La producción poética de Carlos Pezoa Véliz abarca un decenio, desde 1898 hasta 1908, es decir, entre la revolución de aquel año y el de su muerte (había nacido en 1879). Su labor poética se manifiesta en un período de inestabilidades políticas y efervescencia laboral que no se había aplacado del todo con la caída del Presidente Balmaceda. De manera que hay signos inevitables en este escritor, acrecentados por su propia condición social, la de un poeta triste, desdichado y pobre entre los pobres. Ni siquiera hay certeza acerca de su origen. Al parecer fue hijo natural, hecho que nunca se ha aclarado realmente. No resulta raro, entonces, que la lectura de cualesquiera de sus poesías se convierta en una muestra de sensaciones sensibles y de duras realidades.
Poeta a la antigua, flaco, sucio y mal vestido, su vida se nos aparece como la que presenta el hablante de Nada, una de sus más conocidas creaciones. Es decir, un pobre diablo, siempre cabizbajo, un perdido, alguien a quien la muerte lo ha de sorprender en cualquier momento y en cualquier sitio. Total, mucho de loco habría de tener, hambre nadie duda que pasó en buena medida, y nadie emitiría comentario alguno sobre su posible presencia o ausencia.
Con una novia de dudosa moralidad, cargará, además, con la indiferencia de otros poetas, más pudientes claro, pero malos, muy malos poetas. Del Ateneo Popular, de comienzos de siglo, al que Pezoa Véliz se adscribió, hasta otro Ateneo, el de Santiago, donde deambulará en medio de sonrisas y risas- envidias de por medio, claro- hasta que muy pronto no habrá ateneo que le sirva de apoyo. Entonces no sorprende que nuestro primer poeta nacional, cronológicamente hablando, escribiese versos quejumbrosos, intensos y doloridos como los de Tarde en el Hospital. Memorable resulta su voz cuando canta: