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LA DIOSA

Mayo de 1985. Madrugada. La luna se asoma al espejo de la laguna y ésta, celosa, le arruga el rostro con sus olas. A mitad del trayecto entre una y otra orilla vamos en un cayuco que tiene la misma estabilidad que mi decisión de cruzar el lago. El viejo Antonio me ha invitado a probar su cayuco. Durante 28 noches, de luna nueva a luna llena, el viejo Antonio ha labrado, a filo de machete y hacha, un largo tronco de cedro. Siete metros de largo mide la embarcación. Me explica el viejo Antonio que los cayucos se pueden hacer de los troncos del cedro, la caoba, el huanacastle o el bariy, y me señala los distintos árboles que nombra. El viejo Antonio se empeña en mostrarme uno y otro, pero yo no alcanzo a apreciar la diferencia entre ellos; para mí todos son árboles grandes. Pero eso fue en el día; ahora vamos de madrugada, como es ley, navegando en esta barquita de madera de cedro a la que el viejo Antonio ha bautizado como La Malcontenta. «En honor a la luna», dice el viejo Antonio mientras rema con un largo y delgado palo. Estamos ya en mitad de la laguna.

El viento le peina unos bucles de olas al agua y el cayuco sube y baja. El viejo Antonio decide que hay que esperar a que amaine el viento, y deja la embarcación a la deriva. «Una de estas olas nos puede voltear el cayuco», dice mientras, con un cigarrillo, forja espirales de humo como olas el viento. La luna es plena y, a su luz, se alcanzan a distinguir los grandes islotes que salpican la laguna de Miramar. Por una espiral de humo el viejo Antonio llama una vieja historia. Yo estoy más preocupado de un naufragio que veo inminente (no me decido aún entre el mareo o el terror), así que no estoy para cuentos ni historias. Eso, por lo visto, al viejo Antonio lo tiene sin cuidado porque, recostado en el fondo del cayuco, empieza, sin trámite alguno, a contarme...

Continuación





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