EL AVE DE TU CORAZÓN

Úl es en idioma mapuche, en mapudungún, el canto, la palabra cantada. "Se ha despertado el ave de mi corazón' es así el canto que despierta, las palabras del corazón que emprenden su vuelo para que los hombres escuchen y con él los paisajes que ellos miran; las montañas, los ríos, la tierra. Todos hablan. La palabra no es un privilegio humano. En una poesía más sabia podemos escuchar el latido de las cosas; su alma.

En una cosmovisión en la cual cada elemento del universo tiene su correspondencia y donde al hombre no le ha correspondido más que la maravilla de compartirlo, la voz de un hombre no es otra cosa que un punto del gran diálogo que va del árbol a las nubes, a la lluvia y al fuego de los volcanes. En esa armonía general la enfermedad, como el sueño y la muerte, no son sino tránsitos de estas voces que nos ocupan y donde las nociones tardías del bien y del mal aún no significan. Esta correspondencia abarca todo: el Ngenechen —el creador— es hombre y es mujer, a él le deben su existencia las cosas vivas, desde la piedra a los cóndores, desde las hierbas hasta los niños, tal como el Ngenechen les debe su existencia a ellos. En esta estructura horizontal el habla es en sí misma una celebración, donde ella se pose se levanta lo sagrado; cl sonido que ella toca levanta allí su altar y su ofrenda y el corazón humano, el äm, el alma, es un lugar sagrado más porque con él se escucha y con él se responde.

De todo ello hablamos con Leonel Lienlaf a partir de la tarde en que entró a mi oficina en la Universidad de la Frontera, en Temuco. Me encontraba allí como 'escritor residente debido a una beca de la Fundación Andes. Había algo en los ojos, en la extrema timidez inicial de este niño de 18 años, que me conmovieron profundamente. Una profesora de liceo —Raquel Curilem— me había hablado de él, pero lo olvidé entre tantos nombres y sólo pude relacionarlos tardíamente. Le pregunté si escribía, me respondió que sí, pero en mapudungún. Personalmente siempre he amado el sonido en poesía y creo que frente a un poema no hay barreras; que algo de él pertenece a una forma primigenia de comunicación en la cual aquello que hemos dado en denominar "entendimiento" es un fenómeno que rebasa con mucho cualquier idea previa. En todo caso, cuando al rato escuché esos poemas (que son los de este libro) en su lengua natal pensé que estaba bien, que era ése el derrotero de mi viaje y aunque ya no sucediera nada más, sólo por esa lectura, mi estada en Temuco valía la pena.

A partir de ello algo cambió. Los peñis, mis hermanos mapuches, poco a poco me fueron devolviendo a una voz más profunda que habitaba en mí y tuve la certeza de que ésta era una escena que volvía a vivir. Que en realidad a todos nos es dado —al menos una vez en la vida— una cierta experiencia de la totalidad, de esa "respiración del universo", pero que también —obligados por un mundo con otros vértigos— a menudo cometemos su olvido. En nuestra historia ese olvido es trágico y ha significado, en casos extremos, el desaparecimiento de pueblos enteros: onas, alacalufes, chonos, nos dan un sobrecogedor testimonio de ello; y en otros, un modo lento de aniquilamiento que, de llegar a concluirse, significaría también nuestro final. Ese es el caso del pueblo mapuche.

Su destino está ligado al destino de esta nación y con ella a las denominaciones con que nombramos las cosas, con que percibimos un cambio atmosférico o los infinitos laberintos del agua de un río. Cada vez que no escuchamos el lenguaje de la tierra que nos cobija y que nos hace a todos por igual "hijos de ella", es algo de nosotros lo que violamos. El hombre de la tierra, el mapuche, es así una parte nuestra que va más allá del proceso de mestizaje y de las hibridaciones históricas porque su pertenencia toca la pertenencia de cualquier ser vivo bajo este cielo. Sin embargo, herederos también de una vorágine que se viene arrastrando desde la conquista, pareciéramos condenados a ver en ellos al otro. Condenamos así esa parte oscura de nuestro propio cuerpo que no es lo suficientemente simple como para establecer nuestras categorías intelectivas ni lo suficientemente embrollada como para transformar lo evidente en filosofía o ciencia. Al padecer esta exclusión nos vamos igualando en una suerte de sobrevivencia generalizada que al no admitir la diversidad, se resigna a su separación del mundo que late y respira, al mismo tiempo que hace del hombre de la tierra la víctima expiatoria del crimen que cometemos con nosotros mismos.

