Una botella de leche
¿Nos habla Dios en la actualidad? Se preguntaba un joven.
"¿Hablará Dios todavía a la gente?"
Un día salió con unos amigos a tomar café y comer pastelillos. Mientras lo hacían, conversaron sobre las interrogantes que él se hacía. Varios de ellos explicaron que Dios los había orientado de diversas formas, pero era muy importante la oración.
Serían como las diez, cuando el joven se subió a su automóvil para regresar a su casa. Se sentó en el auto y oró: "Dios, si es verdad que todavía hablas a la gente, te ruego que me hables. Te escucharé. Haré cuanto esté en mis manos para obedecer lo que me indiques." Empezó a conducir por la calle principal de la ciudad, y de pronto oyó en su interior una voz que le pedía: "Para a comprar una botella de leche".
El joven sacudió la cabeza y dijo en voz alta: "Dios, ¿eres Tú el que me habla?" Como nadie le respondió, continuó hacia su casa. Sin embargo, volvió a oír la misma frase resonando en su cabeza: "Compra una botella de leche".
El joven rezó: "Está bien, Señor, por si acaso eres Tú el que me habla, compraré la leche". Aquello no parecía una prueba de obediencia muy difícil.
Pensó que la leche siempre le podría servir. Se detuvo a comprarla y reanudó el camino a casa. Al pasar ante la Calle Séptima sintió una imperiosa necesidad de tirar por ella. Oyó la misma voz, que esta vez le ordenaba: "Ve por esa calle".
El joven pensó que aquello era una locura y pasó de largo. Una vez más, sintió el impulso de ir por la Calle Séptima.
En el siguiente cruce, volvió y se dirigió a la Calle Séptima. Tomándoselo medio en broma, dijo en voz alta: "Está bien, Dios, lo haré". Al cabo de varias cuadras, sintió el impulso repentino de detenerse.
Se detuvo al borde de la acera y miró a su alrededor. Estaba en una zona semicomercial. No era ni el mejor ni el peor barrio. Los negocios estaban cerrados y la mayoría de las casas estaban a oscuras; daba la impresión de que sus moradores ya se hubiesen ido a dormir.
Esta vez, la voz le dijo: "Quiero que vayas a darles la leche a las personas de aquella casa de enfrente". El joven observó la vivienda en cuestión: tenía las luces apagadas y parecía que sus ocupantes no estuvieran allí, o bien ya dormían. Empezó a abrir la puerta de su automóvil y volvió a sentarse, mientras le decía al Señor: "Esto es una locura. Los que viven en esa casa ya están durmiendo. Si los despierto, se enojarán y quedaré como un estúpido."
De nuevo, le embargó la sensación de que debía ir a entregar la leche a los ocupantes de aquella morada. Por fin, abrió la puerta del automóvil y asintió: "Está bien, Dios, si eres Tú el que me habla, me dirigiré a esa casa y entregaré la leche a los moradores. Si quieres que me crean loco, está bien. Allá voy."
Cruzó la calle y tocó el timbre. Alcanzó a oír algo de ruido en el interior de la casa.
Una voz de hombre preguntó: "¿Quién es? ¿Qué desea?"
La puerta se abrió antes de que el joven tuviera oportunidad de acobardarse y huir. El que abrió la puerta era un señor vestido con pantalones de mezclilla y una camiseta. Daba la impresión de que acabara de levantarse de la cama. Tenía un semblante extraño. No parecía muy contento de que hubiera un desconocido parado allí en su puerta, y preguntó:
-¿Qué se le ofrece?
El joven alargó la mano para ofrecerle la botella de leche antes de decir:
-Tome. Aquí tiene.
El hombre tomó la botella y corrió por el pasillo, hablándole a alguien en voz alta. Después, al otro extremo del pasillo apareció una mujer con la botella de leche en la mano que se dirigía a la cocina. El hombre la siguió, con un bebé en brazos. La criatura lloraba. Al hombre también le rodaban las lágrimas por el rostro. Con la voz entrecortada por el llanto, explicó:
-Mi esposa y yo acabábamos de rezar. Este mes tuvimos que pagar unas deudas y nos quedamos sin dinero. No teníamos ni para comprarle leche al bebé. Acababa de pedirle a Dios que me indicara cómo podía conseguir algo de leche.
La esposa, que estaba en la cocina, gritó desde allí:
Había pedido a Dios que enviara un ángel con... ¿no será usted un ángel?
El joven sacó su billetera y puso en la mano de aquel hombre todo el dinero que llevaba encima. Luego, se despidió y se dirigió a su automóvil con las lágrimas corriéndole por la cara. Ahora no le cabía duda de que Dios todavía responde a las oraciones.
Anónimo.