EL HOMBRE MÁS BUENO DEL MUNDO
OSCAR
BRIBIAN
Aventuran
las malas lenguas del avanzado mundo occidental, facultadas de plena libertad
para poner en entredicho toda costumbre y creencia arraigada en la humanidad,
que la sociedad anda cada vez más desespiritualizada, que los propios
integrantes de la Iglesia han perdido la verdadera fe, incluso que Roma hizo el
trueque con el Diablo tiempo ha, intercambiando aquella por el poder político y
las rentas. Se cuenta también que el cristianismo yace corrompido de arriba
abajo, herido de muerte, como un sauce seco en el otoño de su vida, desde los
opulentos obispos hasta los pobres sacerdotes de comarca, los primeros
introduciéndose en la doctrina buscando el poder y los segundos un medio de
vida fácil y tranquilo, aunque cada año el número de teólogos decrezca
considerablemente en las aulas pese a la insistente política publicitaria del
Papa. Tal vez sea cierto que la tecnología y los avances en la calidad de vida
provoquen en el ser humano una sensación de seguridad que los encauce hacia la
indiferencia y la apostasía. Incluso cabe aceptar que desde los inicios de los
tiempos siempre hubo gente religiosa de profesión, que no de voto, con
encubiertas pretensiones económicas y de poder.
Sin
embargo, cuentan los hombres más longevos que por esta región hubo una vez un
cura, santo para muchos, que no albergaba en su interior ni un ápice de
egoísmo, engaño o embuste. No se trataba de un ermitaño escondido a los ojos
del mundo, entretenido en cuidar su menudo huerto en soledad evitando el
contacto humano, sino todo lo contrario; era un hombre resuelto en la vida
diaria, simpático y ferviente seguidor del Creador. Se trataba de una persona
bondadosa como no habrá ninguna otra en la historia, aseguran los ancianos que
lo conocieron. Aquél cura dirigía una pequeña iglesia románica de un pueblo
aragonés que por aquel entonces comenzaba a abrazar la modernidad a principios
de los años sesenta, si de modernidad podía hablarse en la España de aquella
época, y todos los días de misa los bancos rebosaban de feligreses esperando
escuchar unas palabras de optimismo por parte de su pastor de almas preferido.
Nadie
recordaba exactamente cuándo había llegado allí aquél hombre, pero nadie
discutía la habilidad única que poseía, un don en boca de los más creyentes: la
facultad de dotar de esperanza hasta a la persona más necesitada.
Jamás
reclamó dinero ni para él ni para la iglesia. Tenía un pequeño huerto a las
afueras del pueblo y con las pequeñas cosechas que recogía y vendía en el
mercado se las arreglaba para mantener el templo en óptimas condiciones. Esto
incluía normalmente quitarle el polvo a los asientos, abrillantar la talla del
Santo Cristo del altar mayor, arreglar los desperfectos que surgían en la
fachada y comprar velas para las procesiones. También era profesor de la
escuela, y se sabe que durante todo el tiempo en que aquel hombre, santo para
muchos, ejerció de maestro, ningún niño renegó de la fe y todos ellos estaban
ansiosos por adquirir conocimiento, no sólo de Dios y de la religión cristiana,
sino de todas las ciencias. Tenía aquélla persona una habilidad especial que
sobrepasaba lo humano y lo terrenal incluso. Las más ancianas aseguraban que se
trataba de un ángel venido del cielo para ayudar en la prosperidad del pueblo.
Y era por esto que, todos los días tras cumplir con sus obligaciones, se
dedicaba a vagar por el pueblo en busca de un alma necesitada. Decían que era
el hombre más bueno del mundo.
Ocurrió
en una ocasión, durante la misa de un domingo cualquiera, que el bebé de una de
las feligresas se despertó y se puso a llorar y a dar sonoros berrinches de
angustia desgarrando el silencio del templo. Las ancianas más intransigentes
reprendieron a la joven por llevar al niño a la iglesia, siendo ella consciente
de que la criatura mostraba siempre un carácter irritable y el sueño ligero. No
obstante el cura descendió del púlpito con el paso tranquilo y se le acercó a
la madre. Tomó al niño en su regazo, como una sabia comadrona, y aquél dejó de
sollozar inmediatamente, sumido en el suave y tierno balanceo de los brazos
masculinos. Nunca más volvió a llorar aquél niño, ni siquiera cuando se hizo
mayor y conoció las penas del mundo.
En
otro momento este buen servidor de Dios se encontró con una niña llorando en el
patio de la escuela. La chiquilla estaba sentada echándose mano a su rodilla
dolorida y ensangrentada después de una caída jugando a la pelota. El cura se
le acercó y miró su herida:
—No
llores, mi niña— dijo—, es apenas un rasguño. Ya verás como pronto te curarás.
