J. Marcelo Flores Chávez y Susana López Guerra
Dice Bruno Bettelheim que para no estar a merced de los caprichos de la vida, los hombres deben desarrollar sus recursos internos. "De esta manera –sigue diciendo- las propias emociones, la imaginación y intelecto se apoyan y enriquecen mutuamente unas a otras. Nuestros sentimientos positivos nos dan fuerzas para desarrollar nuestra racionalidad; sólo la esperanza puede sostenernos en las adversidades con las que, inevitablemente, nos encontramos" [1] . A las fuentes de la esperanza se llega por el camino del símbolo: mediación permanente entre la esperanza de los hombres y su condición temporal.
A). La función simbólica.
Cassierer afirma que Kant realizó una auténtica revolución "copernicana" en torno a la función del símbolo, al demostrar que la ciencia, la moral y el arte no se pueden satisfacer a sí mismas realizando una lectura analítica de la realidad; estas acciones humanas constituyen un universo de valores construidos por mediación del intelecto y de los juicios sintéticos a priori [2] .
Kant sostiene que el concepto no es el signo indicativo de los objetos sino una organización instauradora de la realidad, por lo que el conocimiento es constitución y construcción del mundo, y la síntesis conceptual se forja gracias al esquematismo trascendental, es decir, por obra de la imaginación. Por esta vía es que se organiza la inmediatez de lo real y es como se constituye la conciencia humana. A esta capacidad Cassierer la denomina "pregnancia simbólica" y es la imposibilidad de procesar con un sentido objetivo total y absoluto, sólo se puede objetivar de una manera relativa, porque todo proceso racional inmediatamente adquiere un sentido simbólico.
En la conciencia humana no existen jamás presentaciones de la realidad sino re-presentaciones .
B). La Imaginación simbólica.
Para Gilbert Durand [3] la principal función de la imaginación simbólica es la de restaurar el equilibrio vital, el psicosocial y el antropológico.
Durand Identifica en Bergson el haber descubierto el papel biológico de la imaginación [4] que denominó función fabuladora. La fabulación es esperanzadora en el cuerpo y en el psiquismo humano, arma poderosa contra el poder negativo de la inteligencia que se manifiesta en la conciencia de decrepitud y de muerte. Gracias a la fabulación el hombre se defiende contra el desaliento de las fuerzas de los hechos groseros y estáticos. La fabulación está al lado del instinto y de la adaptabilidad vital, en su proyecto imaginario procura mejorar la situación del hombre en el mundo, pues es una máscara que nos permite ocultar el horrendo rostro de la muerte.
Además de vital, la imaginación simbólica es un factor de equilibrio social [5] , porque a través de los ciclos de las generaciones, la acción pedagógica de una generación sobre otra permite facilitar su dinamismo evolutivo. El simbolismo imaginario es muy importante en la estructura social y en ese sentido la pedagogía es una táctica urgente, dado que la ruptura del orden histórico del hombre por el acelerado desarrollo de nuestro tiempo desestabiliza el equilibrio que antaño el hombre de la antigüedad lograba por sí solo, dada la lentitud del ritmo generacional. La intensa actividad de nuestra cultura tecnológica y el poder de los medios de comunicación masiva, la velocidad de cambio y caducidad de los artefactos de satisfacción doméstica le han permitido al hombre una conformación planetaria a través de una multiplicidad de temáticas generalizadas. Ante la enorme actividad, el peligro del desequilibrio es permanente, es ahí donde la función fabuladora es equilibradora. El activismo educativo y cultural puede tener entonces un auténtico sentido de equilibración vital y emocional.
Finalmente, la fabulación teológica establece el tercer equilibrio del que habla Durand, el antropológico, su valor supremo es el de la "teofanía" [6] , que sin necesariamente invadir las revelaciones religiosas y las de la fe, conduce a la trascendencia infinita erigida como valor supremo. Es cierto que en el estudio del símbolo se debe ser muy cuidadoso de prestarse para querellas teológicas, también es cierto que no puede evadir su función, que es la de la universalidad de la teofanía [7] . Su disposición es a la fraternidad de las culturas, en donde se esboza una vida del espíritu. Es el último plano de la conciencia.
En definitiva, la simbólica se confunde con la marcha de toda la cultura humana; en ese ineludible desgarramiento la perennidad del sentido y la fugacidad de la imagen -que es lo que constituye el símbolo- se encuentra refugiada y fortalecida, temerosa y esperanzada la cultura humana; siempre a la espera del amo absoluto, al cual se le desprecia con alegría y amor: la muerte.
C). Educación y literatura.
La escuela es un lugar privilegiado para la formación en el mundo simbólico. Educar a los jóvenes en términos de esperanza es fundamental ante la realidad económica, social, política y de su propia psicología -de pérdida del mundo infantil- pues la comprensión cabal de la realidad inevitablemente conduce a la certeza de la finitud humana, descubrimiento tremendo para quien aún no ha logrado trascender.
Para llegar a los símbolos, qué mejor ruta que la literatura. En poesía, la lejanía de lo cotidiano es proximidad a lo trascendental. Así, el poeta abandona esta tierra y carga tras de sí infinitos lectores ávidos de nuevos mundos, o añorantes de los viejos. En el texto literario se unen la fantasía y la realidad, el viejo y el joven, la niña y el niño, la mujer y el hombre, lo inanimado y lo animado, el ayer y el mañana; todo es posible. Los sueños del poeta son, por eso, infinitos, como infinitos son sus lectores. Pero esta posibilidad de trascendencia es también la invención de mundos posibles donde habita la esperanza. La literatura es entonces una ruta a la esperanza, a la convicción de la existencia de un mundo mejor. Más allá de la miseria, siempre es posible la belleza.
marcelofloresch@hotmail.com
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* Los apartados titulados "La función simbólica" y "La imaginación simbólica", han sido trabajados conjuntamente con la psicóloga Susana López Guerra.
[1] Bruno Bettelheim. Psicoanálisis de los cuentos de hadas. Trad. De Silvia Furió. México, Ed. Crítica. 1988. p. 10.
[2] Ernest Cassierer. "Una clave de la naturaleza del hombre: el símbolo" en Antropología filosófica. México, Fondo de Cultura Económica. 1975. pp. 45-50.
[3] Gilbert. Durand. La imaginación simbólica. Buenos Aires, Amorrortu Editores, 1971.
[4] Ibidem, p. 121.
[5] Ibidem, p. 128.
[6] Ibidem, p. 136. La teofanía son las manifestaciones divinas.
[7] Ibidem, pp. 136-38.
Querétaro, Qro. 1 de febrero de 2002