que de verdad comprende a los muchachos.

-Señor juez -responde tranquilamente-, en el fondo este joven no es tan insensible. Tras esa fachada de fanfarronería se oculta un hondo temor y profundas heridas. Yo diría que lo que pasa es que nunca se le ha dado una oportunidad. La vida lo ha defraudado. No ha conocido el amor de un padre. No ha contado con la mano de un amigo que lo guíe. Me gustaría que se le diera una oportunidad de demostrar lo que vale en realidad.

Por un momento se hace el silencio en la sala, para romperse repentinamente al oírse un sollozo. No es la madre la que llora, ¡sino el muchacho! Las palabras amables y comprensivas del Sr. Weston le han llegado al corazón. Se queda de pie, con los hombros caídos y la cabeza gacha, mientras le ruedan lentas unas lágrimas por las mejillas. Unas palabras de comprensión le han llegado al alma, mientras que media hora de acusaciones no lograron otra cosa que aumentar su resentimiento.

El juez tose para disimular su vergüenza, y se ajusta nervioso los anteojos. El jefe de policía, que ha testificado contra el muchacho, sale rápidamente de la sala, seguido del fiscal.

Tras deliberar por un momento, el magistrado se dirige al Sr. Weston:

-Si le parece que puede hacer algo por el chico, suspenderé la sentencia y lo pondré en sus manos.

El muchacho queda a cargo del Sr. Weston, y desde ese momento no causó más problemas. El gesto amable de aquel hombre que había salido en su defensa lo motivó a emprender un nuevo rumbo y puso de relieve sus mejores cualidades, cualidades que hasta entonces ni había pensado que tenía.

Clarence Westphall (adaptado)


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