Es la consistencia de esta vida la que se juega. Un territorio concreto de nuestro país es el escenario de esta confrontación: la región de la Araucanía. El hombre mapuche, urgido al trabajo en la ciudad, al minifundio o al más oprobioso de los inquilinajes, su vuelta al terruño o a la ruka es un acto diario de extrema violencia. No se puede saltar de un mundo al otro sin perder una cuota de vida en ello. De todas las formas de aniquilación es ésta probablemente la más cruel. No sólo se hace del hombre de la tierra un extranjero en el suelo de sus antepasados, sino que al hacerlo no se le ha permitido tampoco el usufructo de su extranjería. Arrasados en general de su lengua, de su tierra y de sus propios rasgos, se le pide además que sobreviva con lo poco y nada que se le da a cambio y luego. al ver su quiebre, se le juzga y se le condena. Primero se les reprochó no hablar bien el castellano y empecinarse en su idioma natal. Ahora se escucha a menudo la condena contraria: el estar perdiendo su lengua. Todas estas violencias —ejercidas en nombre del mismo mundo que en 170 años de república jamás ha creado una sola política realista e igualitaria de integración recaen finalmente sobre todos. La diferencia que negamos, el idioma que no entendemos, el rito que transformamos en folklor o pintoresquismos, los rasgos que nos negamos a reconocer, son no obstante nuestros. Al perderlos nos perdemos.

Así vamos apagando también las dimensiones más vastas del aire que nos acompaña, del cielo, de las mareas. Sobre las ciudades, hoy convenidas en megalópolis o muy cerca de serio, se deposita diariamente el sedimento de esta ceguera. Algún día lo lamentaremos. Tal vez para entonces ya no haya nada que hacer porque los hombres de la tierra hablarán una lengua única, con un solo sonido, porque ya nada puede decir el pájaro tué tué, el chucao, la diuca, el pájaro wüdko, y sólo ha quedado vivo el triste cloquear de las ponedoras en las inmensas fábricas.

Como decía, de todo ello hemos hablado con Lienlaf. Su nombre significa Mar de Plata o bien Plata Bruñida. Él me dijo que el canto de los pájaros y el de los hombres están relacionados y que si el Tué Tué anuncia la muerte de alguien cercano es porque muerte y canto, pájaro y vida, pertenecen a la misma unidad del mundo que respira y que al olvidarnos de ello nos hemos empequeñecido, hemos aplanado la tierra y hemos hecho de la vida un gran mosaico de un solo color. Una noche en que me había estado hablando de la llamada "Pacificación de la Araucanía", de cómo la habían vivido sus bisabuelos y de la existencia que les había tocado llevar desde entonces, le pregunté si acaso no sentía rencor. Antes sí lo sentí —me respondió—, sólo por odio aprendí a hablar el español. Después me aclaró que eso había sido antes, que ya no sentía nada. Al mirarlo recordé que sólo tenía 18 años, pero su antes iba mucho más allá de todo lo que yo podía abarcar. Bien, Leonel nació y vivió en la comunidad de Alepue, cerca de San José de la Mariquina, en una pequeñísima reducción de la costa valdiviana. Ahora estudia Pedagogía Bilingüe en la sede que posee en Villarrica la Universidad Católica. Me contó que hasta hace poco les alcanzaba con lo que pescaban pero que ahora, con los títulos de propiedad individual de la tierra, habían comenzado las peleas y que todo estaba a punto de desmoronarse. Sólo nos entregan aquello que podemos cultivar y el Tren-Tren, la colina que nos salvé a los hombres de morir tragado por el mar cuando la serpiente nos avisó que Kai-Kai iba a levantar las aguas para aniquilarnos, parece que ahora va a ser un centro de turismo. Me había hablado mucho de esa colina y de la belleza del lugar. Le pregunté si Ja colina se llamaba Tren-Tren. Todos los cerros frente al mar se llaman Tren-Tren, me respondió, pero los títulos más los japoneses que se están llevando todo del mar hace que ya no podamos seguir. Así fui entrando en esta poesía. Una noche, en mi casa de la Avenida Alemania, después de leernos unos poemas nos dijo que en verdad no era así, y que como éramos sus amigos lo iba a hacer de verdad. Fue entonces cuando cantó. Cantó sus poemas. Su voz subía y bajaba y yo miré a Amparo, mi mujer, y vi que sentía lo mismo que yo. Estábamos los tres en la mesa del comedor y era muy tarde. Al otro día me pareció que algo del mundo se había abierto y que yo también podía recordar, que ese canto de Leonel no me era extraño. Después comprendí por qué. Con Hernán Larraín, director de la Fundación Andes, primero, y con Enrique von Baer, rector de la Universidad de la Frontera, después, habíamos conversado al iniciarse mi permanencia en la IX Región acerca de cómo mí estada debía contribuir al desarrollo cultural" de la zona. La oportunidad que se abría con esta beca como Escritor en Residencia constituía una generosa invitación para que los poetas o escritores pudiésemos gozar un año en alguna región del país sin los típicos tormentos económicos que este buen oficio a menudo acarrea consigo, decía que el hecho nos parecía loable, sin embargo, la contribución cultural que yo mismo podía hacer, mas allá de la realización de algunos talleres literarios y lecturas, era bastante azaroso. Eso me había tenido preocupado y en ese ánimo partí a la mañana siguiente del canto de Leonel, al liceo Paulo VI de Pucón donde les iba a hablar a los estudiantes acerca de poesía. Al entrar acompañado de los profesores me esperaba un auditorio repleto con más de 400 estudiantes. Sus rasgos formaban un verdadero coro y sus miradas expectantes tenían para mí algo de familiar. Entre ellos comencé muy pronto a sentirme a gusto y hablé. De pronto caí en cuenta que aquello no era una charla. Que más allá de lo que se esperara de mí había algo que no podía resumir con las palabras porque ellas apuntaban siempre hacia otra zona que existe más allá de cualquier contingencia y en la cual todos confundimos nuestros destinos. Hablaba pero no eran mis palabras, eran los cientos de ojos que me seguían, los movimientos de las manos, y que aquello que traspasaba todo era algo tan obvio e inmediato: estábamos todos vivos. Ese encuentro era irrepetible al mismo tiempo que era la experiencia diaria del mundo. Recordé la noche anterior y vi que era lo mismo. Sentí una profunda gratitud por mi mujer, por la Fundación, por el Rector de la Universidad, por los profesores de ese Liceo, por esos estudiantes. Ese era el canto de Lienlaf.