La
muchacha detuvo el llanto por la tranquilidad de las palabras, permitiendo que
aquel hombre de rostro agradable y pelo cano la llevara en brazos hasta su
casa, y allí su madre le aplicó un vendaje para cortar la pequeña hemorragia.
Nunca más tuvo aquella niña ninguna herida, ni siquiera un rasguño, pese a la
cantidad de ocasiones en que puso en peligro su vida como reportera de guerra.
Tiempo
después hubo un trágico accidente en el pueblo. Un joven que marchaba temprano
a trabajar a la ciudad perdió la vida cayendo con su motocicleta por un
despeñadero de la carretera. La madre, deshecha, no tenía fuerzas para
abandonar el velatorio. El cura se le acercó y le dijo:
—Tu
hijo está a salvo en el Cielo, no temas por él, porque ya no está sufriendo.
Dios le protegerá de ahora en adelante y por siempre en el Reino de los Cielos.
Pero, ¿no es cierto que aún te queda otro hijo? ¿éste más joven y desvalido que
el fallecido? Pues sécate esas lágrimas y vuélcate en él, dale todo tu amor y
apoyo ahora que lo necesita, hazle saber que él es lo más valioso para ti en
este mundo, y nunca te rindas. De esta forma él se reestablecerá de la pérdida
de su hermano y será un hombre más prudente y nunca lo perderás.
Aquel
hijo nunca tuvo un solo accidente pese a sus continuos viajes por el país como
transportista, y la madre tuvo la fortuna de verlo madurar con los años.
Este
cura, querido por todos, recibió una vez la visita nocturna de un vecino que
había perdido su empleo. El hombre se presentó abatido y desesperanzado en casa
del religioso en busca de ayuda, y éste le ofreció asiento y conversación.
Después de oír las razones del despido y los lamentos, el cura contestó:
—Mira,
el señor nos regala algo muy valioso desde que nacemos. Nuestro corazón, y éste
no debe estar afligido porque entonces no podrás alzar la cabeza y solucionar
tus problemas. Arréglate, ponte tu mejor ropa, ve a la ciudad y busca otro
empleo.
El
hombre alzó el rostro, recuperando de pronto el orgullo, y corrió a su casa
para prepararse e ir a la ciudad con el primer autobús de la mañana. Pocas
horas después volvió al pueblo lleno de júbilo, habiendo firmado un contrato de
trabajo mucho mejor que el anterior.
Visitaba
a diario el confesionario una viuda que había perdido las ganas de vivir, y por
esto mismo se culpaba ella. Su marido había muerto varios meses atrás, y sus
hijos y nietos llevaban tiempo sin visitarla, desde el entierro, por lo que
había perdido toda ilusión en la vida. Un día el cura, tras darle vueltas al
asunto durante días, le contestó:
—Compréndalo,
mujer, es la vida. Quieren correr y conocer mundo todos ellos, pero al final se
darán cuenta de que lo primero es la familia. No se apure si mientras tanto no
lo comprenden. No dedique su tiempo a esperarles, sea independiente de ellos
ahora que puede. Plante un jardín y cuide sus flores, cómprese un lindo perrito
o una gata mimosa, lea en el hogar de su casa historias junto al fuego y camine
por el parque mientras su brazo pueda sostener el bastón. Observe la evolución
de la gente que pasa por la plaza, pues también es bonito observar el paso del
tiempo y el quehacer de las personas. Usted debe enorgullecerse, y no estar
triste, pues es una experta de la vida, y todavía le quedan por enseñar muchos
consejos.
La
anciana realizó todo esto y se convirtió en la mujer más dichosa del pueblo. Se
dedicaba a cuidar el pequeño jardín de su parcela y observar a la gente pasar
frente a su casa, y los miraba a todos ellos, contenta, junto a su gata
Doraida, con la sabia mirada de la experiencia, porque ella ya había superado
todos los obstáculos de la vida y nunca más volvería a preocuparse. Mientras
tanto recibía a las jóvenes madres que le pedían consejo de abuela, y se
divertía por las tardes leyendo poemas e historias de aventuras.
Un
invierno, mientras el párroco conducía su carromato para recoger leña en el
bosque, encontró a la salida del pueblo sobre el puente de piedra a un hombre
vestido todo de negro y encaramado peligrosamente a la barandilla. Con la
niebla de la mañana apenas había visibilidad, pero al acercarse pudo distinguir
la elegante túnica de pana que envolvía al sujeto de arriba abajo. Se trataba
de un individuo de elevada estatura. Los zapatos negros de refinado detalle y
los guantes de piel, que protegían sus nerviosos dedos del intenso frío,
predecían el rostro embozado bajo la capucha de un hombre distinguido, envuelto
en lágrimas de chiquillo.
