«A la Ceiba madre también la castigaron los dioses por andar de consentidora. Le prohibieron caminar para que no anduviera de un lado a otro y le dieron a cargar el mundo, además le pusieron más doble la piel para que no sintiera lástima de las lloraderas que escuchaba. Desde entonces, con la piel como de piedra, la Ceiba madre está de pie y sin moverse. Si se camina un poquito siquiera, el mundo se cae.
«Así pasó» dice el viejo Antonio. «Desde entonces la luna refleja la luz que se guarda dentro de la Tierra. Por eso cuando encuentra una laguna, la luna se detiene para arreglarse el pelo y la cara. Por eso también las mujeres, siempre que ven un espejo, se paran a mirarse. Eso fue regalo de los dioses; a cada mujer le dieron un pedacito de luna, para que pudiera arreglarse el pelo y la cara, y para que no le dieran ganas de andar de paseadora y de subirse al cielo.»
El viejo Antonio terminó, pero el viento no, y las olas siguen amenazando la barquita. Pero yo no digo nada. Y no es que esté reflexionando en las palabras del viejo Antonio, sino que estoy seguro de que, si abro la boca, voy a echar hasta el hígado sobre el agitado espejo en el que la luna ensaya su coquetería...