Y era eso. Al finalizar el año, cuando después de escuchar el Himno Nacional cantado en mapuche una inmensa ovación cerró la lectura y el canto de los poemas de Leonel en el mismo Liceo Paulo VI y los estudiantes cerraban círculos en torno a él, preguntándole y pidiéndole que dejara su nombre en sus cuadernos, en fin, cuando ello terminó y volvíamos a dejarlo a su internado en Villarrica, yo al menos había aprendido algo que jamás olvidaría. Existe una vida mejor, una posibilidad más humana. Sin embargo, los poemas del mismo Leonel son tristes. La tristeza es al fin y al cabo un misterio no menos insondable que la alegría porque no es un hombre solo el que siente. La tristeza que enfrento es siempre también la mía que responde y en ello no sólo los hombres o los sentimientos humanos están concernidos. La poesía no es más que la corroboración escrita de esa amplitud que se expresa permanentemente con y a través nuestro y pata la cual las lenguas que se hablan sólo parecieran haber dejado unos pocos vocablos vacilantes. Bien, si esta poesía es triste lo es porque el universo que en ella está comprometido sufre. 'Yo es algo por medio del cual el cielo, las nubes, los árboles, las montañas, el corazón, la gente, las ciudades, todo lo que vemos y escuchamos, se entrecruzan y nos hablan de sí mismos. Esa y no otra es la ocasión humana: el cruce del universo. Cuando un hombre habla en triste, como si no encontrara su sombra, es porque algo de ese universo le lleva la voz y se consuela de sí en las palabras. Mientras alguien todavía cante existe ese consuelo:

Volveré a decir que estoy vivo que estoy cantando cerca de una vertiente ¡Vertiente de sangre! (p. 113)

Allí, en el umbral de la última desdicha todavía el que canta vuelve a decir que está vivo y que lo estará mientras las cosas sigan hablando en él y no interrumpa definitivamente su diálogo con la tierra, es decir, mientras comprenda, aun cuando no lo diga, que hasta las piedras respiran y hablan en el concierto general del firmamento. Todo esto lo han sabido mucho mejor otros hombres y quizás por ello mismo han sufrido un destino de sangre. El mapuche tiene demasiado que enseñar y recibir como para que alguien se sienta con el derecho a impedírselo. Una gran carnada de nuevos estudiosos: antropólogos, lingüistas, religiosos, han vuelto su mirada y sus pasos hacia estas regiones de la Araucanía, pero ello no tendrá un buen fin mientras no aprendamos a escuchar, mientras sigamos confundiendo lo que queremos dar con lo que los otros realmente necesitan, en suma; mientras no indaguemos en nuestro propio corazón y entendamos que las certezas que nos asisten, como toda certeza, no es sino una forma de ceguera porque después de todo las lenguas humanas son más dadas a hablar en misterios y metáforas. Entonces, si no nos es dado el entenderlo todo, sí nos está dado el privilegio de poder amar. Escuchemos entonces estas palabras que nos llegan desde otra lengua y otro espíritu y amémoslas:

Nepey ñi güñün puke lapúmú ñi müpü ina yey ñi peuma rofülpuafiel ti mapu

Ellas contienen el aliento y el corazón como en nuestra lengua también están el aliento y el corazón. Leonel Lienlaf me mostró estas palabras. Otro gran poeta: Elicura Chihuailaf, me dio también el privilegio de su amistad. Ellos vienen a hablar de un mundo que otros se han empeñado en desterrar. Después, recorriendo otros colegios en Lautaro, Barros Arana, Teodoro Schmidt, pequeñas escuelas, donde muchos niños deben caminar kilómetros y kilómetros a pie diariamente para poder asistir a ciases, no he podido dejar de pensar en cuántos Neruda, cuántas Gabriela Mistral, cuántos Leonel Lienlaf, cuántos Huidobro, cuántos Elicura, se encontrarán entre ellos. Que de mí podría haberles dicho algo, una palabra de aliento, un gesto de simpatía. Qué podré decir para todos que al menos a uno le signifique algo; algo del sueño abierto que él contiene, algo acerca de lo que está llamado a contarnos. No lo sé. Más allá de mí mismo quisiera responderme. Quisiera que ustedes escuchen estos poemas y al pueblo que contienen. Su voz hermana de la nuestra. El ave de tu corazón.

Raúl Zurita