Resultó
ser Alfonso, uno de los hombres más ricos del pueblo, quien quería quitarse la
vida de forma tan trágica. Se había visto obligado a cerrar el negocio debido a
una crisis en el sector y había perdido toda su fortuna. Cuando el cura se apeó
del asiento el hombre lo rehuyó con voz insegura de huérfano. Pese a esto el
religioso insistió y se arrimó a su lado, pese a las amenazas del arruinado por
lanzarse al río.
—Escúchame,
Alfonso, ¿no es acaso suficiente fortuna para todo hombre tener salud y
descendencia? Aún no eres un anciano, conservas la energía y el talento de los
jóvenes y la experiencia de la madurez. No te rindas porque muchos lo
apostarían todo jugando con esas cartas. Puedes rehacer tu vida cuando quieras,
aún tienes tiempo de luchar y recobrar lo que fue tuyo.
Con
sólo estas palabras Alfonso se reanimó de pronto y, como despertando de una
pesadilla, se armó de valor y regresó al despacho de su casa para trabajar en
un nuevo proyecto. Poco después uno de sus inventos revolucionó el mercado
textil, y los nuevos negocios que abrió le devolvieron la fortuna y le
regalaron su foto en los periódicos.
Llegó
la primavera y con ella la inspiración de los artistas. Una joven se entretenía
todos los años pintando en el prado con sus pinceles y su caballete. Tenía
madera de artista, pero los nervios siempre la traicionaban cuando la gente la
estaba observando. Una mañana, mientras ella luchaba por concentrarse bajo la
atenta mirada de una docena de jóvenes de su misma edad, el cura se le acercó,
y viendo que apenas había plasmado nada en el papel, le sugirió:
—Olvídate
de las gentes. Concéntrate escuchando los reservados lamentos de los árboles, a
los pájaros que cantan ufanos en ellos, al lago que descansa en el valle, y
ellos te contarán sus historias, trazarán sus esbozos en el aire y en tu
imaginación para que tú los plasmes en el papel. Y desde aquel día ya nunca se
le vio temblar el pulso a tan hasta entonces insegura artista, y dibujó con
tanto arte sus cuadros que muy pronto se los aceptaron en una exposición en la
capital y todo el mundo quiso adquirir sus obras durante años.
Con
el transcurso del tiempo quedó comprobado que ningún problema en el alma de las
personas quedaba fuera del alcance reparador del inusual presbítero. No
obstante sucedió en una ocasión que su optimismo hubo de ceder tras la
conversación con un joven labriego enamorado.
El
desafortunado encuentro ocurrió durante la mañana de un sábado. El cura paseaba
rutinariamente por un caminito en el parque, pensando en la belleza del mundo y
en la inmensa suerte que tenía él porque el cielo le hubiese otorgado un don
divino, cuando de pronto atisbó a un joven sentado en un banco junto a los
arbustos, con los brazos cruzados y la cabeza hundida en ellos, y el religioso
pensó que se lamentaba en silencio. Se acercó al mozo, y en cuanto vio el
rostro con los ojos acuosos y las lágrimas surcándole las mejillas trató de
adivinar la desdicha:
—¿Qué
es eso que te duele tanto en el alma? ¿Por qué lloras?
—Por
amor, padre, por amor.
—Entiendo.
¿no has sido correspondido?
—No
es eso, padre— sonrió el muchacho—. Todo lo contrario. Lloro de alegría, de
felicidad incontenible, porque no puedo creer que mi chica quiera casarse
conmigo. ¡Una joven tan bonita querer casarse con un pueblerino como yo, con
todos esos chicos de ciudad que llegan aquí los veranos conduciendo sus
flamantes coches!
El
cura sonrió entonces y, asintiendo con la cabeza, prosiguió su camino. Pero
cuando llevaba varios metros andando se puso a meditar en el asunto. Recordó
que nunca había amado de esa forma tan humana, y por lo tanto no podía
comprender en absoluto la felicidad de aquel muchacho. De pronto el rostro del
honrado optimista languideció, y la eterna sonrisa que marcaba su cara se
disipó como la niebla que envuelve la mentira y al final se descubre. Y
continuó su camino vagando interminablemente sin rumbo por el mundo, tácito,
buscando respuesta al único problema que el hombre más bueno del mundo jamás
solucionó.
Fin.