por Jorge Alberto Collao
Caminaban trastabillando, arremolinados en un andar desesperado, lento y torpe, con la persistencia de quienes sienten amenazada la vida, con ese miedo que solo puede venir del estómago, de las venas y de los músculos. Y casi a tientas, lleno el aire de olores amenazantes, entre gruñidos de agudeza y apuro, sin poder llamarse por sus nombres porque nombrar las cosas aun les era ajeno, se tocaban, se empujaban obligándose a poner atención aquí, allá.
Ella –porque era hembra- sintió un toque súbito en su costado y se volvió golpeada por la adrenalina. El pequeño le señalaba allá, porque no podía nombrar donde era. Y allá estaba el otro pequeño retorciéndose en el grisáceo suelo, gimiendo de dolor sin poder ponerse de pie. Ella le dio un golpe a su progenitora para que ella también se detuviera. El macho se percató pero no quiso detenerse, nada mas hizo su paso mas lento y esperó. Ella vio al pequeño en el suelo y olió el aire. Miro todo sin tocar, desde un ángulo, desde otro. Se acercó. Miró la planta de pie del pequeño como esa cosa de color, olor y sabor que ella recordaba, se salía de allí a goterones. Se atrevió a tocar y tocó. Con sus dedos la llevó a la nariz y olió y saboreo. Lo reconocía y no era bueno. Había visto lo mismo en animales atacados, en animales recién muertos, en otros como ellos que luego, prontamente, quedarían tirados en el camino sin poder moverse, en ese sueño extraño del que de pronto, simplemente no despertaban. Sus pequeños ojos intuitivos no podían saber mucho y sin embargo buscaban. No fue atacado. No había animales cerca en ese desierto pedregoso y plano donde el horizonte estaba abierto en todas direcciones. Y sin embargo había allí en el suelo algo extraño que olía como aquello que tanto le temía. Era, para ella, nada mas un algo, un algo con diferencia, distinto. Un simple guijarro distinto, manchado que lo que millones de años después alguien llamaría “sangre”. Y ella no podía saber que su hermanito lo había pisado y se había provocado una herida cortante bajo la planta del pie. Ella trató de pensar pero la hembra –su madre- cogió al niño y lo llevó cargando. Ella, sin embargo, contempló aquel guijarro distinto, manchado de sangre, hasta que se atrevió a tocarlo. Si pensara, como nosotros creemos que ella podía pensar, quizás se hubiera preguntado porque esta cosa, tan dura que ahora tenia entre sus rudas manos, habría mordido a su hermano en el pie. Esta cosa al parecer ahora inofensiva, delgada como una hoja de árbol, con forma de delgada hoja de árbol y, sin embargo, no era mas que un simple y especial guijarro. Como dejarlo aquí entonces pues era una cosa, viva o muerta, no tenia sentido pensarlo, si es que ella en realidad pensaba, como nosotros hoy, creemos que ella pensaba. Y poniéndose de pie lo llevó consigo como su pequeño tesoro. Como la cosa extraña que no podía dejar atrás. Como esa cosa inútil que se atravesó en su existencia clavándose en medio de su incipiente fascinación. Y con ella, con los suyos, aquel guijarro se marchó.
Pasaron los días y ella no podía dejarlo allí tirado. Lo había echo antes con otros objetos, pero este, que llevaba estorbando entre sus manos, no podía. Cuando el macho hallaba carne o frutos y todos comían, ella encontraba molesto tener que llevar ese pequeño guijarro. Había que dejarlo en algún lugar y luego acordarse para volver a cogerlo. ¿Qué sentido tenia seguirlo cargando? Pero ella no podía tirarlo así como así, había mordido a su hermano y sin embargo, no la había mordido a ella, si es que ella pensaba así. Pero era un estorbo y había que deshacerse de el, no porque quizá ella lo pensara, sino porque tenia que ser así. Aquí, nada inútil sobrevive. Y entonces mientras comían aquella carne del animal muerto que el macho del grupo había encontrado y traído, llevó el guijarro ante él. Lo mostró. Si el macho lo cogía ya no seria un estorbo para ella, si no lo cogía, entonces era inservible y habría que dejarlo. El macho lo miró sin mucho interés. Estaba mas ocupado tratando, malamente, de arrancar la carne de los huesos del animal que trajo para comer. Ella quería deshacerse del objeto. ¿Y porque lo tenia? Tenia que mostrarle. ¿Cómo el objeto mordió a su hermano?
Y tomándolo, con sus torpes manos, hizo como el guijarro cortó la piel de la planta del pie de su hermano. Y lo hizo, sobre la piel del animal muerto. Se abrió la piel como magia, dejó la pulpa fresca de la carne al descubierto. El macho iluminó los ojos y arrebatándole el guijarro continuó cortando, repartiendo la carne, comiendo aquella carne tibia, cruda, que tanto les costaba conseguir. Durante muchos años, ella tardaría en entender los gestos del macho que a empujones, arrojándola al suelo, intentara hacer que ella encontrara otras, otros guijarros como ese que guardaban como un tesoro, y del que pronto tendrían otro sonido para nombrarlo, y que cuando oían ese sonido, era porque alguien necesitaba el guijarro, o habían encontrado otro como aquel.
Randy pasó la vista desganado por sobre la estantería de instrumentos de piedra, rocas toscas, con forma de hoja, y otras, mas allá, finamente elaboradas hechas de silex. Y aún mas allá, otras atadas a varas de madera. “Vamos”, dijo la madre de Randy, “vayamos a ver los esqueletos de dinosaurios”.